Diciembre, caridad y justicia
Artículo de Rafael Caldera para El Nacional, del 23 de diciembre de 1966.
Bajo este mismo título escribíamos hace treinta años un editorial del semanario «UNE», órgano de la Unión Nacional Estudiantil. Con nuestro reconocimiento al espíritu de caridad decembrina, sosteníamos que ella no debía hacer olvidar como fundamental deber la búsqueda de la justicia. Después de tres decenios, quisiéramos reiterar el mismo anhelo. A lo largo de estos años, la vida azarosa de Venezuela no ha impedido su dinámica marcha: en medio de las inquietudes no debe perder el impulso hacia la «búsqueda de nuevas estructuras, capaces de realizar la solidaridad en la justicia».
Vuelve la Navidad, y todos desearíamos hacer de ella al menos una pausa, en la que el espíritu cristiano borrara rencores, aliviara heridas, llevara esperanza al corazón de tantos que lo tienen comprimido por el sufrimiento. Ya el llamado del pesebre belemita lleva casi dos mil años repitiéndose, pero cada vez parece tomar mayor fuerza, por encima de fronteras geográficas, raciales e ideológicas. Es un alto en los combates, un punto de reflexión acerca del destino superior del hombre, una afirmación de fraternidad universal capaz de imponerse a los estallidos del odio.
Hambre de caridad sacude al mundo en el momento de escuchar de nuevo el mensaje de la Navidad. Pese a todas las negaciones, y aunque a veces no se exprese en palabras, millones de hombres aportan desahogando el mudo impulso de sus corazones, compases vigorosos a un himno universal de afirmación. ¡Somos hombres!, exclaman en cada jornada navideña, para desmentir el chillido de los que a diario dicen: ¡somos bestias!, o, quizás, ¡somos máquinas!
Llega este año ese eco a Venezuela cuando una estridencia de negaciones sacude de nuevo las conciencias. Esta Navidad es otra Navidad sin paz. Sin verdadera paz. Pero la paz negada es una aspiración a cuyo servicio están comprometidos los mejores esfuerzos. Si se sondeara hoy el fuero íntimo de los venezolanos, se encontraría como la nota dominante y concorde una vehemente necesidad de paz.
La paz, que es seguridad en el orden; la caridad, que es solidaridad en el amor, envuelven como reclamo condicionante la justicia. La justicia que sale maltrecha cuando se abandonan cauces de legitimidad y se sueltan los instintos bestiales que acechan continuamente quebrantar la racionalidad del hombre. ¡Qué tremenda responsabilidad la de aquellos que iniciaron la violencia! ¡Qué grave culpa la de quienes sembraron en corazones juveniles la primera semilla de destrucción incontrolada, la de quienes pusieron en cerebros adolescentes las ideas de muerte, llevaron a manos hasta entonces limpias las armas destructoras y pusieron en corazones tiernos un hielo trágico o una satisfacción caníbal al ver extinguirse por su acción las vidas de otros hombres! ¡Qué absurda complacencia la de aquellos que se lanzan a responder con arremetidas bestiales a los embates de la bestialidad!
Debemos agradecer a Dios que nos repita cada año su llamado de paz y lo haga resonar con acentos más dulces mientras más nos persigue el frenesí del odio. Gracias debemos darle por hacernos reafirmar con mayor fe en cada etapa del camino el ideal cristiano que nos llevó al combate, y vigorizar en cada diciembre la creencia en la justicia y en la caridad. Creemos en la paz y en que ella puede estar más cerca de lo que muchos piensan.
Tenemos fe en la vigencia del mensaje cristiano; y en esta Navidad, nos parece oportuno volver los ojos a la reflexión de un gran venezolano, escrita en París, en la soledad de una pensión, cuando en Europa comenzaba a gestarse el proceso que conduciría a una guerra mundial y en Venezuela se iniciaba su período más largo de poder autocrático: «Del cristianismo han deducido los doctores todas las consecuencias teológicas y canónicas: se necesitan ahora benefactores que saque de él todas las consecuencias sociales y políticas. Las consecuencias políticas y sociales del cristianismo no se han sacado todavía y ellas son la solución de los problemas sociales políticos modernos». Esto anotaba Pedro María Morantes, el ilustre escritor tachirense en 1909. Convendría meditar, este diciembre, sobre este pensamiento de quien, al consignarlo en la intimidad de su diario, se ganó con justicia el título de precursor de la democracia cristiana.