El drama de Miranda y Venezuela
Artículo de Rafael Caldera para El Nacional, del 14 de julio de 1966.
Hace hoy ciento cincuenta años expiraba en Cádiz Francisco de Miranda, en el pobre hospital de una fortaleza carcelaria. En el mismo día, infausto doblemente para Venezuela, Simón Bolívar, derrotado en Ocumare, se embarcaba para hacerse a la mar detrás de Villaret. Otro momento de oscuridad unía aquellas dos vidas luminosas: Miranda, en el olvido; Bolívar, en uno de los episodios más discutidos de su lucha. Pero Bolívar iba pronto a reponerse, en abrazo ciclópeo con la gloria; tiempo pasaría, en cambio, para que se recuperara el nombre de Miranda de la fatalidad que lo abrumó en sus últimos años.
Drama imponente, sobrecogedor, mayestático, el de aquel caraqueño universal. Miranda es el símbolo más elocuente del drama venezolano. Bolívar fue también personaje del drama, pero su rol predominante es el de prototipo de la hazaña portentosa. Bello lo fue igualmente, pero su vida y obra, representan mejor nuestra capacidad de cultura y de organización. Lo fue así mismo Sucre, pero la caracterización de su figura lo destaca como el personero de la pulcritud, de la lealtad y del desprendimiento. Páez, Simón Rodríguez y José María Vargas murieron lejos del suelo patrio; pero su caso no es igual.
Ese Francisco de Miranda, que luchó por la independencia de los Estados Unidos y por la libertad de Francia, que tuvo acceso a la intimidad del trono autocrático de Rusia y del gobierno parlamentario de Inglaterra, el mismo cuya efigie se mantiene en el Palacio de Versalles y cuyo nombre acredita en el Arco de Triunfo la presencia latinoamericana en acontecimientos de validez mundial, no pudo vivir en su país natal sino para hundir la parábola de su destino en las profundidades del sufrimiento. Con la circunstancia de que, en toda su actuación en Venezuela, sus interlocutores no habían sido enanos. No lo era Roscio, quien no pudo entender a Miranda ni entenderse con él. Menos aún Bolívar, actor de la escena absurda de La Guaira.
Salió de Venezuela el 25 de enero de 1771 y regresó el 11 de diciembre de 1810. Cuarenta años dentro de los cuales apenas había podido pisar territorio venezolano durante once días, del 3 al 13 de agosto de 1806, en aquella memorable ocasión en que sembró, frente al mar, el tricolor de la bandera. Leyendo, cultivándose, viviendo entre la acción y las intrigas del gran mundo, su existencia de soñador estuvo siempre obsesionada por la libertad de su patria. En marzo de 1810, un mes antes de iniciarse en Caracas el proceso de la Emancipación, escribió en Londres: «Mi casa en esta ciudad (como en cualquier otra parte) es, y será siempre, el punto fijo para la Independencia y libertades del Continente Colombiano». Ese «punto fijo» lo centraban la fuerza y magnetismo de su personalidad. Signo del amor patrio que le acompañó en todo instante de su destino trágico, fue la disposición testamentaria en que dejó, con sus libros, el más tierno de sus recuerdos –y a la vez, el más esclarecido de los homenajes– al Alma Mater que Bello llamaría después «anciana y venerable nodriza»: «A la Universidad de Caracas se enviarán en mi nombre los libros clásicos griegos de mi biblioteca, en señal de agradecimiento y respeto por los sabios principios de literatura y de moral cristiana con que alimentaron mi juventud; con cuyos sólidos fundamentos he podido superar felizmente los graves peligros y dificultades de los presentes tiempos».
Nada comparable a su suerte. Cuando ya parecía cumplido el ideal de toda su vida: la independencia de su patria, su papel fue naufragar con ella; cumplir, como las viudas fieles del antiguo Oriente, el rito funerario de incinerarse para unir sus cenizas a las cenizas de la amada imposible. Era el epílogo de la gran tragedia. A él, patriota ejemplar, maestro de patriotas, le tocó ser mirado como extranjerizante. A él, luchador infatigable por la libertad, le señalaron como sospechoso de aspirante a tirano. A él, prudente y mesurado en la concepción del nuevo orden, se le sitió como a jacobino impenitente, A él, de constancia invencible, se le juzgó por débil. ¡Y debían ser, precisamente, manos empeñadas en lavar del rostro de la patria la mancha de la servidumbre, las que se pusieron sobre él para entregarlo al despotismo en la noche eternamente lúgubre del 30 de julio de 1812!
Después de su partida, a la edad de 20 años, y de sus breves once días entre La Vela y Coro, alcanzó a vivir en Venezuela –a padecer en Venezuela– un tiempo aproximado de dos años y medio. De ese breve período, dieciséis meses transcurrieron en los ajetreos de la política, con la participación que le cupo en la construcción de la República; tres meses más –del 23 de abril al 26 de julio de 1812– en oficio de sepulturero; y el resto –desde el 30 de julio hasta mayo o junio del año siguiente– como prisionero de guerra en las bóvedas de La Guaira y en el castillo de Puerto Cabello. Fue trasladado a Puerto Rico en mayo o junio de 1813, justamente cuando Bolívar iniciaba la Campaña Admirable. Los realistas, poniendo a buen recaudo su ilustre rehén, impidieron con ello que el Libertador tuviera la fortuna de deshacer por propia mano el infortunado desenlace de 1812.
Cuando Miranda llegó de Inglaterra, debió provocar una extraordinaria impresión. Venía precedido de una nombradía resonante, pero controvertida. La aventura de 1806 lo aureolaba como precursor, pero al mismo tiempo las circunstancias lo rodeaban de colores adversos. La misión diplomática enviada a Londres por la Junta Suprema había recibido instrucciones de verlo con cuidado: «Nosotros, consecuentes con nuestra conducta, debemos mirarlo como rebelado contra Fernando VII y bajo esta inteligencia si estuviese en Londres, o en otra parte de las escalas, o recaladas de los Comisionados de este nuevo Gobierno, y se acercase a ellos, sabrán tratarle como corresponde a estos principios, y a la inmunidad del territorio donde se hallase; y si su actual situación pudiese contribuir de algún modo que sea decente a la Comisión, no será menospreciado». Les bastó tratarlo, observarlo, palpar la importancia que le reconocían en todas partes, recibir su entusiasta acogida, beneficiarse de su prestigio, para que los embajadores midieran su procera estatura. El documento de López Méndez a la Junta para preparar su regreso, escrito de mano de Bello, es su más hermoso panegírico. «Los tiros de la envidia –dice– han atacado con particular conato sus cualidades personales; pero lo que hemos visto en Inglaterra ha sido más que suficiente para darnos a conocer el inicuo modo con que se le ha zaherido. Lo hemos visto en conexión con personas de la primera grandeza, y con casi todos los caracteres respetables que existen actualmente en Londres. Hemos observado su conducta doméstica, su sobriedad, sus procederes francos y honestos, su aplicación al estudio, y todas las virtudes que caracterizan al hombre de bien y al Ciudadano. ¡Cuántas veces a la relación de nuestros sucesos le hemos visto conmoverse hasta el punto de derramar lágrimas! ¡Cuánto ha sido su interés en informarse hasta de los más menudos pormenores! ¡Con qué oficiosidad le hemos visto dispuesto a servirnos con sus luces, con sus libros, con sus facultades, con sus conexiones».
Pero no pudo vencer la adversidad. Aquel «terrible jacobino» no era, realmente, sino un enamorado de la libertad, a la que consideraba inconciliable con la anarquía, más no logró derrotar los prejuicios. Para los tradicionalistas era la encarnación del Diablo; para los exaltados no era sino un conservador. En «El Colombiano» había mostrado preocupación para que «nuestras Américas» tomando «las medidas más prontas y necesarias en la crisis actual, puedan con instrucción y cordura evitar los riesgos inminentes que las amenazan»: esa invocación a la cordura no alcanzó a protegerlo ni a proteger el naciente Estado. De nada le valió haber recordado que la concordia engrandece los pequeños estados y la discordia destruye aún los mayores. Esta advertencia fue menospreciada; la que no resultó vana fue la invocación final de una de sus proclamas: «dulce et decorum est pro patria mori».
Su último tiempo, lleno de amargura, fue de singular grandeza. La capitulación, como lo observa Parra Pérez, debió ser para él algo desgarrador. No le habría dolido tanto la prisión si no la hubiera acompañado el descrédito. Su fracaso no le habría pesado tanto sino lo hubieran achacado a tan absurdos y deleznables móviles. Pero su admirable fortaleza humana se yergue en el desastre. «Bochinche, bochinche», más que un desahogo y un gesto de serena altivez, es una admonición, un llamado a la reflexión, que, en el fondo, Bolívar jamás olvidará.
Este Sesquicentenario constituía una ocasión propicia, no sólo para recordarlo, sino para estudiarlo, para revisar el contenido pedagógico de su caso. Mostrar sus libros clásicos (pasados por la Universidad a la Biblioteca Nacional, donde sirven de testimonio perenne) habría servido para que las nuevas generaciones meditaran, a propósito de Miranda, sobre la base imperecedera de la cultura. Se ha dejado pasar una gran ocasión.
La vida de Miranda, venezolano en dimensión heroica, es fuente rica de enseñanzas para interpretar y superar el drama de esta patria, cuya angustiada historia ha sido una interminable sucesión de posibilidades perdidas.