Los olvidados caraqueños
Artículo de Rafael Caldera para El Nacional, del 28 de julio de 1966.
Este 25 de julio tuvo un empeño especial en recordar que Caracas cumplía 399 años, para iniciar el año cuatricentenario. Se decretó un día medio-festivo, y la mayor parte de quienes lo pudieron disfrutar lo aprovecharon… saliendo de Caracas. El caraqueño no ama su ciudad. Es un personaje olvidado en todas las conmemoraciones. No me refiero sólo al que aquí nació, que es minoría, sino al que aquí mora y brega, al habitante de esta ciudad «atormentada y contradictoria pero hermosa», según la expresión de un amigo europeo que en Caracas vivió algunos años, aprendió a amarla, y cada vez que vuelve a ella la deja con nostalgia.
Ciudad realmente llena de posibilidades y frustraciones, de encantos y problemas, de bellezas y fealdades, de facilidades e incomodidades. En Caracas habita un millón y medio de personas, muchas de ellas venidas de otros lugares de Venezuela o del mundo, nacidas algunas en su seno, arraigadas poquísimas en el discurrir de varias generaciones.
Cuando hablo del caraqueño hablo también del que ha nacido andino o margariteño, o llanero, o yaracuyano, o guayanés, o italiano, o portugués, o gallego, o de tantos otros forasteros que han hecho de Caracas su sede, el centro de sus preocupaciones, el teatro de sus actividades. Todos ellos sufren las dificultades de vivir en un sitio que debería ser amable, en un lugar que atrae pero que no ha encontrado la mano que lo cuide, el corazón que sienta sus inquietudes, la visión que entienda la necesidad de hacer la vida grata a quienes ocupan, hacinados, este estrecho valle.
Nadie se ocupa de los habitantes de Caracas. En determinado momento parecía más bien estar de moda «castigar» a Caracas por el delito de haber crecido mucho. De ese «delito», de poblar a Caracas, somos cómplices todos los que desde la provincia vinimos en busca de horizontes más amplios. A veces se olvida que quienes abandonan los campos, o quienes han llegado de fuera, se han movido por la presión de la necesidad, por la falta de recursos suficientes en su lugar de origen, por la imposibilidad de seguir viviendo donde estaban; que, en cuanto al llamado éxodo rural, el remedio no está en hacer más difícil la vida en la ciudad sino en desarrollar el agro.
Caracas es una gran ciudad, con indudables gracias, pero con unas deficiencias tan grandes en los servicios colectivos, que su población vive en estado de permanente angustia. El crecimiento del índice de desajustes mentales no puede sorprender a nadie, puesto que cada persona está sujeta desde la mañana hasta la noche a inacabables tensiones. El aumento de la delincuencia no puede admirar a quienes hayan estudiado la forma de vivir, o de medio existir, de grandes contingentes marginados que, a falta de vida de familia, de educación y de trabajo, encuentran cauces para sus energías y recurso para sus ambiciones en la violencia que otros les enseñaron y que ahora dispusieron continuar por cuenta propia.
Nadie se preocupa por hacerle al caraqueño amable la existencia. El drama del transporte es el primer tropiezo. Los medios de locomoción colectiva no sólo son insuficientes, sino inhóspitos. Se sabe que el mal tiene su causa principal en una administración deficiente; por decir lo menos: sin embargo, y a pesar de que particulares y cooperativas explotan con éxito económico al precio actual algunas rutas, la condición para ofrecerle al público mejorar el servicio es amenazarlo con duplicarle la tarifa. Así mismo, una simple promesa de que se mejorará el suministro de agua fue suficiente para elevar considerablemente el costo de los existentes, antes de que soñara en ver los resultados. La suciedad deambula en tal medida que los expertos sanitaristas se sorprenden de que no se declaren mayor número de epidemias. Si se rompe una calle, la gente debe buscar cómo y por dónde andar. Si en una acera están demoliendo una casa o construyendo un edificio, nadie se preocupa por asegurarle el paso. Y en vez de ayudarlo u orientarlo, se acude a recursos punitivos: si hay demasiados automóviles, la solución anunciada es la de aumentar las patentes, sin que esté cerca, ni siquiera en sueños, el mejoramiento de las líneas de autobuses y, menos aún, la construcción del tranvía subterráneo, sobre el cual se pone la clave milagrosa de la congestión del tránsito.
En Caracas, la gente no tiene dónde ir a pasear. Los niños juegan en las calles, porque no hay campos deportivos a su alcance. Los adultos no saben dónde ir, como no sea a encerrarse en un salón de cine o en un bar. La ciudad no tiene pulmones. Lo único hecho en este orden han sido los balnearios populares del Litoral y el Parque del Este, que resulta pequeño y sólo puede ser cómodamente accesible a los habitantes de una parte del área metropolitana. Hace años un Gobernador deseoso de hacer algo, encargó un estudio urbanístico sobre la dotación de parques a Caracas. Una comisión calificada, después de escuchar a un distinguido arquitecto que hizo un estudio especial comparativo con las principales ciudades del mundo, presentó un informe que yo considero apasionante. Nadie ha querido prestarle seria atención a ese proyecto, que daría a los caraqueños la oportunidad de disfrutar de un sistema racional y amplio de parques grandes, medianos y pequeños, donde pasar desde un rato de lectura o conversación hasta un día completo de picnic o practicar deportes de toda índole.
Cualquiera que piense un rato sobre todas estas cosas podrá explicarse esa especie de antigobiernismo persistente de los habitantes del área metropolitana. Esa irritación constante en que se consume la mayoría de los vecinos de Caracas. Los arreglos marchan con una lentitud desesperante. Las grandes vías urbanas, que no son un lujo, sino una necesidad inaplazable, van haciéndose de cuando en cuando. El sistema vial de la Araña, quizás esté listo para el cuatricentenario. ¿Y la Cota Mil? Esperamos que no sea para el trisesquicentenario, a la altura del 2017.
Basta pensar que en los barrios populares no hay teléfono público. Hay que rogar en la bodega o pasar por la caseta de la Policía para comunicarse con el prójimo. Las áreas verdes del 23 de enero son peladeros donde el viento levanta torbellinos de polvo. Las escaleras y servicios comunes de las unidades residenciales obreras tienen un pésimo mantenimiento. Y en cuanto a la seguridad personal, ya sabemos que su carencia ha llegado a constituirse en la falla más hondamente sentida por los caraqueños de todos los sectores sociales.
Justo sería, aprovechando la ocurrencia de ciertas fechas, pensar en el deber de hacer a los habitantes de Caracas más llevadera y agradable la vida. Debería aprovecharse cada 25 de julio para preguntarse qué se ha hecho por los olvidados caraqueños; pues habrá que reconocer, en las fiestas del cuatricentenario, por debajo del relumbrón de las solemnidades, la dolorosa queja de una población que tiene derecho a vivir mejor.