Por partida doble

Artículo de Rafael Caldera para El Nacional, del 7 de julio de 1966.

 

Cuando los copeyanos hemos hablado de cambio de estructuras, hemos insistido en la necesidad de reconciliar el Congreso –entre otras estructuras políticas– con el país nacional. El Poder Legislativo se exhibe frecuentemente como una muestra de anacronismo estructural. Pero las tachas irrogadas al Congreso tienen frecuentemente su origen en deficiencias de la Administración. El Congreso legisla, pero no goza de las facultades que tiene el Ejecutivo para elaborar proyectos; el Congreso controla, pero carece de los abundantes medios del Gobierno para moverse por los complejos vericuetos de la riqueza fiscal. Con frecuencia, lo que se achaca al parlamento es culpa del otro poder.

Si no se sincronizan las actividades de ambos poderes, ejecutivo y legislativo, es imposible que éste rinda una labor. La Constitución ensanchó en siete semanas (comenzando el 2 de marzo en vez del 19 de abril) la duración de las sesiones ordinarias, para propiciar que ese tiempo se aprovechara bien, mediante un programa legislativo serio. Y cuando se resolvió que el Presupuesto cubriera el año natural, y no el antiguo año fiscal (1º de julio al 30 de junio), se introdujo al texto constitucional un segundo período ordinario legislativo –del 1º de octubre al 30 de noviembre– para dedicarlo especialmente a la discusión de ese acto fundamental político-administrativo.

En estos años no ha habido programa legislativo alguno. Ni menos aún, se ha asociado a los legisladores en su elaboración. Ni el Ejecutivo, ni la mayoría que lo representa en las Cámaras, han tenido interés en que el período de sesiones ordinarias atraiga la atención nacional por la trascendencia  de los asuntos sometidos a su conocimiento. Parecería que hubiera habido empeño en que el Congreso perdiera prestigio, sin reparar en que, en la medida en que esto ocurra, se desprestigia también la democracia.

Han quedado a un lado importantes iniciativas parlamentarias distintas de la mayoría oficial. Hasta se ha hecho la rara jugada de sustituir por un Decreto Ejecutivo que lleva su propio piquete un proyecto de ley que pretendía establecer la gratuidad de los textos escolares en forma capaz de garantizar a un tiempo la libertad de enseñanza y los derechos de los padres y educadores. Y cuando ya van a clausurarse las sesiones transcurridas sin pena ni gloria, se introducen los textos de la llamada Reforma Tributaria y de la Ley de Educación.

Grandes sectores nacionales recibieron la noticia con la sensación de un zarpazo. Por partida doble. Nadie entiende por qué uno y otro tema no se plantearon oportunamente para su debido estudio y discusión, y por qué, si esto no se logró, no se precede ahora el proceso legislativo por un amplio debate nacional, dejándose aquél para la oportunidad normal prevista por la Constitución.

En cuanto a la legislación impositiva está prevaleciendo la impresión de que no la mueve tanto un serio deseo de reforma como la necesidad de enjugar un previsto déficit fiscal; y respecto al proyecto de Ley de Educación, se estima que su introducción ha sido impulsada por razones políticas, poniendo a un lado el propósito serio de buscar un acuerdo, el cual no perjudicaría a nadie, antes favorecería los intereses generales de la democracia, y los más generales aún de la estabilidad institucional.

Nosotros no somos enemigos de la idea de una reforma tributaria. Al contrario, la tenemos en nuestro Programa desde 1948. La entendemos a base de un estudio profundo del régimen impositivo, orientada a hacerlo más justo, más dinámico, más elástico. La justicia social debe orientarla hacia el aligeramiento de las cargas que recaen sobre los sectores menos pudientes; la dinámica social, el estímulo de los programas de desarrollo; la elasticidad, a una mejor adaptación a las necesidades de cada coyuntura. El equilibrio dinámico entre el crecimiento demográfico, el desarrollo económico y la potencialidad fiscal sería muy positivo. El Estado debe asegurar que el PTB crezca por encima del índice de aumento de la población, y que ese crecimiento conlleve en forma equitativa el de los recursos destinados a satisfacer las necesidades del pueblo e impulsar los planes de transformación económica.

Es posible que algunas de las medidas propuestas estén dentro de esa línea y otras no. Pero el conjunto aparece como un tanto fragmentario e inarmónico. El aumento de cien millones de bolívares sobre el consumo de cigarrillos, aunque pueda justificarse por cuanto no se trata de un artículo conveniente a la salud, repercutirá sobre el costo de vida, pues hace recaer ese peso sobre todos los fumadores, ya tengan mucha o poca posibilidad. La magnitud de las anunciadas alzas del Impuesto sobre la Renta y del Impuesto sobre Sucesiones obliga a discutirla, y a analizarla a la luz de hipótesis concretas, para estudiar sus posibles efectos; y no se puede descartar totalmente el posible traslado del impuesto sobre el consumidor en numerosos casos, con el subsiguiente encarecimiento de las subsistencias y el efecto negativo que podrían tener sobre la propensión a invertir.

Pero la más grave objeción es, a un tiempo, la carencia de planes satisfactorios de inversión y el despilfarro e ineficacia administrativa. Toda elevación de contribuciones es impopular y sólo se la acepta de buen grado cuando es seguro que será invertida en obra útil y manejada con escrupulosidad y eficiencia. El prestigio del gobierno es la mejor credencial para reclamar más dinero. De allí que el mal estado de la administración pública sea el argumento más fuerte que se ha opuesto contra el aumento de la tributación. La Reforma Tributaria supone una Reforma Administrativa, al menos simultánea, pero ésta no se ve, siquiera en lontananza.

El asunto está lleno de bemoles. Y nos preocupa que al usarse el nombre de «Reforma Tributaria» para los proyectos presentados, puedan desacreditarse y dañarse las posibilidades efectivas de una verdadera y completa.

La Ley de Educación reviste también mucha seriedad. Sobre todo por los antecedentes. El Ministro Siso Martínez había preparado un proyecto de Reforma Parcial que todos aceptaban. Entendió que lo más sano y conveniente era atender las necesidades urgentes y no provocar controversias ni abrir grietas ideológicas entre los diversos participantes en el proceso educacional, que debe considerarse como una empresa nacional. Derrotaron al Ministro Siso en el seno de su propio partido. Prevaleció la idea de introducir un determinado proyecto de Ley. Y se ha mantenido una inflexibilidad poco razonable en cuestiones de principio, amén de poco aprecio por considerables objeciones técnicas. La disposición para el diálogo se ha reducido aún con la forma de introducir la Ley.

Una de las primeras cuestiones que hubimos de tratar con Rómulo Betancourt y Jóvito Villalba, cuando estábamos todavía en New York iniciando el entendimiento tripartito, en los mismos días de la caída de la dictadura, fue la actitud frente a la educación. Los tres manifestamos entonces el criterio unánime de que las pugnas ideológicas en esta materia no favorecerían al país, ni al nuevo experimento democrático. Entendíamos hablar, no sólo a título personal, sino como voceros de nuestros partidos. Admitíamos que el déficit educacional en Venezuela era tan grande, que resultaría absurdo poner trabas a quienes de buena fe concurren a remediarlo desde diversas y muy respetables posiciones. Nuestro país no puede darse el lujo de fomentar rivalidades entre quienes deben armonizar sus esfuerzos para enfrentar esta necesidad fundamental.

Ese espíritu había venido privando, bien que mal, en el difícil camino de nuestra recuperación institucional. Ese mismo espíritu inspiraba, sin duda, la idea del Ministro Siso, de reforma parcial. Por nuestra parte, él ha movido la discreta posición que los socialcristianos hemos venido sosteniendo, evitando hasta lo último conducir el problema al terreno de la virulencia política.

Alterar ese espíritu es un error de largo alcance. Además de que –según está probado– provocar una áspera pugna por las cuestiones educacionales ha sido siempre de mal agüero.