Universidad y política
Artículo de Rafael Caldera para El Nacional, del 16 de junio de 1966.
Las recientes elecciones estudiantiles han vuelto a poner sobre el tapete el tema de la política en la Universidad. Nadie niega que el ambiente de nuestra máxima casa de estudios se halla excesivamente politizado. Sería deseable corregir este exceso. El fenómeno, sin embargo, no es simple. No basta señalarlo. Hay que distinguir lo que responde a causas permanentes de lo que es producto de momentáneas circunstancias. Es fácil incurrir en una declamación superficial, creer ingenuamente que basta predicar la extirpación de la política en la Universidad para que desaparezca. Pero se trata de un hecho de origen remoto, con raíces profundas, cuya supervivencia ha resistido a fuertes dictaduras, a prolongadas intervenciones ejecutivas y a variados intentos de canalizar la inquietud estudiantil por otros cauces.
Por de pronto, ciego sería ignorar que el estudiantado universitario no responde con igual facilidad a otras motivaciones como a la de signo ideológico-político. La siente con pasión, al encauzar su energía de adolescente a la lucha por un mundo mejor. Ello no es, en sí, censurable. Al contrario: el muchacho que se entrega afanosamente al combate por un ideal, difícilmente busca otros excitantes, emociones malsanas que podrían conducirlo hasta las fronteras de la delincuencia. El problema reside más bien en interpretar y encauzar esa energía. Orientar en sentido constructivo la fascinación de las ideas que recojan con sentido dinámico sus sueños de justicia y de progreso. Como dijo el poeta, la obra de un gran hombre no es con frecuencia sino un sueño de juventud hecho realidad en la madurez.
No niego la importancia de otras motivaciones. La vivencias religiosas ejercen fuerte influjo en muchos jóvenes, sobre todo, cuando se afirman como defensa de sus convicciones frente a ataques o burlas. El mismo tema de la Universidad le interesa también, aunque no llegue a apasionarlo en igual grado. Sectores valiosos se sienten atraídos por el estudio profundo y la investigación científica; no falta la motivación deportiva, pero sigue prevaleciendo en la mayoría la inquietud política, no tanto por iniciativa de los partidos como por el impulso espontáneo de los estudiantes.
Todos los años hay quienes realizan intentos para llevar al debate universitario grupos independientes, seguramente bien inspirados, asistidos con medios de publicidad notorios, que pretenden agrupar al estudiantado en torno a movimientos políticamente neutros. Han sido vanas esas tentativas. Lo único que obtienen es restar unos votos a quienes podrían quitar definitivamente a los marxistas el control de las organizaciones estudiantiles. Sólo las posiciones ideológicamente coherentes, que ofrecen solución integral a los grandes interrogantes sobre el hombre y el cosmos, demuestran suficiente capacidad de atracción; por eso se inclinan, o bien hacia el marxismo, o bien hacia la democracia cristiana. Si la base de su formación ha sido materialista, como ocurre frecuentemente en nuestra educación media, es fácil que se inclinen por las posiciones radicales de un materialismo convertido en secta; si los agita una inquietud espiritualista, toman con decisión las posiciones más avanzadas del socialcristianismo.
Que los estudiantes se preocupen por los problemas relativos a la organización del Estado y del Mundo, no sólo es inevitable, sino indispensable. De otro modo, las universidades podrían engendrar promociones de profesionales carentes del sentido de responsabilidad histórica. No hay país donde aquella preocupación no se manifieste. Se suele citar en contra los Estados Unidos, pero en el medio universitario norteamericano funcionan clubs políticamente denominados; se discuten sin eufemismos los problemas más delicados, como la guerra del Vietnam o la lucha por los derechos civiles de las minorías raciales. Se menciona también el ejemplo de la Unión Soviética, pero si en ella los universitarios están sometidos a disciplina rígida y no hay controversias ideológicas, se tiene buen cuidado en darles su diaria ración de doctrina política y social como ingrediente básico. Más todavía, en una y otra potencia –de signos tan opuestos– hay elocuentes indicios de que está creciendo la penetración política en el ambiente universitario.
Mirando hacia atrás, encontramos que la cosa no es nueva. La historia y la literatura universales guardan documentos fehacientes de la injerencia estudiantil en las luchas ideológicas y políticas: lo mismo en los días tormentosos de la Reforma como en las jornadas preparatorias de la unidad italiana o de la unidad alemana. Más recientemente, podría recordarse que Alcide De Gasperi era estudiante cuando ya intervenía en la afirmación del nacionalismo italiano del Trentino frente a Austria y afrontaba por ello prisiones y persecuciones.
En una de sus últimas cartas dejó Bolívar un testimonio en el cual no se ha reparado debidamente. Decía a Fernández Madrid, refiriéndose a la situación de Colombia después de la elección de Don Joaquín Mosquera: «Mosquera no vendrá al mando porque temerá ser la víctima de los colegiales de Bogotá, que oprimen aquella ciudad, porque entre nosotros los niños tienen la fuerza de la virilidad, y los hombres maduros tienen la flaqueza de los chochos». ¡Ya, para entonces, la presencia de los estudiantes en la política era tan real y grave en estas tierras de América!
La dificulta en el caso actual se complica por la influencia del marxismo-leninismo. Ella arranca desde los propios liceos; su existencia no se destruye tapándose los ojos. La propaganda del apoliticismo podrá prender en la periferia de otros grupos, pero no desviará a los marxistas de su propósito de dominar la Universidad y ponerla a su servicio. Por esto, todos los enfoques que presumen de imparciales, al colocar en los platillos de una misma balanza al marxismo y al socialcristianismo, al imputar a ambos igual culpa, ni son justos ni verdaderos. Los muchachos marxistas merecen nuestra consideración como estudiantes, nuestro respeto como personas y a veces, hasta nuestra admiración como abnegados devotos de su doctrina; pero no podemos aceptar los fines preconcebidos y la táctica de quienes los dirigen desde fuera, que no se conmueven ante nada. Al contrario, los muchachos socialcristianos, no luchan por poner la Universidad al servicio de una idea totalitaria, sino por liberarla de una dominación sectaria. No buscan constituirla en barricada para actividades insurreccionales, sino para ganar el ánimo de sus mayorías estudiantiles para integrarla a una generosa ambición: hacer de la Universidad una institución genuinamente democrática, que viva la libertad y el diálogo, que sienta la angustia de un dinamismo renovador y constructivo, que prepare a los futuros dirigentes para el cambio que la humanidad y la patria requieren.
La circunstancia de estar inhabilitados los partidos de la extrema izquierda marxista hace que éstos se aferren más en conservar la Universidad como baluarte de sus actividades. Lo que han gastado en propaganda en las elecciones universitarias es más de lo que COPEI pudo recaudar y gastar en las elecciones nacionales de 1952. Han llevado a la Universidad todos sus efectivos y movilizado todos sus recursos. Frente a ellos, el esfuerzo genuinamente universitario, el esfuerzo decidido y generoso de los estudiantes demócratas cristianos, es la acción moralmente más justa y objetivamente más seria que se realiza por el rescate de la Universidad. Negarle el tributo que se merece no es sino una expresión de la estrechez de miras de algunos grupos. El avance sólido de esos muchachos debe reconfortar a quienes en verdad quieran para Venezuela un porvenir de libertad y justicia.