Rota, otra vez
Artículo de Rafael Caldera para El Nacional, del 30 de junio de 1966.
Otra vez se rompe la normalidad constitucional en Argentina. La noticia cayó de improviso, cuando parecía superada la crisis. Habíamos alimentado la esperanza de que la sensatez se impondría, de que por cauces jurídicos se enrumbaría la discrepancia de que se venía hablando día tras otro. Inútil. Las tropas marcharon en una madrugada por la Avenida de Mayo, y la Casa Rosada vio de nuevo imponerse la razón de la fuerza sobre la normatividad del Derecho.
No se trata de un país cualquiera. Aquella República tiene en la familia latinoamericana una preeminencia reconocida. No sólo por el volumen de su población o la importancia metropolitana de Buenos Aires; el desarrollo de su cultura, el prestigio de sus pensadores, el ritmo de su crecimiento en los últimos decenios del siglo XIX y primeros del XX; el ejemplo de un orden estable construido por hombres eminentes a partir de la batalla de Monte Caseros, marcaron honda huella en la admiración de sus hermanas.
Lo que allá ocurra es motivo de preocupación o de aliento en todo el continente. Nada, en verdad, que suceda en alguna de nuestras naciones deja de repercutir en toda la comunidad regional; pero cuando se trata de la Argentina, el efecto es mayor. El peronismo, aunque fenómeno singular en diversos aspectos, tuvo bastantes imitadores en el Pacífico y en el Caribe. Su caída fue el anuncio de la liquidación de otros regímenes de fuerza que se habían escalonado en nuestra América.
Esta tragedia ocurre, ahora, cuando otra de las repúblicas latinoamericanas, la mayor de todas, está sujeta también a un gobierno de fuerza. Nadie puede negar que lo del Brasil ha tenido influencia –directa o indirecta– en los acontecimientos del Plata. Con la diferencia de que el régimen de Goulart era una democracia demagógica, acusada de comunista o pro comunista: mientras que el de Ilía era un gobierno conservador e incoloro, al que se achacó falta de decisión para encarar la problemática nacional. Y no parece que haya jugado el mismo papel en ambos casos la política del poder hemisférico: porque si los Estados Unidos evidentemente se alinearon en el Brasil contra el gobierno depuesto, todas las circunstancias indican que estaban alineados en la Argentina del lado del Presidente derrocado.
Pero en uno y otro caso aparecen aspectos comunes. Por una parte, en ambos países se había perdido la visión exacta de los requerimientos mínimos de la democracia. Esta exige, en los participantes, la convicción de que hay intereses comunes por defender, reglas de juego comunes por aplicar, principios superiores cuyo acatamiento por todos es indispensable para mantener el sistema. Por haberlo entendido así los socialcristianos en Venezuela, hemos mantenido contra viento y marea la actitud asumida desde nuestra separación del Gobierno. La Doble A de COPEI no ha sido una táctica movida por el interés de partido, tanto como por la conveniencia nacional. En Brasil y Argentina la lucha democrática tomó un carácter predominante de negativismo. Los resultados están a la vista.
La contravención se convierte en conflicto, la contienda cívica deriva a situaciones de canibalismo, cuando los que mandan y los que aspiran a sustituirlos olvidan el respeto que se deben, y el que unos y otros deben a la constitucionalidad, escogida o aceptada como norma reguladora. Cuando la lucha democrática se polariza en negaciones irreductibles, como el dilema Goulart-Lacerda, o cuando hasta un ex presidente como Arturo Frondizi justifica y alienta el derrocamiento de otro magistrado de elección popular, se abren las puertas a la usurpación, en portugués o en castellano.
Detrás de esas puertas esperaban cuerpos armados cuyos jefes venían jugando al juego apasionante de la política. Brillante oficialidad han tenido sin duda, las fuerzas armadas de uno y otro país; sus escuelas superiores han mostrado loable preocupación por los problemas de sus comunidades nacionales: pero hace tiempo venían realizando incursiones por el campo vedado de controversias cuya naturaleza está reservada a los partidos. A cada paso circulaban informaciones sobre posiciones políticas tomadas por profesionales de las armas, sobre arrestos domiciliarios impuestos a distinguidas figuras militares por haber emitido opiniones en asuntos que la dignidad de su rango les vedaba. Conflictos banderizos entre grupos de ejército precedieron al laborioso proceso de recuperación institucional que tuvo por resultado la elección del doctor Illía. También había habido en el Brasil movimientos de fuerza y pronunciamientos de jefes, antes de la toma de posesión del Vicepresidente, cuando la renuncia de Quadros.
Empujando estos graves factores aparece un trasfondo de mayor importancia aún, En la América Latina hay tremendas cuestiones que no han sido resueltas. Los pueblos no están, ni pueden estar contentos cuando no ven decisión eficaz para enfrentar sus necesidades, de las cuales han tomado conciencia y frente a las cuales saben que tienen derechos cuya atención en mero plano retórico no les puede satisfacer. Los grandes intereses se muestran mezquinos con los planes de necesaria transformación estructural; a veces alientan el golpe de Estado sin darse cuenta de que amuelan cuchillo para su garganta. La democracia formal, por la cual se ha luchado y sufrido, no es vista por creciente número de ciudadanos como instrumento apto para la solución de sus problemas. La ejecución de los planes de desarrollo adolece de desesperante lentitud. Los programas de ayuda extranjera, al ser traducidos en hechos, se revelan mucho más tímidos de lo que aparecen en deslumbrantes declaraciones. Y con frecuencia, cada operación de crédito o de ayuda va sometida a condiciones fundadas en rígidas exigencias económicas, las cuales, aunque teóricamente estén justificadas, aumentan en la práctica la impopularidad de los gobiernos.
La angustia de ver arropado a un país como la Argentina por esta nueva ola dictatorial, obliga a la meditación. El propio Brasil es ya ejemplo de que la solución de fuerza no es solución ninguna: no hace sino aplazar y agravar los problemas. El Uruguay ha venido siendo amenazado por una contingencia paralela. Bolivia parece seguir el rumbo de viejas ambiciones caudillescas. Con una mera apariencia de ablandamiento, se mantienen los regímenes personalistas y dinásticos de Paraguay y Nicaragua y para bochorno de América parece inconmovible el despotismo en Haití. El panorama es inquietante. Se busca estrangular de impaciencia frente a la democracia a los sectores juveniles, sin recordar que por haberse impacientado de más, generaciones anteriores, el proceso de desarrollo se retardó cien años. La ambición estudia nuevo lenguaje, mientras el sectarismo se obceca en viejos moldes.
La tentación de acudir a la aventura golpista es una amenaza latente en la vida de cualquier país latinoamericano. Para conjurarla eficazmente hay que ir a la hondura de sus causas. Se requiere sinceridad en el gobierno y en los partidos ante los principios democráticos, diáfana claridad en la orientación de la conciencia militar, al servicio del país y de las instituciones; pero, sobre todo, esfuerzo vigoroso en los gobiernos por atender las necesidades populares, y comprensión de los requerimientos de la justicia por parte de los sectores poderosos. Porque dormirse sobre las conveniencias, no levantar la vista por encima de ventajas inmediatas, olvidar la urgencia de la hora, puede echar al pueblo en brazos del escepticismo o del aventurerismo, y conducir a un trágico despertar.