Petróleo: asunto nacional y mundial
Artículo de Rafael Caldera para El Nacional, del 9 de junio de 1966.
Hablar sobre petróleo es casi una necesidad para todo venezolano. Pero al mismo tiempo es una responsabilidad y un riesgo. Un riesgo, no tanto para el opinante cuanto para el país, por la desproporcionada influencia de aquel producto de la naturaleza sobre la vida nacional.
No es cuestión repetir las consabidas cifras sobre lo que aporta la industria petrolera al producto territorial bruto, al ingreso fiscal y al mercado de divisas. Tampoco es necesario recordar las cifras decrecientes –con porcentajes mínimos- de las plazas que ofrece el mercado de trabajo, hasta el punto de no cubrir siquiera la mitad del aumento que experimenta cada año la oferta de brazos. Todo venezolano medianamente culto tiene al menos una idea global de lo que el petróleo ha sido en el último medio siglo de nuestro devenir histórico y de lo que él representa en función de nuestro porvenir.
Se trata, ahora del debate planteado sobre las consecuencias de la política oficial, sobre las exigencias de una definición de línea, sobre las repercusiones de las iniciativas y medidas sobre el auge de la explotación, sobre la marcha de las exploraciones, sobre el nivel de los precios. Debate en el cual aferrarse a una obstinada defensa de las actitudes oficiales puede interpretarse como un cerrar los ojos a factores cambiantes de una realidad dinámica, mientras empeñarse en una censura cerrada puede dar argumentos para defender intereses que no siempre son coincidentes con los intereses nacionales.
No creo que haya un venezolano que no aspire, en su fuero íntimo, a obtener del negocio petrolero el mayor beneficio para la colectividad, a lograr una mayor injerencia en el manejo de nuestra fundamental riqueza, a asegurarnos contra manipulaciones del mercado adversas a nuestros legítimos intereses, a lograr la reinversión de la ganancia petrolera en el país, dentro de programas efectivos de desarrollo. Al mismo tiempo, muchos venezolanos temen que una posición firme y audaz desaliente el negocio petrolero, arme contra nosotros el tinglado de las combinaciones internacionales, nos cierre los mercados y ciegue las fuentes más seguras de nuestra prosperidad económica. La discusión, bien llevada, puede contribuir a iluminar la vía; mal conducida, puede volverse en contra nuestra. Los argumentos de la controversia pueden ser utilizados contra el interés de Venezuela, cuya posición se debilita en la medida en que se señale su actitud como la de un bando político y no como la resultante de una compacta voluntad nacional.
La impaciencia colectiva por la definición de la nueva política es explicable, si bien la precipitación podría minar la base en que tiene que colocarse el Estado. Pero hay un hecho indiscutible: la política petrolera interesa no sólo a este gobierno ni al partido sobre el cual se sustenta: interesa a todos los venezolanos. Cuando las actuales concesiones se extingan, ya Acción Democrática habrá dejado hace mucho tiempo de ser partido de gobierno. Por tanto, no es AD, y menos aún AD sola, quien debe definir el rumbo. El petróleo no es asunto de competencia exclusiva de un partido: el petróleo es asunto eminentemente nacional. No se concibe, en consecuencia, la demora en instalar el Consejo Nacional de Energía, previsto y reclamado desde hace varios años, y en el cual deben tener representación efectiva las principales fuerzas que actúan y actuarán en la realidad política y económica. Tampoco se concibe la demora en la instrumentación adecuada de este Consejo para el cumplimiento de su cometido, dentro del cual están la definición de metas y objetivos y la fijación de línea ante los «contratos de servicio». No pedimos medidas demagógicas: sabemos que ese organismo debe ser integrado con sumo cuidado y mucha seriedad. Pero lo estimamos indispensable para que la palabra de Venezuela sea, en verdad, la palabra de Venezuela y no la de un grupo; menos, aún, la de una porción declinante de nuestra política.
Por otra parte, creemos que el problema del petróleo no podrá resolverse únicamente dentro de un plano nacional. Los mercados del petróleo son mundiales, y el interés conservacionista, armonizado con una adecuada utilización, debe fijarse en términos de universalidad. Despilfarrar petróleo en competencias destructivas, pelear los mercados a fuerza de bajar los precios, soportar la invasión de áreas consumidoras a base de dumping, es un crimen contra la humanidad. La idea que llevó a crear la OPEP que justa: acercar los exportadores de diversos continentes para evitar entre ellos una recíproca destrucción a través de una competencia irrazonable. Pero no ha sido suficiente, y las críticas que se le hacen reflejan lo limitado de su ámbito, causa de que no sea suficientemente eficaz. Está visto que el compromiso entre los gobiernos árabes y venezolano no es suficiente para garantizar sus fines. Hay que sentar a la mesa del diálogo y lograr se comprometan en sus decisiones las grandes corporaciones privadas, cuyas ramificaciones internacionales hacen de ellas las efectivas ejecutoras de las medidas que se consideren necesarias. Y, sobre todo, hay que promover el planteamiento en escala mundial. El Medio Oriente, Venezuela, Canadá, México y los otros productores latinoamericanos o europeos, tienen que sentarse alrededor de una mesa con los Estados Unidos y la Unión Soviética, a examinar lo que el deber de esta generación exige para garantizar a las generaciones futuras el uso justo del petróleo, en función de las exigencias del progreso y de las necesidades presentes y futuras del mundo.
El petróleo no es un bien renovable, aun cuando tampoco parezca insustituible. El mundo lo necesita y seguirá necesitándolo en proporción creciente. Usarlo es justo; malgastarlo es criminal. El volumen de la demanda y sus requerimientos en aumento deben ser la norma principal para su explotación, y no la guerra de precios. Venezuela tiene una posición preeminente en la industria, y su interés es mantenerla y desarrollarla dentro del ritmo de una demanda expansiva. No abriga predisposiciones contra nadie. Su voz puede tener la autoridad de quien sólo demanda lo justo. Por esto reviste una importancia trascendental la proposición copeyana –formulada en reciente debate por el senador Jesús Manzo Núñez- de que Venezuela promueva una Conferencia Mundial sobre Petróleo. Aun cuando un sectarismo miope no permitió su aprobación al ser formulada, esta iniciativa debe ser meditada por quienes tienen el deber de analizar la cuestión petrolera en todas sus vastas proyecciones.
El asunto del petróleo no es cuestión de partido ni asunto puramente local. En cuanto a la fijación de una política propia, es asunto definitivamente nacional; en cuanto a la solución de tensiones y conflictos, tiene carácter decididamente mundial. Reducir el círculo de su perspectiva a la visión estrecha de una secta o a los intereses de un grupo, podrá ser motivo de terribles fracasos.