El precio del agua
Artículo de Rafael Caldera para El Nacional, del 26 de mayo de 1966.
El alza desproporcionada en las facturas de consumo doméstico de agua ha producido en la población del área metropolitana una aguda inconformidad. Ojalá que las tarifas industriales no repercutan en acelerar la temida espiral inflacionaria; pero la alarma ha comenzado en los hogares, adonde ha llegado de repente el cobro por cantidades que son 4, 5 o más veces superiores a las que se venían pagando.
Esto era fácil preverlo. Lo hicimos presente cuando se discutió el asunto. Sin negar el informe técnico según el cual el agua venía costando más de lo que el consumidor pagaba por ella, presentamos numerosas observaciones, algunas basadas en el propio informe de los técnicos, cuya autoridad en modo alguno hemos desconocido.
Dijimos, por ejemplo, que un súbito aumento en las tarifas, en proporción tan alta como la proyectada, podía traer al costo de la vida repercusiones sobre las cuales debía hacerse un análisis económico. Observamos que el informe técnico formulaba la interrogación de si la administración del INOS era adecuada y eficiente, y reclamamos que se practicaran los reajustes necesarios para que sus defectos no recayeran sobre el consumidor. Objetamos la oportunidad y drasticidad del aumento, señalando la gravedad que tendría la brusca aplicación de una tarifa multiplicadora, sin que se hubiera garantizado previamente la eficiencia y continuidad del servicio.
En el debate surgido ahora, cuando la intimación del pago de elevadas facturas da al problema resonancia inmediata, se plantea la duda de si, a causa de la intermitencia del servicio, no estará ocurriendo la posibilidad de que el aire empujado a través de los tubos ponga a marchar el contador como si el líquido estuviera fluyendo; y se ha preguntado si al cobrar aumento por un servicio no mejorado aún, no se estará procediendo como si para construir una autopista se recaudara peaje a los vehículos que transitan por una carretera vieja.
Los socialcristianos planteamos en el curso del debate, y de nuevo creemos que es digno de considerarse, la cuestión de si el suministro de agua debe funcionar a base de un criterio exclusivamente comercial. ¿Hasta dónde –nos preguntamos– su naturaleza de servicio público esencial no reclama un trato específico? El pueblo recibe educación gratuita, va gratuitamente a los hospitales, transita gratuitamente por las calles y carreteras. No pretendemos que el agua se dé gratuitamente (salvo en los casos en que algunos no puedan, literalmente, pagarla) porque admitimos que ello podría resultar muy oneroso y estimularía el despilfarro; pero no estamos seguros de que vender agua sea lo mismo que vender cualquier mercancía. En todo caso, si era indispensable enjugar un déficit de funcionamiento, opinamos que debía irse con prudencia, reajustando progresivamente las tarifas, corrigiendo los vicios administrativos y combinando las diversas cargas fiscales. Y si había una exigencia del instituto internacional de crédito dispuesto a financiar obras del Acueducto, se le debía hacer ver con inteligencia y firmeza las consecuencias de una aplicación drástica que ese criterio podría producir.
Aparte de lo dicho, ha chocado la actitud dura y hasta regañona de personeros oficiales, su posición hostil hacia el consumo de agua. Da casi la impresión de que recomendaran no bañarse todos los días –hábito tan loable de nuestro pueblo– a quienes no disfruten de holgura económica. Y de que condenaran como un lujo nocivo regar las matas o sembrar jardines. Mientras las autoridades forestales se quejan de la destrucción de la vegetación en el país, y mientras los urbanistas reprochan a nuestra ciudad la falta de áreas verdes, el Gobierno archiva cachazudamente un hermoso plan de parques elaborado por una autorizada Comisión que quiso dar pulmones oxigenadores a esta atormentada metrópoli, y adopta a la vez una posición punitiva contra el desarrollo de la vegetación en el valle de Caracas. Porque decir «quien quiera tener jardines ¡que los pague!», no puede ser lo mismo que decir «el que quiera tomar aguardiente ¡que se gaste sus reales!».
Estuvimos y estamos de acuerdo en que el agua para consumo humano debe tener trato preferencial. Sostenemos que las familias de modestos recursos deben pagar el mínimo posible. Pero nos hemos quedado esperando la demostración de que un elevado porcentaje de consumidores –los de menores ingresos– iba a pagar menos con la nueva tarifa. Y nos preocupa que una campaña contra el riego de plantas contribuya a dar al clima y a la fisonomía de la ciudad un aspecto desolador.
Sembrar una mata y conservarla es contribuir a mejorar la temperatura ambiental, hacer la ciudad más amable, combatir el proceso de desecamiento que amenaza al ambiente. Está bien que las casas grandes paguen mayores impuestos prediales y que para construirlas se satisfagan crecidas cantidades al INOS por el derecho de recibir servicio de agua y por empotramiento de cloacas. Pero no se declare la guerra a los jardines. Que no se haga odioso fomentar áreas verdes. Que se estimule a la gente a poner concreto en los espacios libres o a cubrirlos con piedritas blancas. ¡Si precisamente, después de una visita al 23 de enero, queríamos protestar por el abandono de las áreas donde debería haber zonas verdes, pues sus habitantes tienen derecho a disfrutar de un mejor confort ambiental!
Los jardines, pequeños y grandes, no sólo sirven al ornato urbano, sino que ayudan a purificar el aire que todos respiramos. Poner a un inquilino en el trance de dejar que se sequen las plantas por el elevado costo del agua no ayuda al bienestar general. Quitarle a un hombre de clase media el placer inocente de regar sus matas no contribuye a la higiene mental colectiva. Antes de asumir determinadas posiciones, conviene prevenir el daño que pueden causar. Es un error adoptar una posición punitiva frente al consumo de agua. No debería olvidarse que, si es un crimen botar el agua, no lo es usarla para fines de higiene y para restituir algo de lozanía a la maltratada naturaleza.