Otro Somoza

Artículo de Rafael Caldera para El Nacional, del 10 de febrero de 1967.

 

La elección del general Anastasio Somoza Debayle como Presidente de Nicaragua, consumada el pasado domingo, debería sumir en honda meditación a todos los dirigentes políticos de América Latina. 34 años de gobierno dinástico, desde que el general Anastasio Somoza, padre, llegó al poder en aquella nación hermana, pueden servir como argumento a quienes discrepan del credo democrático, ya porque sustenten la tesis del «hombre fuerte» como única adaptada a la realidad latinoamericana, ya porque promuevan el menosprecio a la democracia representativa, el desconocimiento de los principios jurídicos del sistema interamericano y el desdén por las fórmulas pacíficas de desarrollo político, económico y social.

La oposición ha denunciado fraudes en el proceso electoral. Esta denuncia no sorprende a nadie que conozca, aunque sea por encima, la historia de la dinastía. Pero el hecho se ha consumado, a la vista de todos. Sus hábiles diplomáticos continuarán llevando voz cantante en las reuniones destinadas a exaltar la democracia como fundamento de las instituciones del Hemisferio, y recibirán distinciones como campeones en la lucha por un mundo mejor.

Un baño de sangre fue, no obstante, el último episodio de la campaña electoral. Todo había sido preparado como un gran espectáculo. La elección fue fijada para poco después del centenario de Darío, el héroe nacional, celebrado con justificado esplendor. La cosa parecía marchar, sobre rieles, cuando una inmensa muchedumbre, estimada por las agencias noticiosas en 50.000 personas (en una ciudad que apenas pasa de 200.000) planteó a la Guardia Nacional el reconocimiento del derecho del pueblo a darse su propio gobierno y a poner término al régimen que ha dispuesto del país por más de tres decenios como hacienda propia.

¿Hubo excesos verbales de algunos dirigentes; hubo, quizás, agentes infiltrados que aprovecharon la reacción armada para desencadenar incidentes violentos? Eso aseguraron los comunicados oficiales. Difícil es saber, desde aquí, qué pueda haber de cierto en ello. Es posible que hubieran aprovechado la ocasión los partidarios de una solución insurreccional. Pero la imputación tuvo sabor de pretexto para represalias. No ha sido posible ocultar los ultrajes policiales de que fue objeto Pedro Joaquín Chamorro, propietario-director de La Prensa, insobornable luchador, a quien por lo visto se quiere hacer chivo expiatorio de la jornada, porque se tiene conciencia de su prestigio y del arrastre popular de su periódico. Por lo demás, el incidente favoreció la rápida liquidación del proceso electoral a la manera tradicional.

Desde los Estados Unidos levantó su voz de protesta el senador Robert Kennedy. Hizo con ello un gran favor a su país, porque en el alma de cada nicaragüense hay un sentimiento de amargura frente a los norteamericanos, a quienes consideran responsables del establecimiento y subsistencia del régimen Somoza: la palabra de Kennedy les hizo ver que también en Norteamérica hay sinceros defensores de la democracia para la América Latina. Pero, de resto, ¡qué vasto silencio en todo el Continente!

Es evidente que la diplomacia del Departamento de Estado, asustada con la perspectiva de lo que podría pasar en Nicaragua en caso de un derrocamiento, ha alentado la esperanza de favorecer un cambio paulatino. ¿Ha logrado este objetivo? Por lo ocurrido, no parece. La muerte del Presidente René Schik, quien a pesar de sus compromisos con el régimen abrió una etapa de respeto a los derechos ciudadanos y quizás habría podido adecentar el proceso electoral, fue un accidente imprevisto, decididamente negativo.

¿Qué va a pasar ahora? Por una parte, se invita a la oposición a contribuir a la búsqueda del equilibrio político; por la otra, se anuncian retaliaciones como la que se adelanta con Chamorro. Este es un hombre joven, de mentalidad nueva. Su militancia en el Partido Conservador, como la del candidato presidencial, doctor Agüero (de quien lo han separado muchas diferencias), corresponde más a una cuestión de estrategia que de posición ideológica. La oposición integró un frente dominado por la necesidad de derrotar a los Somoza. El Partido Social Cristiano, con briosos cuadros juveniles y hombres de la talla de Eduardo Rivas Gasteazoro, Orlando Robleto Gallo, Reinaldo Teffel y muchos otros de valía, sacrificó sus posibilidades propias para apoyar a Agüero. Fue, en realidad, toda la Nicaragua no somocista la que se enfrentó a la candidatura del general Anastasio. Este tiene fama de ser impetuoso en sus acciones, y la Guardia Nacional, única fuerza armada del país, ha sido formada y sostenida como una estructura personalista, comprometida con la dinastía.

Lo dicho hace concebir serias preocupaciones sobre el inmediato futuro de Nicaragua. Ojalá no tenga que pagar precios enormes por el logro de su porvenir. Ojalá los hombres más responsables de Latinoamérica comprendan lo que su solidaridad moral podría lograr, traducida en fórmulas políticas y diplomáticas, en beneficio de aquel pueblo hermano.