La nueva encíclica
Artículo de Rafael Caldera para El Nacional, del 31 de marzo de 1967.
Pablo VI ha demostrado ser un hombre de gran coraje y de actividad increíble. Todos los días llena noticias con gestos en los cuales se destacan la visión aguda, la decisión audaz y el profundo espíritu de caridad. Parecería difícil el papel que le correspondía después de la majestuosa prestancia de Pío XII y el encendido apostolado de Juan XXIII: una distinguida personalidad que lo conocía bien me dijo cuando fue elegido, que el Papa Montini sería una síntesis extraordinaria de Pacelli y Roncalli, y a fe mía, parece que tenía razón.
Señalado interés está mostrando en la clarificación del pensamiento de su Iglesia. Cada semana añade unos cuantos documentos esclarecedores, con ocasión de celebraciones o conmemoraciones, audiencias públicas o especiales, u otros hechos característicos; al mismo tiempo, ha producido ya algunos documentos extensos, del tipo de las cartas encíclicas de contenido social que hicieron tan célebre a León XIII.
La encíclica emitida el Domingo de Resurrección ha tenido resonancia mundial. Apenas se han divulgado los extractos trasmitidos por las agencias cablegráficas, pero ellos son bastante para tener una idea precisa de su importancia y de su contenido. El título en latín, «Populorum Progressio», parece será traducido oficialmente: «Sobre el progreso de los pueblos». De entrada, esta frase indica el ámbito internacional de sus planteamientos.
Quizás la frase central del documento es aquella de que «el desarrollo es el nuevo nombre de la paz». Si la «Rerum Novarum» de León XIII fue llamada «carta magna de los trabajadores», podría adelantarse la impresión de que «Populorum Progressio» es «carta magna de los pueblos subdesarrollados».
El tema central, a mi modo de ver, es el de la justicia social internacional. Este concepto se expresa en la siguiente afirmación rotunda: «las naciones ricas tienen un deber de solidaridad para con los pueblos en vías de desarrollo». Ya lo había anunciado Juan XXIII en «Madre y Maestra», pero aquí la justicia social internacional toma rango fundamental. Y se la orienta decididamente al desarrollo, después de las definiciones fundamentales según las cuales el desarrollo es una idea integral, que supone el respeto de la escala de valores y pone la promoción del hombre y no el mero aumento de bienes como su fin esencial.
Esta idea de justicia social internacional debe constituir, a nuestro juicio, una de las conquistas esenciales de nuestro tiempo. A ella hemos dedicado apasionados planteamientos. En la Cámara de Representantes de Colombia fue tema central de nuestro discurso y en la Universidad Nacional de Bogotá, el de una conferencia, en 1960. La idea de justicia social internacional y el bloque latinoamericano fue el asunto de otra conferencia que dictamos en Jerusalén, en enero de 1962. Sobre la misma materia hemos insistido en exposiciones que se nos solicitaron, en Chicago y en Washington. Pablo VI plantea en términos cuya categoricidad no es menor de la que hemos usado quienes no tenemos su altísima responsabilidad: considera «un escándalo intolerable» el gasto superfluo de los pueblos desarrollados, en la ostentación y en el armamentismo; no vacila en afirmar que «la codicia continua de los países adinerados sólo podría provocar el juicio de Dios y la ira del pobre con consecuencias que nadie podría prever».
Graves palabras, sin duda, que entrañan una honda verdad. Para llegar a ellas, el Papa recuerda y renueva con valentía los postulados de la Iglesia sobre la propiedad, la condenación del librecambismo absoluto, ya que «la libertad del intercambio sólo es equitativa cuando se somete a las exigencias de la justicia social»; condena «los abusos del capitalismo liberal»; fustiga el egoísmo de los privilegiados, repudia la funesta herencia del colonialismo, los excesos del nacionalismo y la herejía del racismo «que viola los derechos imprescriptibles de la persona humana».
Al lado de esos anatemas, el Papa reafirma la fe en un sistema pluralista de vocación personalista y comunitaria, en un programa internacional de desarrollo, en la equidad de las relaciones comerciales entre las naciones, en el predominio de una moral internacional de justicia y equidad. Ratifica su clara posición sobre el tema de la revolución: no ocultando que «son muchos los hombres que sufren la tentación de la violencia», rechaza «la revolución ruinosa», que «debe ser proscrita, salvo en caso de necesidad ineluctable». Pero al mismo tiempo, define un programa auténticamente revolucionario cuando indica que «la reforma necesaria para combatir y hacer vencer la justicia» debe hacerse «por medio de transformaciones audaces, profundamente innovadoras y urgentes». La urgencia, la profundidad y el alcance de los cambios constituyen, precisamente, los elementos de una verdadera revolución creadora.
Mucho dará que hablar, sin duda, la nueva encíclica. Los socialcristianos, sin adoptar una posición confesional, vemos con gran interés estos documentos pontificios y los consideramos una de las fuentes más importantes del pensamiento social de nuestro tiempo, así como de las de mayor proyección en la vida de la democracia cristiana. En la Comisión Pontificia «Justitia et Pax», creada como consecuencia del esquema conciliar sobre La Iglesia en el Mundo Moderno, hay destacadas personalidades demócratas cristianas. Y para quienes fuimos amigos sinceros y admiradores leales de Lebret y de don Manuel Larraín, esas dos grandes figuras recientemente desaparecidas, es un detalle conmovedor el que Pablo VI los haya citado como autoridades del pensamiento cristiano, en documento tan importante. Esos dos nombres, como un «sésamo ábrete», prestan acento mágico a la palabra pontificia y contribuyen a abrirle el corazón de nuestras gentes.