El virus de la libertad
Columna «El año del cambio», escrita para El Universal. 25 de agosto de 1968.
Por encima de la ira, más allá de la indignación producida en el mundo por la ocupación armada de Checoslovaquia, hay una sensación de estupor. Es increíble. Inexplicable. Incongruente con los esfuerzos hechos por la Unión Soviética y los países socialistas del este europeo para borrar prevenciones, para tender cables de acercamiento al mundo. La fría, premeditada y alevosa operación viene a destruir la imagen de liberalización, las promesas de paz, las campañas en favor de la autodeterminación de los pueblos pequeños, que con una propaganda maestra se venían cumpliendo de algunos años a esta parte.
Pero, ¿ahora, en plena paz? El gobierno checo, con el cual mantenían relaciones de amistad y camaradería doctrinaria, no hizo otra cosa que conceder a su pueblo algunas libertades fundamentales, revisar algunos hechos violatorios de derechos humanos, enmendar las estructuras policiales del régimen. Ni siquiera osaron proclamarse revisionistas; reiteraron su fidelidad al sistema marxista-leninista; ratificaron su solidaridad con los países socialistas. Solamente concedieron y exigieron un poco de oxígeno para respirar.
El hecho reviste, por esto mismo, las características más injustificables. El gobierno y el parlamento de Checoeslovaquia han hecho constar que la intervención militar extranjera no ha procedido a su solicitud ni con su consentimiento. El pueblo se ha mostrado erguido, en la hermosa oblación de quienes han preferido morir en posición irreductible ante una fuerza mil veces superior, que renunciar a la propia personalidad.
Los enemigos de la URSS no hubieran podido hacer nada peor para vulnerar su prestigio que lo que su propio gobierno ha hecho con esta acción contraria a las más elementales normas del Derecho de gentes. Ella hiere los irrenunciables atributos del espíritu humano: uno inherente a la persona, el de la libertad, y otro inherente a cada comunidad nacional, el de la autodeterminación. Lo ocurrido ha venido a demostrar en forma irrefutable que todavía a cincuenta años de la revolución bolchevique, el gobierno de la Unión Soviética considera un atentado contra su propia existencia la tolerancia de libertades públicas en cualquier porción del área socialista, y que a pesar de sus alegatos en pro de los derechos de los pueblos, está dispuesta a desconocer la soberanía o la autodeterminación de cualquiera de ellos, si se atreven a aceptar en su seno garantías políticas, pues su prestigio haría tambalear los supuestos coactivos sobre los cuales se sostiene el poder soviético.
Las libertades en Checoeslovaquia no constituían para la URSS una amenaza directa desde el punto de vista de las relaciones exteriores, pero sí un peligro por su contagiosa ejemplaridad. El gobierno soviético ha creído cumplir una simple actividad sanitaria: en Checoeslovaquia la población apareció afectada de un peligroso virus y ante el fracaso de los recursos diplomáticos de persuasión, se decidió a emplear la fuerza para extirparlo antes de que se propagara más. Ese virus es el virus de la libertad.
¿Libertad en Checoeslovaquia? Nunca, mientras el Ejército Rojo esté a disposición del Soviet Supremo. Tolerarla será tanto como no prevenir la propagación de una epidemia que llegará a contagiar inevitablemente las nuevas promociones, los impacientes universitarios, los escritores incorregibles, los ciudadanos en latencia, deseosos de ejercer seriamente sus derechos políticos.
Los checos, tal vez sin proponérselo, abrieron un camino que posiblemente está pugnando por proyectarse en la vida soviética y demostraron que no era imposible, aún dentro de un régimen totalitario, pasar sin violencia, por la voluntad del pueblo y la decisión de unos dirigentes, hacia un estado más o menos avanzado de libertad.
El virus de la libertad está regado entre las páginas del Dr. Zivago y explica la dureza ejercida por el Kremlin contra Pasternak, pese al ejemplo conmovedor de adhesión a su país y de respeto a su sistema que diera hasta su muerte. El virus de la libertad se manifiesta en los aspectos que rodearon el proceso de Sinyaski y Daniel y sus reveladoras secuelas. Ese virus, durando lo de Praga, sería incontenible. Su avance en las nuevas generaciones rusas habría ofrecido, a vuelta de muy poco tiempo, el espectáculo de una transformación profunda en la vida de aquel inmenso país.
Solo estas consideraciones podría explicar, aunque jamás justificar, la torpeza monstruosa cometida la semana pasada. Quienes levantamos nuestra voz contra la intervención de los tanques soviéticos en Hungría y contra la intervención de los marinos norteamericanos en Santo Domingo, debemos admitir que este hecho reviste aún mayor gravedad. La violación del derecho es intolerable aunque se invoque la violencia, pero es todavía más inadmisible cuando se realiza en plena paz. Y para que la dolorosa acción se agrave, se hace cómplice a Polonia, la doliente nación, siempre invadida y ahora invasora; se hace cómplice a una porción de Alemania, aquella que se proclama hermana de ideales del régimen checoslovaco, mientras la otra Alemania, la República Federal, tan injustamente calumniada, se afana en borrar del recuerdo los hechos de agresión y de crueldad cometidos por el Tercer Reich. En cambio, la svástica puesta con tiza por un patriota anónimo en un tanque soviético viene a constituirse en la mejor expresión de lo que siente y vive en este momento la población checoeslovaca.
Y la paz, la paz que parecía enrumbarse más y más firmemente hacia la coexistencia pacífica, recibe de golpe un manotazo que la hace vacilar. Los gobiernos europeos, esforzados en mejorar relaciones con la Unión Soviética, se sumen en una perplejidad que recuerda la trágica perplejidad de Mr. Neville Chamberlain cuando, fríamente, invadió Hitler la región sudeste.
Sin embargo, hay diferencias importantes. Por un lado, no es imposible que muchos de los más poderosos partidos comunistas de Europa levanten su voz condenatoria, para no hacerse cómplices del atentado. Esto podría ayudar a que la sensatez vuelva a los gobernantes soviéticos y den un paso atrás para dejar a salvo los derechos conculcados de una nación pequeña y ofrecer respiro a los pechos jadeantes de angustia por el destino de la paz.
Por otra parte, mientras esto ocurre, un mensajero del cambio sin violencia, de la renovación sin odio, de la justicia incruenta, pisa la América Latina y besa este suelo, a la usanza del viejo Testamento, como para reconocer en este Continente hogar seguro de la paz y de la libertad. La meditación sobre el drama de Checoeslovaquia hará más fructífera la reflexión sobre el mensaje de ese peregrino, traído desde la Roma eterna y desde las tierras visitadas por él, el Oriente medio, la India milenaria, el cenáculo de las Naciones Unidas, para recordarnos a los latinoamericanos el destino superior que nos incumbe: preservar en nuestras patrias la libertad, dar en ellas asiento verdadero a la justicia y comprometer lo sagrado de nuestro honor al empeño y a la lucha por la paz.