Ley sobre transmisión del mando
Columna «El año del cambio», escrita para El Universal. 21 de julio de 1968.
El proyecto de Ley Orgánica de Trasmisión del Mando Presidencial, introducido al Congreso por la fracción copeyana, tiende a llenar un vacío de importancia en el ordenamiento jurídico nacional. El período en el cual hay un Presidente en ejercicio y un Presidente electo, crea circunstancias que son desde las menudas de naturaleza protocolar hasta las que implican los aspectos más relevantes de la administración y la conducción del Estado, sin olvidar las que especialmente se originan por la novedad de que se elija un Presidente en oposición al Presidente en ejercicio. A resolver estas situaciones que este hecho plantea tiende el proyecto, elaborado por competentes juristas a iniciativa del Diputado Pedro Pablo Aguilar.
El Proyecto establece el deber del Presidente en ejercicio de mantener informado al Presidente electo sobre los asuntos de Estado. Es decir, como aclara la Exposición de Motivos: «aquéllos que puedan afectar la paz pública, la seguridad interna, las relaciones internacionales, el régimen de garantías, la vida económica y financiera y, en general, todos aquéllos que por su importancia o trascendencia inciden en la marcha de la República». Igualmente, el derecho del Presidente electo a recabar de los Ministros y demás funcionarios públicos las informaciones que juzgue necesarias, y el de designar un representante personal que asista a las reuniones del Gabinete para mantenerlo al tanto de las razones y circunstancias de las determinaciones que aquel cuerpo adopte. No se trata de que el electo se inmiscuya en las decisiones ni interfiera las mismas. Se trata de que esté bien enterado de las cuestiones importantes, para que con su asunción al mando no sufra perjuicio la marcha del país. De que, por brusca que sea la renovación de los poderes, siempre exista una solución de continuidad.
La ley tiende a fijar el status del Presidente electo. La proclamación lo saca de su condición de ciudadano común y corriente y le impone responsabilidades, que también exigen ciertas prerrogativas: darle a éstas un sentido jurídico conviene mucho para las mejores relaciones con su predecesor y para la mayor normalidad en las operaciones de entrega del poder. El proyecto saca el asunto del terreno de facto y evita el equívoco de que las decisiones por adoptar sean materia de pura condescendencia.
Pero lo más importante del texto presentado es, sin duda, lo relativo a la administración. Por un lado, la transitoria estabilidad de los funcionarios durante el período electoral y el subsiguiente de transición. Con ella no hace sino confirmar principios que han tenido acogida en la legislación sobre elecciones y cuya importancia ha sido subrayada por todos los voceros de los más variados sectores de opinión. Por el otro, los límites razonables tendientes a impedir despilfarros o compromisos onerosos contraídos por funcionarios cuya salida ha sido ya decretada por la voluntad del país. Las normas abarcan a los institutos autónomos y son atingentes tanto a la disposición de los fondos por encima del dozavo correspondiente, como cuanto a la realización de operaciones de crédito o compromisos que graven el tesoro público. En ellas se dejan saludables escapes para los casos urgentes que no hayan sido posible prever. En todo caso, si hubiere observaciones sobre la amplitud, forma y efectos de estas disposiciones, el estudio en las comisiones y el debate parlamentario ofrecen la oportunidad de corregirlas para que queden en la forma más conveniente al interés general.
Sin hacer imputaciones a nadie en concreto, es evidente que la situación planteada por la trasmisión del mando constituye una tentación para que el gobierno saliente tome una serie de medidas destinadas a proteger indebidamente a sus parciales, o adopte salidas demagógicas que rechazó cuando tenía la responsabilidad del poder y pensaba que éste iba a continuar en las mismas manos. No llegamos al extremo de suponer que deliberadamente se creen situaciones difíciles para ponerle obstáculos al nuevo gobierno antes de que empiece su mandato, aunque de ello podrían citarse ejemplos hasta en países habituados al democrático espectáculo de ver cambiar de manos el poder mediante el acto cívico del voto. No se trata de ponerle vallas al doctor Leoni en los tres meses finales de su período. No pensamos que él vaya a caer en semejantes excesos, pero lo que se persigue es establecer líneas generales para encauzar el hecho nuevo por una vía institucional. Porque, lo de que es un hecho nuevo, nadie puede negarlo. Nunca antes ha ocurrido en Venezuela una trasmisión pacífica del mando a manos de la oposición. Es la primera vez que esto va a suceder, y todo lo que contribuya a hacerlo en la forma más regular posible es conveniente para la Nación.
La proposición copeyana, aun cuando quieran atribuirle solamente a la seguridad del próximo triunfo, debe interesar igualmente a todas las fuerzas políticas, especialmente a aquéllas que se proclaman con posibilidades de victoria. Ello no cercena atribuciones constitucionales del Ejecutivo, sino busca encuadrarlas dentro de la ley. Al fin y al cabo, la ley es la que fija el número de ministros y sus atribuciones, la que pauta los mecanismos de la administración, la que establece las formas de actuar las ramas del poder público: es lógico, por tanto, que ella establezca previsiones especiales para lo que constituye, fuera de toda duda, una situación especial.