Claridad en el proceso electoral
Columna «El año del cambio», escrita para El Universal. 10 de mayo de 1968.
Es unánime la opinión de que no acertó el doctor Gonzalo Barrios cuando denunció la posibilidad de un fraude electoral. Tal afirmación en sus labios de candidato oficial, lanzada en el momento de ser públicamente proclamado, tenía que prestarse a las más inquietantes interpretaciones.
No abonan los antecedentes personales y las condiciones del doctor Barrios las sospechas de que con esa denuncia se proponía aportar autos a un expediente para justificar una usurpación continuista. Sin embargo, tanto él como sus asesores habrían debido considerar, antes de tomar aquel camino, que semejantes sospechas habrían de surgir, no sólo en labios de oposición, sino en la intimidad de muchos venezolanos en cuyo espíritu está presente todavía el accidentado acontecer político de nuestra República.
Descartada esa interpretación en bien del país y en mérito a las credenciales democráticas del orador, se podría pensar que sus palabras tendían más bien a preparar el ánimo de sus partidarios para la aceptación de la derrota y a condimentar una salsa que sirviera para envolver, frente a la opinión pública, la vianda del primer fracaso electoral que va a sufrir su partido en escala nacional después de su ascenso al gobierno.
En tercer término, la versión más benigna sería la de que, dramatizando el acontecimiento, se propuso ejercer una presión política para contener la exclusión de Acción Democrática de los cargos directivos y del personal burocrático en la maquinaria encargada de preparar y dirigir el proceso electoral hasta diciembre de 1968.
No parece que el medio escogido fuera el más idóneo. Sembrar la duda sobre la validez del proceso cuando apenas se inicia no es una contribución al fortalecimiento de las instituciones democráticas. Pero estoy convencido de que la respuesta adecuada no es la de continuar llevando la discusión hacia la duda colectiva, lo que redundaría en hacer el juego a quienes puedan tener interés en el fracaso de las elecciones. Lo que procede es dar un paso adelante. Superar el infortunado incidente. Fortalecer en la opinión pública la autoridad del Consejo Supremo Electoral y de los demás órganos previstos por la ley para canalizar la voluntad del pueblo hacia las votaciones. Y robustecer los resortes del ánimo colectivo para asegurar que, la voluntad nacional no sólo sea libremente expresada, sino plenamente respetada.
Es cada día más patente el deseo de cambio que existe en Venezuela. Por primera vez en esta nueva etapa de experimentación democrática, el país tiene la convicción de que el proceso electoral va a conducir a un cambio de gobierno. Esto debe llevar a todos los que deseen el bien de Venezuela a la convicción de que hay que garantizar, del mejor modo posible, la marcha hacia la definición electoral y su pacífico cumplimiento.
Está claro, por ello, que los partidos democráticos de oposición que en forma casi unánime comprometieron públicamente su respaldo al Consejo Supremo Electoral han obrado en el mejor interés de la patria. El Consejo tiene una integración equilibrada. Sus miembros son: tres independientes, cinco representantes de los partidos mayores (a base de los cómputos de las elecciones anteriores) y un representante de los partidos menores. Los independientes no fueron electos por simple mayoría, sino por los dos tercios de los miembros del Congreso Nacional presentes en su elección, lo que contribuye a dar a su investidura una dignidad colocada por sobre cualquier duda. La composición del alto cuerpo excluye toda posibilidad de confabulaciones en su seno: no está exento de cometer errores, pero se encuentra colocado por encima de probabilidades razonables de fraude.
Ese cuerpo así constituido, tiene por la ley funciones delicadas y le están atribuidas facultades más importantes que las de cualquier órgano administrativo. Por una parte, le corresponde revisar en alzada cualquier decisión de las Juntas Principales, sin excluir ningún asunto; por la otra, le compete conocer de la remoción de los miembros de dichas Juntas Principales, cuando hubiere lugar, y “ordenar la remoción de miembros de organismos electorales subalternos cuando lo juzgue conveniente para el mejor desarrollo electoral”.
Puede, además, por mayoría absoluta de sus miembros integrantes (art. 161 de la Ley Electoral) “acordar modificaciones de cualquiera de los diversos plazos o términos establecidos en la presente Ley, cuando ello se juzgue necesario para el mejor desarrollo del proceso electoral y siempre que las modificaciones no alteren la igualdad de condiciones para todos los participantes en el proceso”. Pero, además, le corresponde la llamada interpretación auténtica: tócale “evacuar las consultas que se le sometan sobre la aplicación o interpretación de la ley”, lo que da a sus opiniones carácter obligatorio; y, más aún, le corresponde una función legislativa supletoria para llenar los vacíos legales (“resolver los casos no previstos en la ley”).
Todo ello explica la reciente decisión del CSE de detener momentáneamente la designación e instalación de las juntas subalternas, para fijar normas más claras y precisas que impidan la formación de bloques capaces de privarlas de su debida imparcialidad. Tenemos la convicción de que aquella medida fue adoptada por el Consejo de buena fe y sólo con un efecto muy transitorio; de que ella no alterará las previsiones hechas sobre los distintos plazos para que el proceso electoral se cumpla normalmente, y de que los miembros independientes del cuerpo, quienes ocupan la Presidencia y las dos Vicepresidencias, no han querido en todas sus gestiones otra cosa que inspirar a los partidos y a la colectividad la máxima confianza.
Esperamos, pues, que lo ocurrido redundará en una mayor diafanidad del proceso. Y pedimos al Consejo Supremo esforzarse en llevar a todos los ciudadanos la plena confianza de esa claridad, cuya afirmación constituye el factor más importante para que se adopte en forma debida la histórica decisión que envuelve para todos la consulta electoral del presente año.