La cita es con Venezuela

Columna «El año del cambio», escrita para El Universal. 3 de noviembre de 1968.

Hemos entrado en el mes decisivo. Dentro de treinta días ya sabremos cuál ha sido la decisión del país. El domingo primero de diciembre, dentro de cuatro semanas exactas, tenemos una cita de honor: la cita es con Venezuela.

No se trata, esta vez, de escoger simplemente un candidato entre los propuestos para llenar el puesto que ahora ocupa el doctor Leoni. Ni de preferir unos nombres en lugar de otros para las curules del Congreso y de los demás cuerpos deliberantes. Se trata de definir un rumbo, en una encrucijada de la cual puede arrancarse vigorosamente hacia el desarrollo o, por lo contrario, internarse en un proceso ya iniciado de desprestigio de las instituciones democráticas, de corrupción administrativa creciente, de indiferencia ante los problemas estructurales que nos afectan y de falta de mística para encender en todos los venezolanos el afán creador.

Yo lo he visto así. Por ello, he quemado mis naves. Me he entregado en alma, vida y corazón a una campaña electoral donde, más que señalar objetivos tácticos, he buscado promover la fe de todos en nuestro país y en el sistema democrático. Para levantar el entusiasmo que ahora se palpa en todos los lugares y en todos los sectores de nuestra geografía física y social, he tenido que acometer contra una dura costra de escepticismo que había recubierto la esperanza de numerosos compatriotas. Lo mismo en ranchos humildes que en confortables viviendas, el diálogo sostenido por más de año y medio mostró a flor de piel, en un importante porcentaje de personas, la duda sobre la eficacia de las elecciones, la sospecha acerca de la sinceridad de las promesas, la indiferencia ante la escogencia de quienes habrían de gobernar por la idea de que todos ofrecen para lograr el voto y después se olvidan de lo que han prometido. Algo más: en el fondo de aquella lacerante crisis de fe, aparecía el interrogante de si valía la pena haber luchado y padecido, haberse entusiasmado con vehemencia para que la democracia se estableciera, si todo se iba a reducir al hecho de llamar a la gente cada cinco años para poner dos tarjetas de un color en un sobre y el sobre en una urna, y volver a esperar otros cinco años para repetir el mismo acto, escogiendo entre los colores casi como se escoge un número ante una ruleta a la que se llega por excepción durante unas vacaciones.

Pero, desde el primer momento, el contacto directo reveló que la costra podía removerse y que en el fondo de cada espíritu existía una poderosa reserva de fe y una disposición generosa para la esperanza. Lo que se reclamaba era la palabra franca, el mensaje directo, el planteamiento de cuestiones que se levantaran de la aridez de la diatriba y de la falsía de las combinaciones. La fijación de metas e ideales dignos de promover el esfuerzo de todo.

La campaña electoral ha tomado un sesgo que no fueron capaces de prever quienes continúan encasillados en la politiquería rutinaria. El pueblo ha respondido con emoción, con alegría, con caudaloso entusiasmo. Su maravillosa intuición ha quebrado los cálculos forjados a base de esos sórdidos instrumentos que el poder y el dinero ponen al alcance de desmedidas ambiciones. Hay un fenómeno, en estas elecciones. Es el electorado mismo. El país entero se da cuenta de que no está jugando una lotería de animalitos, de que no se trata de decir «bingo» al más afortunado, sino de escoger una vía que conduzca efectivamente al establecimiento del estado de derecho, a la búsqueda de la seguridad personal y familiar, al desarrollo integral y armónico, a la incorporación de los marginados, a la apertura de horizontes capaces de absorber la inquietud desbordada de la juventud.

Por esta profunda razón, Venezuela entera reclamaba un Programa. Recibió con la más absoluta displicencia lo que con ese nombre pretendieron darle algunos candidatos, que sólo le entregaron elocuentes discursos en los que la retórica o la sutileza de forma encubrían la falta de compromisos serios cuya realización pudieran los electores reclamar. Y se enfervorizó cuando le presenté un programa orgánico, pensado y escrito con la convicción de encontrarnos en un momento definitorio, en que debe partirse del análisis de la situación real y de los recursos estimados para enfrentarla, así como de las perspectivas serias, realizables pero ambiciosas, con ambición venezolana, inconforme con la mediocridad.

Los ataques contra el programa fueron determinantes para que muchos indecisos se incorporaran al caudaloso movimiento del cambio. Y es hoy una pujante mayoría la que está convencida de que la cita del primero de diciembre no es con un partido o con un hombre: es una cita con Venezuela. Si las elecciones fueran hoy, no hay duda que ganaríamos. La voluntad de cambio se ha hecho patente, lo mismo en la Plaza de El Silencio que en el Estado Olímpico de Maracaibo, o en cada lugar de Los Andes o Los Llanos, del Occidente, o el Oriente, o el Sur, ya en ciudades populosas como en los pueblecitos olvidados. Dentro de cuatro semanas el triunfo será más amplio todavía. Cada día que pasa aumenta el número de los que se dan cuenta de que no hay sino una alternativa: o continuismo o cambio. Con un acento inconfundible de sinceridad y con el brillo de su pluma lo decía en estas mismas columnas hace cuatro días un independiente cerril, Alfredo Tarre Murzi. Todos los venezolanos se dan cuenta de que diversificar el voto sería servir al continuismo. Para salir de esta situación hay un camino y ese camino está signado por la honestidad y la lealtad. Ya no se trata de asegurar el triunfo, sino de dar al nuevo gobierno el mayor respaldo posible para permitirle hacer una gran labor.

La cita es con Venezuela. Ella nos espera, como esperan las madres, como esperan las novias, llena de comprensión y de ilusiones. No podemos defraudarla.