Una Venezuela sin odios

Columna «El año del cambio», escrita para El Universal. 27 de octubre de 1968.

Todavía los corazones vibran con la estupenda jornada de El Silencio. No sólo por el número de concurrentes, superior al de todas las realizadas allí en oportunidades anteriores, sino por la alegría desbordante, por la fe clamorosa, por el poderoso aliento de esperanza, por la definición meridiana de la voluntad de un pueblo que tiene conciencia del cambio. También fue ejemplar por la organización: organización que no sería posible sin una gran mística en los organizadores y en los concurrentes, jóvenes capacitados aquéllos, ciudadanos conscientes éstos de la magnitud de los problemas de Venezuela y de la intensidad de la tarea por realizar.

La organización en una democracia es condición indispensable para que cada quien pueda desarrollar la plenitud de su propia personalidad y ejercer hasta la posibilidad máxima el atributo irrenunciable de la libertad. Cuando no hay organización, se pierden los esfuerzos de cada uno en luchar contra ella. El que no sabe cuánto tiempo va a gastar en ir desde su hogar hasta el sitio de trabajo pierde infinitas oportunidades de aprovechar su tiempo y por si ello fuera poco, llega al comenzar sus labores en estado de tensión y contrariedad que le merman su productividad vital. El que no encuentra un ambiente social propicio se ve por todas partes coartado y ello menoscaba el uso de su libre actividad.

Pero lo más importante del acto de El Silencio fue el caudal de optimismo aportado a la lucha política. Un teatro con su frente hacia el conjunto urbanístico del mitin anunciaba la proyección de un espectáculo con este nombre: «La Fiesta Inolvidable». La coincidencia no pudo ser más feliz. Aquélla fue una fiesta inolvidable para la Venezuela atormentada que busca con angustia una vida mejor.

La promesa del cambio, formulada por el pueblo caraqueño, no apareció revestida de amenazas ni condimentada con amarguras: la promesa del cambio tuvo un acento de amplitud, un sentido de progreso creador, un tinte neto de cordialidad. El pueblo asistente al mitin no fue vociferante contra nadie: fue el sujeto activo de una afirmación de una Venezuela consciente de su destino. El mensaje que me esforcé en trasmitirle fue un mensaje cónsono con la Venezuela que aspiro a gobernar: sin rencores, libre de odios en la dirección del gobierno, ajena a todo mezquino espíritu de retaliación, dispuesta a garantizar, a todos, los atributos que les reconoce el Estado de Derecho y a promover, en todos, por encima de sus diferencias de concepciones o intereses, su potencialidad creadora, para que el país deje de ser un pequeño país subdesarrollado y arranque firme y velozmente hacia metas precisas de desarrollo económico y social.

Yo no quiero llegar al gobierno como fideicomisario de odios que empequeñecen las posibilidades fecundas de nuestra gente. Yo no tendré tiempo en el Gobierno de ocuparme de recordar agravios, ofensas o calumnias, porque todas las horas serán insuficientes para la tarea de ir a fondo en el análisis de los problemas, impulsar, inspeccionar y empujar las actividades que habrá que cumplir para recuperar el tiempo perdido y aprovechar las circunstancias favorables que tenemos aún y que pueden no presentarse más adelante.

El gobierno que aspiro a presidir tendrá que trabajar muy duro; tendrá que entregarse en alma, vida y corazón a las exigencias de la realización de un gran programa, y ello quedaría comprometido si dedicáramos tiempo a la bastarda ocupación de cultivar antipatías, de promover conflictos, de satisfacer pasiones subalternas.

Lo que dije en la Plaza de El Silencio lo dije con plena sinceridad. Al invocar a Dios, en quien creo y a quien respeto, no estaba jugando a los vocablos. El acto impresionante que mis ojos veían, la emoción colectiva que me rodeaba, me hicieron sentir el deber de hablar con la conciencia de quien va a gobernar y debe gobernar para todos. Hasta a mis más enconados adversarios quise reiterarles la seguridad de que no utilizaré la fuerza del Estado para acorralarlos, sino que les haré sentirse viviendo efectivamente en su patria. Con la misma energía con que defenderé el derecho del pueblo expresado en su propósito de cambio, con la misma energía con que aseguro el cumplimiento de su soberana voluntad expresada en la consulta electoral, con la misma firmeza inquebrantable que desplegaré para garantizar la paz y la seguridad de los hogares y de las personas, con la misma indoblegable resolución de mantener el cumplimiento del orden jurídico, seré tenaz en la disposición de apartar de mi ánimo toda tentación de incurrir en virulencias que empequeñecerían mi labor y dañarían las perspectivas nacionales.

Muchos habitantes de Caracas, ajenos a toda militancia política o lejanos a mi concepción ideológica, estuvieron presentes para compartir la rotunda sinceridad de mi mensaje. Muchos empleados públicos, provenientes de otras toldas políticas, oyeron mis palabras como una garantía de que no habrá persecución contra ellos. Muchos que se han sentido discriminados sistemáticamente por razón de hechos ya comprometidos en la longitud del tiempo, sintieron abrirse para ellos las puertas de una decorosa reincorporación a las actividades normales de los demás venezolanos. Los venezolanos naturalizados, nacidos en tierras extrañas pero identificados en la lucha por ésta donde han echado ya raíces, palparon la decisión de cobijarlos por igual con la protección que merecen todos los ciudadanos.

Y en cuanto al Programa, reiteré el compromiso de firme voluntad de cumplirlo, para que el país no sea estafado, y de escuchar y aceptar al mismo tiempo las observaciones válidas que le hayan hecho y le hagan venezolanos de buena voluntad. Sin la soberbia de los que se creen autosuficientes y sin la flaqueza de los que no tienen convicciones. El pueblo lo oyó así, lo entendió y ha hecho suya la consigna. Y la alegría que emanó a borbotones de su pecho no fue circunstancial actitud de frivolidad pasajera sino alegría sana, bulliciosa y profunda.

El pueblo de El Silencio fue el mismo pueblo de los grandes momentos, en los que ha tenido a flor de labios la sonrisa y en el fondo del corazón el coraje para las grandes determinaciones y para las grandes realizaciones.

Aquella tarde hermosa quedó sellada por voluntad del pueblo de Caracas la decisión del proceso electoral.