La persona humana y el desarrollo
Columna «El año del cambio», escrita para El Universal. 1 de septiembre de 1968.
En el «Abecedario del cambio», síntesis de las mayores urgencias contempladas en mi Programa de Gobierno, la letra b fue colocada como indicativa de «bienestar». No se trata, con ello, de convertir la comodidad en objetivo de la acción: se trata, más bien, de recordar que la persona humana constituirá preocupación fundamental y, con ella, la comunidad de personas que es y debe ser base de la vida institucional.
Por ello hablo de trabajo, vivienda, educación, salud y promoción popular, dentro del rubro genérico de bienestar. Estoy convencido de que si el hombre no es sujeto y término del desarrollo, todo esfuerzo resultará, a la postre, estéril o contraproducente. El preámbulo de la Constitución, en cuya redacción tuve la honra de participar, debe servir de guía a la nación en este proceso, y ya es tiempo de que vayamos entrándole de lleno a la Carta Fundamental para hacer que las metas fijadas por ella a nuestra generación sean alcanzadas por el esfuerzo común de los venezolanos.
Es propósito del constituyente, según aquellas palabras solemnes que representan el pensamiento de todos los venezolanos de este momento histórico, «proteger y enaltecer el trabajo, amparar la dignidad humana, promover el bienestar general y la seguridad social; lograr la participación equitativa de todos en el disfrute de la riqueza, según los principios de la justicia social, y fomentar el desarrollo de la economía al servicio del hombre».
Tenemos material humano de primera clase. Hace ciento cincuenta años, un millón escaso de habitantes, perdido en la vastedad de un inmenso territorio, sin recursos financieros ni técnicos, escribió las páginas más gloriosas de la historia de este Continente. Entendió un ideal, recibió un mensaje y, erguido sobre su propia estatura, creció hasta límites insuperables porque lo motivó en sus capacidades creadoras el genio de Bolívar. ¿Qué pasó después? Se perdió la visión de los grandes objetivos; las energías se disolvieron en la pugna por los intereses menudos; se hizo cenizas de frustración la llama encendida de los ideales y se echó un complejo de inferioridad sobre la psiquis nacional. Varias veces ha habido un intento de revivir la mística de la empresa común. La experiencia democrática se inició en ese camino bajo alentadores auspicios, pero la gran pérdida de ese decenio ha sido la progresiva vuelta al desaliento, a la duda, a la falta de entusiasmo creador.
Promover en el hombre venezolano la ambición de construir una nación nueva, darle las oportunidades para que su capacidad se logre y ofrecerle la posibilidad de entregar sus fuerzas a la tarea, es la primera exigencia de nuestra coyuntura. Por eso queremos ofrecer un programa de educación y de salud que promueva en cada uno el desarrollo de la propia personalidad y fomente en todos la ambición de servir en dimensión histórica. La promoción popular constituye uno de los capítulos más bellos del Programa. Promover, no fabricar arbitrariamente; estimular, no imponer; provocar incentivos para la incorporación de quienes se hallan al margen del proceso social, no fomentar el recurso paternalista a la dádiva intrascendente. Abrir los canales y estímulos para que el ser humano, que constituye la mejor y más permanente riqueza de nuestra Patria, sea palanca de ascenso y no se convierta en peso muerto sobre el destino nacional.
Al mismo tiempo, el hombre no debe ser únicamente sujeto, sino término; no debe ser sólo factor, sino destinatario del desarrollo nacional. La Constitución está llena de hermosas declaraciones, que no fueron inventadas por sus redactores, sino expresadas de acuerdo con los principios más universalmente establecidos y con los derechos unánimemente reconocidos. Habla de la familia como célula social; proclama que la ley proveerá lo conducente a facilitar a cada familia la adquisición de vivienda cómoda e higiénica; establece la protección a la maternidad; garantiza a todos la protección de la salud; señala que todos tienen derecho a la educación y que todos tienen derecho al trabajo. Esas declaraciones para que no mancharan de insinceridad el texto constitucional, no se formularon como normas preceptivas sino como aspiraciones programáticas, indicando, en cada caso, que se trata de algo que se debe promover, aun cuando de inmediato no sea posible su realización total. Pero la incorporación de estas normas al texto constitucional constituye una obligación, no menos sagrada porque no aparezca como de aplicación total e instantánea, que impone al Poder Público dar los pasos necesarios a realizarlos en el más breve plazo.
Pero ¿se está, acaso, en proceso de realizar aquellos objetivos? Actualmente, no. Las visitas que he hecho durante una larga campaña electoral a los barrios populares de todas las ciudades y poblaciones de Venezuela me han confirmado un panorama signado por angustia trágica. Centenares de miles de familias se agolpan en hacinamientos de todo género, realizan esfuerzos sobrehumanos para construir albergues, pero no llegan a tener lo que pueda considerarse en rigor como una vivienda con los requisitos mínimos para un ser humano. Ciudades populosas, sin excluir la capital de la República, ignoran que al lado de raudas autopistas hay niños que viven, comen y juegan sobre las aguas sucias para cuya salida no hay el menor remedio de una cloaca; que hay infinitos hogares donde el trabajo del padre de familia es un lujo inexistente desde hace largo tiempo; que la educación se hace tan difícil que el índice de deserción es alarmante; que un rictus de escepticismo está marcándose en los rostros de gente de por sí animosa y amable. De continuar esta situación, nos precipitaríamos en un abismo.
La visita que, por invitación del personal médico del Instituto, hice al Hospital de Niños «J. M. de los Ríos» es capaz de golpear duro en la conciencia del más indiferente. Allí están los niños hacinados hasta el punto de que muchas veces no hay tiempo para hacer historias clínicas; allí hay que devolver a veces a una criatura con bronconeumonía para que vaya a correr la aventura de sobrevivir en su hogar, porque hay otros enfermos todavía más graves que él; allí verifiqué que los médicos no disponen de más de tres minutos por cada consulta, para atender a todos los pacientes; allí supe que, habiendo como hay grandes facilidades modernas de vacunación, la incidencia de poliomielitis ha comenzado a subir en la propia área metropolitana.
¿Puede dejarse que las cosas sigan como van? ¿Podemos conformarnos con unas cuantas obras, muy aparentes, hechas para llenar los canales de la propaganda, mientras la situación del ser humano se hace más grave cada día?
Ni la justicia, ni siquiera el cálculo egoísta del interés de cada quien, son compatibles con esta situación. Hay que realizar un esfuerzo sobrehumano. Este reclama nueva gente, nuevo aliento, nuevos compromisos en el país.