1974. Octubre, 15. Durante una conferencia en el Instituto Real de Asuntos Internacionales, Chatham House de Londres.

Rafael Caldera antes de presentar su conferencia en The Royal Institute of International Affairs, Chatham House.

La historia de los países productores y exportadores de materias primas es vergüenza para la humanidad civilizada

– El escándalo del petróleo ha sido causado por la expoliación a que fueron sometidos los países productores.

Conferencia en el Instituto Real de Asuntos Internacionales de Inglaterra (Chatham House), en Londres, Reino Unido, el 15 de octubre de 1974.

Es ciertamente un privilegio para mí el que me concede este acreditado Instituto, al pedirme dirigir la palabra a sus miembros acerca de mi país, Venezuela.

Cien años atrás, mi patria era conocida en el mundo como «la tierra de Bolívar» («The Land of Bolívar»). Este fue precisamente el título de la obra que escribió en dos volúmenes en inglés, James Mudie Spence, en 1878, obra que nos ayudó a los mismos venezolanos para el conocimiento de algunos detalles de nuestra historia. Es sin duda, muy honroso para un país el poder ser designado como la tierra de Bolívar; porque le acredita la maternidad de uno de los hombres más extraordinarios que haya conocido el Universo.

Ahora se nos conoce más como «un país petrolero» («an oil country», o también, más precisamente: «an oil exporting country»). Esta referencia, aunque anota la circunstancia feliz de encontrarse en nuestro territorio los yacimientos de petróleo más ricos descubiertos hasta hoy en América del Sur, sustituye la gloria por la fortuna, y al título de honor de haber producido al Héroe Supremo de la Independencia de América Latina, lo que engendra simpatía y respeto, se le sustituye por un sentimiento menos favorable, el que ocasiona una riqueza supuestamente no merecida. Ese sentimiento se ha hecho más ostensible al llegar el momento de recibir por la mercancía producida una retribución más justa que el mezquino precio asignado antes imperativamente por los países desarrollados, en ejercicio de su superioridad técnica, económica, política y hasta militar.

Venezuela es y aspira a seguir siendo, por sobre todo, la patria de Bolívar. No se pueden imaginar ustedes la profunda emoción con que, hace algunos meses asistí a la inauguración en Belgrave Square, en el centro de Londres, de la estatua del Héroe de la cual hice entrega a dignos personeros del Gobierno de su Majestad Británica, en nombre de Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia y Panamá, naciones que él libertó, y simbólicamente, en nombre de toda la América Latina, cuyas naciones él innegablemente representa.

Permítaseme, además, señalar –y excúsese el orgullo nacional con que inevitablemente lo hago– que no sólo fue Venezuela la cuna de Simón Bolívar, el Héroe máximo de América Latina, el genio latinoamericano de mayor resonancia universal. También fue la cuna de Andrés Bello, reconocido como el Patriarca de las Letras Americanas, el pensador, el investigador, el maestro, el jurista, el poeta, el universitario, el sabio en toda la extensión de la palabra, a cuyo lado otras grandes figuras se ven a una distancia análoga a la que mantienen otros próceres de la Independencia al lado del Libertador. Y fue igualmente cuna de Francisco de Miranda, el Precursor indiscutido de la Independencia de América española, paladín de la libertad en todo el Nuevo Mundo, general de los ejércitos de la Revolución Francesa, figura que alternó con las más grandes del Universo de su tiempo. Y fue cuna, además, de Antonio José Sucre, Gran Mariscal de Ayacucho, el Héroe que ganó en el Perú la batalla decisiva de la Independencia Suramericana, primer Presidente de Bolivia, héroe amado de la nación ecuatoriana, símbolo de pureza en el torbellino de la contienda libertadora.

No creo necesario mencionar más nombres. Hay una pléyade de importantes personalidades, con ejecutorias reconocidas a todo lo largo y ancho del Continente suramericano; pero, no puede ser obra del acaso, la de que en los albores del siglo XIX aquella modesta colonia de España que se llamó Capitanía General de Venezuela hubiera podido dar una contribución tan sobresaliente a la vida política y cultural de una respetable familia de naciones.

Esa humilde colonia, con sus costas colocadas principalmente sobre el Mar Caribe, ocupaba un territorio que todavía se mantiene en parte despoblado, y que, en la actualidad, después de haber sufrido reajustes a través de desfavorables delimitaciones fronterizas, alcanza a más de 916.000 kilómetros cuadrados, esto es, algo más de 353.000 millas cuadradas.

Para el inicio de la Independencia, de acuerdo con las estimaciones de viajeros como el francés Depons o como el alemán Humboldt, era de alrededor de un millón de habitantes. Después de rematada la lucha, en menos de tres lustros, esa población se había reducido a las tres cuartas partes, es decir, a unos setecientos cincuenta mil. Se había perdido, sobre todo, la población en mejor edad para producir, para crear, para organizar. Cincuenta años después, escasamente había superado dos millones. Un siglo después de la Independencia, no había alcanzado a tres millones. En la actualidad, después de una sucesión de años en los cuales se ha recuperado el sentido de la continuidad histórica, está acercándose a los doce millones.

Hasta el momento en que el petróleo comenzó a exportarse, éramos un país rural. Los artículos principales de exportación eran café, cacao y algunos otros productos agrícolas. Para 1936, el porcentaje de la población rural excedía del setenta por ciento: de cada cuatro venezolanos, sólo uno tenía acceso a las ventajas que le ofrecía el habitar en centros urbanos. Para el último censo, celebrado en 1971, el 76 por ciento de nuestra población es urbana y sólo un 24 por ciento alcanza la población rural: es decir, que de cada cuatro venezolanos tres viven en la ciudad y uno permanece en el campo. Este proceso de urbanización, consecuencia en gran parte del paso del petróleo a primer renglón de nuestra economía, del establecimiento de un Estado central que maneja y distribuye desde las capitales el beneficio fiscal del petróleo, y de un aumento de los servicios públicos en las ciudades, en especial de educación y de salud, ha sido muy rápido y ha originado infinitos problemas y situaciones sociales que ha sido necesario atender con urgencia, pero que por su magnitud han superado a los esfuerzos hechos para resolverlos, pese al incremento de éstos y al indudable resultado que han tenido. Obsérvese, por ejemplo, que la población urbana sólo alcanzaba al 63 por ciento en nuestro penúltimo censo (1961) y que en el período inter-censal de diez años, creció en un 13 por ciento. Estas cifras servirían para explicar a observadores superficiales que a veces nos visitan, el problema de la marginalidad en las zonas periféricas de los centros urbanos y al hecho de que, no obstante las inversiones realizadas, todavía no hayan podido ser incorporadas de lleno y provistas satisfactoriamente de los servicios mínimos requeridos para una vida humana decente y sana.

Después de la Independencia, nuestra historia fue triste. Tuvimos personalidades descollantes, pero ellas no pudieron alcanzar los objetivos que su pensamiento trazaba, en cuanto a asegurar una vida institucional ordenada y un progreso sólido y fecundo a la patria que amaban. Tuvimos largos períodos de autocracia y menos largas pero intensas, convulsiones de anarquía; sufrimos una y otra vez los rigores de la guerra civil, que desangró el organismo nacional y provocó odios irreconciliables que impidieron la suma de las voluntades para conquistar las metas comunes. Nuestras tierras llanas, que ocupan las dos terceras partes de la superficie habitada del país, fueron diezmadas por la malaria, contra la cual apenas se ha podido ganar la batalla casi a fines de la primera mitad del siglo XX. Hubo ciudades que quedaron prácticamente reducidas a escombros, y cuya población no alcanzaba para 1936 al millar de habitantes: ciudades que hoy albergan varias decenas de miles y hasta cien mil y más; grandes extensiones de tierra, que fueron emporio de riqueza, se convirtieron en desiertos, porque los hombres que se aventuraban en ella perdían seguramente la existencia o el ánimo para trabajar, mediante el contagio palúdico, que destruía las vidas o las voluntades, lo que daba genuinos tintes de heroísmo a la lucha de los sobrevivientes.

La historia de los países productores y exportadores de materias primas es vergüenza para la humanidad civilizada. La oscilación de los precios según la fementida ley de la oferta y la demanda, siempre operó en beneficio de los compradores, quienes con rigor inexorable fijaban en su propia jurisdicción la retribución que se daría a quienes en actitud de súplica entregaban el producto de su tierra al comercio mundial. Los tratados de comercio, laboriosamente negociados para asegurar la compra de las materias primas, contenían siempre cláusulas que favorecían la colocación de los productos industriales de los grandes países en nuestros mercados y hacía difícil la transformación de nuestra realidad. El ilustre argentino Juan Bautista Alberdi decía en Chile en 1844: «Ya la Europa no piensa en conquistar nuestros territorios desiertos; lo que quiere arrebatarnos es el comercio, la industria, para plantar en vez de ellos su comercio, su industria de ella; son armas son sus fábricas, su marina: no los cañones; las nuestras deben ser las aduanas, las tarifas, no los soldados». Pero esos enemigos no se podían vencer, porque no teníamos capitales y sólo los obteníamos a un costo exorbitante; porque el proceso de nuestra producción se efectuaba mediante una cadena de intereses que comenzaba con el beneficio del prestamista extranjero y terminaba con el beneficio del comerciante proveedor del mercado internacional.

Para 1935, año en que termina la vida y el gobierno autocrático del general Juan Vicente Gómez, en Venezuela (una Venezuela de tres millones de habitantes) había más de un 63 por ciento de analfabetismo; el número total de escolares no llegaba a 250.000; existían solamente dos universidades y cerca de 2.400 estudiantes de educación superior. Ya, para ese momento, habíamos producido cerca de 1.200 millones de barriles de petróleo, casi totalmente destinados a la exportación; ese petróleo se pagaba a precios muy bajos pero la mayor parte del pago iba a las empresas transnacionales; y con el mendrugo que se nos arrojaba de nuestra riqueza, comenzábamos la construcción de caminos, la creación de escuelas y hospitales, la iniciación de algunas fábricas y la adopción de tímidos pasos hacia la construcción de un estado moderno.

Es el petróleo, como lo señalé al principio de esta charla, el elemento que nos distingue hoy y que provoca curiosidad sobre nosotros en el mundo. El petróleo constituye, tal vez, el artículo económicamente más importante que la Providencia haya otorgado a un pueblo en la civilización actual: es el recurso más solicitado por todas las naciones del mundo y, quizás, el factor más indispensable para el cumplimiento de los programas de desarrollo y aun para el ejercicio rutinario de la vida moderna. El consumo de petróleo crece, aun por encima de la voluntad de los mismos consumidores; aunque es necesario puntualizar que lo barato de los precios fijados tradicionalmente estimularon el despilfarro de una riqueza como ésta, tan necesaria para la humanidad. Las fuentes para obtenerlo crecen sólo en un sentido relativo, en cuanto se conocen y descubren nuevos yacimientos a través de ímprobos esfuerzos; pero se trata de un recurso natural no renovable y la cantidad que se gasta no puede ser recuperada.

Fue a partir de 1970, cuando la Organización de Países Exportadores de Petróleo tomó definitivamente conciencia de que las oscilaciones de los precios se debían a manipulaciones artificiales; de que era absurdo prestarse al juego de ofrecer precios más y más bajos para lograr mayores ventas; que la unión de los débiles puede convertirse en una fuerza, y que era justo y lógico exigir a cambio del petróleo (lo mismo podría decirse de otras materias primas) una compensación más equitativa.

El caso de Venezuela es un ejemplo, que podría multiplicarse muchas veces si se extendiera a los otros países exportadores de petróleo. Nuestra exportación, desde 1918 en que se iniciaron las primeras actividades petroleras en firme, hasta 1950, excedió de 5.000 millones de barriles; por ese considerable volumen se pagaron cantidades muy bajas y del total obtenido al Estado le tocaba una participación tan exigua que parecía un extremismo revolucionario reclamar el «fifty-fifty», es decir una participación del 50 por ciento del valor de nuestro producto. Y eso, sobre precios tan bajos que distaban en forma alarmante de los propios precios que los grandes países pagaban a sus productores en el mercado doméstico. Para 1935, Venezuela producía 148 millones de barriles de petróleo al año, casi todo para la exportación; para 1936, ya eran 155 millones de barriles; y los ingresos totales del Estado en el año fiscal 1-VII-35/30-VI-36, sumando al petróleo otros arbitrios rentísticos, apenas alcanzaba a cerca de 150 millones de bolívares, que al cambio actual representaría un poco más de 30 millones de dólares. De este ingreso, el petróleo aportó sólo el 29,2 por ciento, lo cual indica que el estado venezolano no recibía sino alrededor de 6 centavos de dólar por cada barril extraído de las entrañas de nuestra tierra y llevado a quemarse en el proceso de industrialización y de transformación de las grandes potencias.

Quizás no se conozca suficientemente en los grandes países desarrollados el hecho de que cada consumidor pagaba a su propio gobierno, en impuestos directos o indirectos sobre el combustible, una cantidad muy superior al precio total que por el mismo combustible se pagaba al productor, incluido el transporte y la refinación. Del pago hecho al consumidor del producto refinado, en los países occidentales, el 61 por ciento lo percibe su propio gobierno. La diferencia entre el precio pagado al petróleo venezolano y el precio pagado al productor doméstico en Estados Unidos alcanza durante los 20 años transcurridos de 1950 a 1970, a una suma del orden de 17.500 millones de dólares. Óigase bien: 17.500 millones de dólares en veinte años, cantidad cercana al monto de nuestras importaciones, por las cuales tuvimos que pagar aumento inflacionarios del orden  del 70 por ciento en cuanto a maquinarias y equipos y no menor del 40 por ciento en cuanto a productos alimenticios; mientras el precio del petróleo, artículo tan esencial para la humanidad y cuya disponibilidad disminuye a medida que aumenta el consumo, ya que no es renovable, bajaba en más del 10 y en algunos casos del 20 y del 30 por ciento.

Obsérvese también, que en todo ese período la participación del país dueño de la materia prima estaba todavía en muy bajas escalas, en relación a las empresas multinacionales que ejercitaban la explotación y que dejaban sus utilidades en el país comprador. De lo injusto de esa relación es una demostración clara el hecho de que hoy, cuando el porcentaje del Estado está en el orden del 90 por ciento, sin embargo, las ganancias de las empresas multinacionales han llegado a límites tan altos que han provocado alarma en los propios países de donde sus capitales provienen.

Las comparaciones que acabo de hacer se refieren solamente a los precios realmente pagados a los exportadores que ahora constituyen la OPEP, en referencia a los precios (limitados mediante mecanismos coercitivos) pagados a los productores domésticos del país de mayor producción y de mayor consumo en el mundo. Si las comparaciones se realizaran con las cantidades que hoy se exigen (y que se pagan porque el petróleo vale porque cualquier sustituto cuesta más producirlo), las cifras llegarían a cantidades astronómicas.

Recordando solamente que entre 1950 y 1970 el precio promedio del barril de petróleo venezolano oscilaba en el mercado exterior en alrededor de dos dólares por unidad, mientras que hoy está por encima de los catorce dólares; tomando en cuenta que nuestra exportación durante esos veinte años fue de más de 20 mil millones de barriles, llegaríamos a la conclusión de que si se hubieran pagado al precio actual se habría debido dar por el petróleo venezolano la suma adicional de 240 mil millones de bolívares. Reduzcamos, si se quiere, estas cifras. Usemos términos más modestos de comparación. Alarmados por los números, tomemos apenas una parte del precio real que hoy se nos paga, promediémoslo con el precio mezquino que se nos impuso en el pasado, y pongamos, por ejemplo, cinco dólares de diferencia por barril: usando este coeficiente resultaría que en veinte años a Venezuela dejó de pagársele, por un producto tan esencial, la inmensa suma de 100 mil millones de dólares.

Estas cifras son solamente referenciales; las planteo para que se analicen, para que se estudien, para que se discutan. Estoy seguro de que un análisis serio y objetivo llegará a la última conclusión de que puedo haberme quedado corto en mis cálculos. Con razón, su Majestad el Shah de Irán ha expresado en alguna ocasión que los países de la OPEP han financiado durante todos estos años el desarrollo de las grandes potencias industriales de la Tierra.

El conocimiento de estos hechos ha sido quizás el descubrimiento más trascendental de la vida del mundo en la segunda entrada del siglo XX. El mensaje y el ejemplo que él envuelve es la clave que puede ayudar a resolver ese problema angustioso de que, por los términos injustos del intercambio económico, se ensancha cada vez más la brecha entre los países desarrollados y los países en vías de desarrollo.

Se me preguntará sobre el camino por andar en virtud de los hechos planteados. Yo propuse, desde el Gobierno de mi país, una mesa redonda de países productores y consumidores, y obtuve la callada por respuesta. Creo que ahora se debe marchar hacia una mesa redonda permanente entre países productores de materias primas y países consumidores de las mismas. Los precios de las materias primas tienen que ser suficientes para que los países que las producen superen sus economías de subsistencia y puedan cumplir sus programas de desarrollo. La aportación de las materias primas al comercio mundial debe tener como contraprestación, no sólo el pago de los precios justos y estables que por tanto tiempo se les han negado, sino la transferencia de tecnología y el uso de los recursos necesarios para que pueda lograrse un equilibrio sin el cual la humanidad estaría abocada a una tragedia mayor a las que ha conocido en su historia.

No hay derecho para que mientras los precios de los artículos manufacturados y de los demás productos exportados por los grandes países industriales han venido sufriendo un aumento constante, a veces por sobre todo límite tolerable, los mecanismos de poder económico hayan mantenido limitaciones y aun reducciones de precios a las materias primas aportadas por los países del llamado Tercer Mundo.

Podrá discutirse si se quiere el nivel alcanzado por los precios del petróleo: pero es inobjetable la posición de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), cuando sostiene que toda revisión de precios debe tomar en consideración los índices inflacionarios que desde los países de mayor potencialidad económica continúan oprimiendo el universo.

La llamada crisis energética puede provocar un sacudimiento de conciencia para la humanidad. Ella no corresponde verdaderamente a una crisis, en cuanto no hubo modificación de los factores reales que concurren al ciclo económico. Lo que hubo fue una toma de conciencia. Lo que hubo fue la definición de una actitud. Lo que hubo fue la resolución firme de no permitir que los consumidores tuvieran exclusivamente la palabra en la fijación de los precios, y de que las empresas transnacionales continuaran manejando a su antojo los grifos de la producción para obtener los fines que les resultaran a ellos convenientes.

La cuestión del petróleo ha venido a darle más fuerza a la tesis que he sostenido desde hace algunos años, de la justicia social internacional. Una tesis que comienza a ser planteada en diversas tribunas y en forma de reiteración, muy elocuente en reuniones de Estados y en asambleas internacionales. Una tesis que proclamamos en todos los documentos bilaterales suscritos por Venezuela durante los cinco años de mi gobierno y que hemos sostenido en los foros que reúnen a los representantes de los países de la Tierra. La relación jurídica entre un país y otro no puede agotarse en los viejos cartabones de una supuesta justicia igualitaria que dejaba siempre al más débil sujeto a las conveniencias del más fuerte. La justicia social reclama, en cada sociedad humana, todo lo necesario para el bien común, e impone obligaciones diversas, porque es diversa la capacidad de cada uno de los asociados; así mismo, la justicia social internacional exige, en nombre de la comunidad internacional, lo necesario para el bien común universal, y la imposición de obligaciones mayores a los países que tienen mayor capacidad, para que todos puedan cumplir sus fines y pueda lograrse la solidaridad humana.

Esta idea de la justicia social internacional la han tenido presente los países exportadores de petróleo en el mismo momento en que reclaman sus derechos. No han negado sus obligaciones hacia los otros pueblos en vías de desarrollo que no poseen suficientes recursos energéticos y de los cuales han querido erigirse en paladines algunos voceros de grandes intereses que estuvieron callados cuando se realizó el aumento de precios de las manufacturas y equipos y de los otros bienes y servicios exportados por las potencias industriales, en detrimento del resto de la humanidad. Los países petroleros analizan y discuten las formas más convenientes para cooperar al desarrollo de las demás naciones no industrializadas; ya están a la vista los hechos; los mecanismos son quizás imperfectos, pero demostrativos de que no impera el egoísmo en quienes libran esta gran jornada. En cuanto a los países industriales, es bueno no olvidar que el componente inflacionario importado por el mayor precio del combustible constituye un porcentaje menos, estimado entre el uno por ciento y el dos por ciento, que el de otros componentes generales dentro de esos mismos países, como el relativo a productos alimenticios, maquinarias, equipos, así como servicios indispensables en la sociedad moderna. Y, en cuanto a los países no industrializados, el fortalecimiento de la posición de la OPEP es un soporte para que puedan lograrse relaciones más justas en cuanto a las demás materias primas exportadas por el Tercer Mundo; su desfallecimiento constituiría una quiebra irremediable de la aspiración a lograr, en todos los órdenes, términos más justos de intercambio.

En el mes de junio del presente año, en la ocasión de celebrarse la inauguración de la estatua de Bolívar en Londres, el Secretario de Estado del Reino Unido expresó en un discurso que los descubrimientos petroleros en el Mar del Norte hacen posible que, a vuelta de un cierto número de años, la Gran Bretaña deje de ser importador y se convierta en exportador de petróleo; según él expresaba, podría entonces solicitar ser miembro de la OPEP. El hecho de que el Reino Unido sea productor de petróleo en gran escala será un bien, no solamente para él, sino para este continente y para el orbe; y ofrecerá, a quienes libran la batalla por los precios justos del combustible, un apoyo estimable. Esa perspectiva, relativamente cercana, me anima a pensar que, desde ahora, las más agudas inteligencias británicas tendrán una disposición favorable hacia los argumentos sostenidos hoy por países que, como Venezuela, tienen en el petróleo su principal riqueza.

En Venezuela tenemos mucho todavía por hacer para vencer el subdesarrollo. Si nos estimula pensar que el porcentaje de alfabetos, es decir, de personas mayores de diez años que saben leer y escribir, que en 1935 no llegaba al 40 por ciento, era ya en 1950 el 51 por ciento, en 1961 el 65,2 por ciento y en 1971, el 77,1 por ciento, sabemos que, invirtiendo bien los recursos obtenidos por nuestro producto económico más importante, nos debemos aproximar en breve tiempo a las cercanías del ciento por ciento. Así mismo, si frente a un total de menos de 250.000 escolares, dos universidades y 2.400 alumnos de educación superior que había en 1935, podemos presentar en 1974 un total de dos millones y medio de escolares, 29 instituciones universitarias y ciento setenta mil alumnos de educación superior, todo ello no debe ser ni es para nosotros sino un acicate para superar los escollos que aún faltan y lograr las cifras que corresponden a un país desarrollado. Esto que de la educación he dicho, podemos decirlo en los demás aspectos que se refieren a la población, especialmente en materia de salud y de seguridad social; pero si me he referido a la educación es porque es allí donde el esfuerzo ha sido más intenso y porque en la concepción legítima de nuestro desarrollo le hemos otorgado y seguiremos otorgando a la educación la primera prioridad.

El «escándalo» del petróleo no reside en que los productores hayan reclamado precios más convenientes: el verdadero escándalo del petróleo estuvo en el despojo inconcebible de que fueron objeto durante largos años los países de cuyas entrañas se arrancó –a través de las artes sutiles de la negociación o de la imposición poco disimulada– una riqueza sin paralelo para ser utilizada en provecho de los que ya eran ricos y continuar culpando por su atraso a los países pobres.

Sinceramente, y para concluir estas palabras, quiero decir que, así como empecé diciendo que me sentía orgulloso de ser hijo de la Patria de Bolívar, también siento íntima satisfacción de haber sido gobernante de un país que ha participado decididamente en una de las batallas más importantes y más promisorias que se hayan librado contra la injusticia en los términos de intercambio económico internacional.

Muchas gracias.