Una unidad sustancial de sangre y de espíritu
Discurso pronunciado al recibir la investidura del grado de Doctor Honoris Causa de la Ilustre Universidad de San Fernando, La Laguna. Tenerife, Islas Canarias, el 11 de diciembre de 1976.
Decir que no encuentro palabras para expresar mi gratitud y mi emoción no es valerme de un lugar común sino afirmar una plena verdad. Para mí, este acto es una especie de reencuentro con viejos ancestros, los mismos que han estado presentes a través de muchas generaciones de calificados actores del quehacer venezolano. Se trata de un verdadero reencuentro, en el nivel más alto del espíritu y en la afirmación más pura y noble de un sentimiento de fraternidad.
Yo soy, en este momento, nada más que la ocasión, en carne y hueso, escogida por la gente canaria para manifestar su afecto entrañable a Venezuela. Esta gente vive dándonos muestras desbordantes de estimación y de cariño; y su Universidad, al decidir el homenaje que se ha querido rendir a Venezuela en la figura excelsa de Don Andrés Bello, ha querido extender su generosidad a este modesto servidor de los ideales comunes, que bajo la inspiración de Bolívar y el magisterio de Bello encontraron arraigo, lo mismo en nuestra tierra que en la patria de nuestros mayores.
Al agradecer esta honrosa distinción, que en forma tan espontánea como unánime y con características tan enaltecedoras se me hace, debo especializar mi reconocimiento en el Rector de la Universidad, doctor Antonio de Bethencourt, y en el antiguo Rector, doctor Enrique Fernández Caldas; en el Decano, don Ramón Trujillo Carreño, Director del Instituto de Filología y Lingüística «Andrés Bello» y proponente de este doctorado honorario; en todo el Claustro de la Universidad, que acogió notablemente aquella iniciativa; en el Consejo de Rectores de Universidades y en las autoridades de los Ministerios de Educación y Ciencia y de Asuntos Exteriores de España, que al conceder el trámite también quisieron dejar constancia de la unanimidad.
Insisto en que no hallo qué expresiones usar. Pero, ya que ha sido Andrés Bello el padrino de esta hermosa aventura, espero que no se verá mal el que acuda a esa joya antológica que es su discurso de instalación de la Universidad de Chile, pronunciado el 17 de septiembre de 1843; pues aun a la infinita distancia de su egregia talla, considero que a ninguna expresión mejor podría apelar que a la del mismo Bello cuando agradecía los homenajes que se le rindieron al asumir el Rectorado de aquel instituto, que ejercería desde su fundación hasta el fin de sus días: «En cuanto a mí –dijo– sé demasiado que estas distinciones y esa confianza las debo mucho menos a mis aptitudes y fuerzas que a mi antiguo celo (esta es la sola cualidad que puedo atribuirme sin presunción) por la difusión de las luces y de los sanos principios, y a la dedicación laboriosa con que he seguido algunos ramos de estudios, no interrumpidos en ninguna época de mi vida, no dejados de la mano en medio de graves tareas». Perdóneseme, pues, que haya usado sus frases para exteriorizar mi profundo y eterno agradecimiento. Porque, al invocar su nombre, quiero recordar que es él y no yo quien está recibiendo el homenaje que se le debía.
Andrés Bello, descendiente por todas las ramas familiares de bisabuelos canarios, expresión legítima de los más altos valores de la cultura y la conducta humanas, que honra por igual a las Canarias, a España, a Venezuela y a toda la América Latina, es el motivo central de estas jornadas. Su pensamiento está vigente hoy, cuando conmemoramos los 195 años de su nacimiento. Su mensaje cobra renovado ámbito y fuerza cada día; y su imagen, llena de singular prestancia, constituye estímulo perenne para que a través del estudio, del trabajo, del talento y del esfuerzo diario, los pueblos de un lado y otro del Atlántico –a los cuales está vinculado su ser y su historia– asuman el rol que les toca en el concierto de la humanidad.
Este solemne acto es apenas el pórtico de trascendentales acontecimientos. Pronto quedará oficialmente inaugurado el Instituto de Filología y Lingüística «Andrés Bello», que ya va en camino, por cierto, de importantes acuerdos con los países andinos, signatarios del Convenio «Andrés Bello» sobre educación, ciencia y cultura. Mañana se va a descubrir –y quedará en sitio relevante, frente al edificio rectoral de la Universidad de La Laguna– el monumento a Bello, ofrecido por un grupo de personas e instituciones, en nombre de Venezuela, a las Islas Canarias, en prenda de hermandad y a la ilustre Universidad de San Fernando en testimonio de adhesión. La palabra del Ministro de Relaciones Exteriores de nuestro país, Dr. Ramón Escovar Salom, traducirá el cariño de todos los venezolanos hacia estas «Islas Afortunadas», que son al mismo tiempo el atalaya de la España eterna sobre las ondas del Atlántico y la avanzada de los pueblos hispanoamericanos para llevar a la península gloriosa un mensaje de solidaridad.
Canario por los cuatro costados, venezolano mil por cien y latinoamericano egregio, Bello es el prototipo cultural de esta gran familia de pueblos hermanos. Genio universal como aquellos del Renacimiento, Bello dejó una obra que pasma por el alcance y la profundidad. Su Filosofía del Entendimiento abrió caminos al pensamiento filosófico en el Nuevo Mundo; sus poesías, que cantan la belleza de nuestra zona tropical, le han ganado el calificativo de «Libertador artístico» de Iberoamérica; su Gramática Castellana «para uso de los americanos», escrita para preservar en las nuevas naciones la unidad del lenguaje, es considerada todavía, a un siglo largo de su publicación, como la mejor que existe en nuestro idioma y una de las mejores del mundo, según la autorizada expresión del gran filólogo español Amado Alonso; el Código Civil chileno, del que fue Bello su principal autor, sobresale como el cuerpo legislativo de mayor importancia en la vida jurídica de nuestro continente; sus Principios de Derechos de Gentes abrieron la vía de una doctrina jurídica internacional específicamente latinoamericana; sus investigaciones filológicas, críticas, científicas, sociales y jurídicas impresionan aún, no sólo por la universalidad de sus conocimientos sino por la profundidad de sus análisis. Rector universitario, Senador, Vice-ministro de Relaciones Exteriores, periodista, profesor, abisma la magnitud descomunal de su obra; esposo insigne, padre ejemplar, amigo fiel y ciudadano probo, la límpida claridad de su existencia le permitió proyectar sin deformarla, la luz que iluminaba su incomparable talento.
Ese es el símbolo humano cuya majestuosa dimensión nos congrega estos días: él enaltece por igual a la patria venezolana, que le dio forma; a la nación chilena, teatro de sus hazañas portentosas; a toda la América Latina, que se enorgullece en tenerlo; así como a la más genuina hispanidad –entendida como corriente inspiradora de noble fraternidad entre pueblos libres e iguales– y al ancestro canario, duro y multiforme como sus milenarios dragos.
Por las calles de esta misma tradicional ciudad, cercanas al lugar donde se levanta la estatua del retoño preclaro, anduvieron desarrollando su existencia humilde los bisabuelos paternos, Don José Rodríguez Bello y Doña Isabel Martínez, y Don Manuel Rodríguez Bello, quien habría de casarse en Caracas con otra tinerfeña, Doña Juana Gutiérrez, natural de Granadilla de Abona; y por esta misma isla de Tenerife, en Tacoronte, vivieron sus otros bisabuelos, Don José González López, Doña María Domínguez Gutiérrez, Don Francisco Delgado y Doña Ana María de la Cruz. De La Laguna eran el tatarabuelo, Don Juan Rodríguez Bello, «maestro de cantería, maestro pedrero, constructor y alerife» y sus hermanos, Andrés, autor de la fachada del actual Palacio Episcopal, y Domingo, constructor de la Iglesia de San Agustín en la Orotava. Gente buena, recia, trabajadora y honesta, que ya en su propia generación o en la inmediata, no pudieron resistir al llamado del mar y se lanzaron a la arriesgada travesía, dejaron atrás «la culta Europa» y dirigieron la vista, como lo aconsejaría en los albores del siglo XIX su ilustre descendiente a la poesía hispanoamericana,
adonde te abre
el mundo de Colón su vasta escena.
Esa fibra canaria, acostumbrada a luchar contra el viento, contra la sequía, contra la adversidad, dio su cosecha en las tierras fértiles del trópico. Bello fue fruto de calidad excepcional, pero su caso se repite en todas las escalas: el milagro de injerto o de trasplante que lleva al poblador canario a ocupar filas de avanzada en las diversas generaciones latinoamericanas. La conciencia de este hecho se renueva a cada paso y en cada circunstancia. Y Venezuela, en cuya vida de ayer y de hoy se encuentra a cada paso la huella del factor canario, se siente feliz de servir como eslabón indestructible para la afirmación solidaria.
En cuanto a mí, frescas están en mi recuerdo las inolvidables jornadas culturales de Garachico, en las cuales tuve la honra de participar durante mi primera visita al Archipiélago; crece cada día la deuda que tengo contraída con su gente, de todas las islas, de todos los sectores y a todos los niveles sociales, por las espléndidas manifestaciones de aprecio que de ella he recibido y continúo recibiendo. Siento cada vez más unidos el pueblo venezolano y el pueblo canario. Los «isleños» –que así se llama en Venezuela por antonomasia a los naturales de las «Islas Afortunadas» y no a nuestros compatriotas insulares de Margarita ni a nuestros vecinos insulares de las Antillas– han jugado en oleadas sucesivas un papel destacado en nuestro acontecer nacional. Y reitero la afirmación de que es difícil encontrar algún habitante de nuestro país, prominente o humilde, en cuyas raíces familiares no se encuentre o en cuya relación íntima no se entrecruce alguna vinculación canaria.
Tuvo ascendientes canarios el Libertador Simón Bolívar; los tuvo el Precursor Miranda; descendía inmediatamente de canarios el sabio doctor Vargas, primer Rector de la Universidad Central de Venezuela bajo la Independencia y primer Presidente civil de nuestra República; sangre canaria hubo en las venas de José Antonio Páez, el gran centauro de la Independencia, figura descollante durante los primeros años de nuestra organización política como Estado soberano, y son numerosos los Presidentes y hombres de gobierno que tienen algo o mucho de canarios. Los canarios, como dijo Bello, dieron ejemplo de laboriosidad, y lo hicieron antes y después de que la célebre Compañía Guipuzcoana de Caracas transformara, durante el siglo XVIII, la economía de nuestra patria; ellos fueron los primeros en levantar banderas nacionalistas en los estandartes de Juan Francisco de León; y si algunos –no es posible negarlo– participaron en la resistencia feroz contra el movimiento emancipador, otros formaron filas en los combates por la libertad; y todos, en general, fueron solicitados como los inmigrantes más deseables cuando se reconoció la necesidad de inyectar nueva sangre para restaurar las energías perdidas durante la guerra larga y dura.
Ese intercambio no se ha interrumpido, esa incorporación de nuevos pobladores isleños, aunque haya sido intermitente, nunca ha cesado; y así como pueden señalarse figuras sobresalientes de la política, la literatura, la ciencia o el arte, cuya estirpe canaria es conocida, también se observa la persistencia del elemento canario en la agricultura, en la industria, el comercio y el trabajo calificado, en el constante esfuerzo por lograr nuestro progreso y superación.
Entre todos, sin duda, Bolívar y Bello son astros refulgentes, de una dimensión incomparablemente superior a los demás; guerrero, pensador genial y estadista, el primero; intelectual, constructor de instituciones sociales y maestro, el segundo. Yo encuentro comparable a la distancia que hay entre Bolívar y las demás figuras cimeras en la Independencia (a pesar de la altura inmensa que estas obras tuvieron o llegaron a alcanzar) la que existe entre Andrés Bello y las demás personalidades egregias de la cultura, la legislación, la educación y la ciencia. Distancia que se observa por la universalidad del genio, por la calidad sin par de la obra múltiple, por la proyección de la obra cumplida y por su perenne vigencia, más acuciante en el momento actual en la medida en que se afirma la lucha por la unidad de nuestras patrias y por su plena soberanía cultural y económica.
La presencia estatutaria de Andrés Bello frente a la Universidad de La Laguna señalará a las jóvenes generaciones canarias, como lo hace a las de Chile y Venezuela, la altura a donde deben aspirar a llegar por la inteligencia, por la labor infatigable y por la rectitud de los propósitos. Bello está también en bronce perenne en otros sitios que le sirven de cátedra, ya sean calles o plazas, o bien lugares de predilección como el vestíbulo de la Real Academia, en Madrid, o el frente de la Biblioteca del Colegio St. Antony, en Oxford. Su nombre, que prestigia organismos y poblaciones, distingue también ahora, por decisión de sus educadores de los niveles medio y universitario, a calificados institutos canarios, entre los cuales debemos señalar al Instituto de Filología y Lingüística«Andrés Bello», a través del cual ensancha y enriquece sus actividades esta ilustre Universidad de San Fernando, y el Instituto de Bachillerato «Andrés Bello» en el cual se forman calificadas promociones de muchachos y muchachas de Santa Cruz de Tenerife. Esos homenajes que lo realzan, comprometen al mismo tiempo a los hombres de nuestra generación. Porque esta coyuntura histórica, a semejanza de la que a Bello le correspondió, reclama, como él decía, «el arreglado pero libre desarrollo de las facultades individuales y colectivas de la humanidad»; y al emprender animosos la grave tarea que el destino común reclama con urgencia, hemos de poner, como Bello, la Universidad a la cabeza de las instituciones encargadas de forjar el alma de los pueblos y orientarla hacia el vasto programa que lleva implícita su propia condición de universitas.
Bello dijo, cuando inició la vida renovada de aquella Universidad de Chile que convirtió en espejo de sí mismo: «Los sabéis, señores: todas las verdades se tocan, desde las que formulan el rumbo de los mundos en el piélago del espacio; desde las que determinan las agencias maravillosas de que dependen el movimiento y la vida en el Universo de la materia; desde las que resumen la estructura del animal, de la planta, de la masa inorgánica que pisamos; desde las que revelan los fenómenos íntimos del alma en el teatro misterioso de la conciencia, hasta las que se expresan las acciones y reacciones de las fuerzas políticas; hasta las que sientan las bases inconmovibles de la moral; hasta las que determinan las condiciones precisas para el desenvolvimiento de los gérmenes industriales; hasta las que dirigen y fecundan las artes. Los adelantamientos en todas líneas se llaman unos a otros, se eslabonan, se empujan. Y cuando digo los adelantamientos de todas líneas, comprendo sin duda los más importantes a la dicha del género humano, los adelantamientos en el orden moral y político».
Dar inmediata actualidad a ese mensaje es imperativo ineludible. No escapa la Universidad, ni en el Oriente ni en el Occidente, ni en el mundo sajón ni en el latino, ni en los países prósperos del Norte ni en los estados en vías de desarrollo del Sur, de la crisis de transformación que sacude todas las estructuras para renovar las instituciones sociales. Pero, a medida que la Universidad se muestre más capaz de cumplir su destino orientador de la vida de las naciones, ha de mirar hacia esa imagen que Bello describió; una imagen de integridad y de armonía, en que la vida moral y la vida intelectual se entrecrucen y apoyen mutuamente, y donde el hombre, en toda la excelsitud de su persona, constituye –a la vez que el motor– el objetivo supremo del desarrollo y del progreso, del bienestar y la justicia.
Recordemos otra vez que estas ceremonias envuelven para nosotros, venezolanos y canarios, mucho de compromiso. El compromiso de mirar juntos y de afrontar unidos el porvenir de nuestros pueblos y de los demás pueblos hermanos. Si hoy reiteramos, como Bello lo hacía, que «la libertad es el estímulo que da un vigor sano y actividad fecunda a las instituciones sociales», y si vivimos en circunstancias en que se palpa la presencia de un mundo nuevo, o, como decía Bello, de «nuevas instituciones, nuevas leyes, nuevas costumbres, variadas por todas partes a nuestros ojos la materia y la forma», sentimos más la necesidad de afirmarnos en nuestro propio ser, para lo cual el ejemplo señero de aquellos hombres que dieron máximo brillo al gentilicio ha de ser nuestra más clara guía, hacia una hermandad indestructible que sea decisivo factor de la transformación tanto tiempo soñada.
El fraterno interés que los pueblos de América Latina sienten por aquella Mater Hispania fecunda de los siglos de máxima grandeza, hoy una de las más ilustres, de las más importantes, de las más promisoras hermanas de nuestra familia de pueblos, aumenta con la fuerza arrolladora del presente.
Miramos hacia España con angustioso amor y con renovada esperanza. La vemos como nuestra, sin dejar de reconocerla como parte integrante y necesaria de la comunidad europea, dentro de la cual, con el vocerío de una gran nación de trescientos millones de seres humanos, puede y debe jugar un gran papel al servicio de los más nobles intereses de la humanidad. Pero, cuando tendemos hacia España la mirada, como sabemos que España la tiende hacia nosotros, encontramos en medio del Atlántico el eslabón imprescindible del Archipiélago Canario, al que sentimos –si se puede– aun más americanista en su tradición y en su actitud perenne que la misma fraterna gente peninsular; y sabemos que este hecho, reconocido e indiscutible, lejos de ser motivo de distanciamiento o de perturbación, se convierte en fuerza útil para la acción que debemos cumplir, en el orden de una solidaridad entre iguales, fortalecida por la historia y vivificada por el aliento de la libertad.
Nadie podría sentirse autorizado a ver en la inauguración del monumento de Andrés Bello mañana, en la del Instituto de Filología y Lingüística «Andrés Bello», en la inauguración oficial de «La Casa de Venezuela» en Tenerife y en la serie de actos programados, entre los cuales no puedo dejar de incluir éste de ahora –no por la significación del recipiendario sino por el simbolismo que reviste–, simples manifestaciones formales, de esas que pueden repetirse, más o menos estereotipadas, en los ajetreos diplomáticos.
Nada de eso. Estamos reconociendo una unidad sustancial de sangre y espíritu. Estamos ratificando una sagrada obligación con nuestros pueblos y con el lugar que la Providencia les señala. Estamos recogiendo el aliento integracionista de Bolívar (cuya familia vino en parte de Teror, donde se conserva la memoria del origen de su dulce esposa madrileña, y de Garachico, donde se rinde veneración a su figura). Estamos invocando el magisterio formidable de Bello (descendiente de buenos hijos de Tenerife) para que nos recuerde nuestro deber y nos ilumine el sendero. Vivimos en un instante de febril actividad y de inquietud. Ya nadie volvería a encontrar en La Laguna aquel silencio y aquella soledad que se le metían «hasta el tuétano del alma» al nobilísimo Rector de Salamanca, Don Miguel de Unamuno. Ya se esfumaron hace tiempo, hasta en lo más remoto de la lejanía, aquellas «cien generaciones ignoradas» que cantara el poeta isleño Don Nicolás Estévanez.
Estamos en un mundo que quiere ser auténtico en proclamarse como nuevo y obrar en consecuencia, aunque ya pronto vaya a conmemorarse el medio milenio del Descubrimiento. Andamos en una hora que no admite pausas ni dilaciones y en que resuena, dentro de trágicos pregones, el anuncio de un deber de dimensión histórica. A un lado y otro del Océano está sacudiéndonos la misma vibración.
Al vestir este traje académico, al ver en mi mano este anillo que me hace como Doctor parte del Claustro de este ilustre Instituto, símbolo de la cultura de un pueblo que siempre ha esgrimido como su primera credencial el trabajo, me hallo trémulo, sobrecogido por la magnitud del honramiento y por la inmensidad de la tarea que todavía nos falta por hacer. Si he hablado del compromiso colectivo, debo admitir que este doctorado honorario envuelve para mí, en particular, una mayor obligación.
Pido a Dios que no nos niegue su asistencia para tener la fuerza espiritual y la incansable actividad de que hemos menester para cumplir con nuestra responsabilidad, rindo ante esta Universidad egregia el testimonio de mi devoto respeto, y reitero la predilección de mi pueblo, el pueblo todo de Venezuela, por los vástagos ultramarinos de esta inmensa familia, que si bien tiene mucho de qué enorgullecerse en fases estelares de la historia universal, tiene mucho que realizar en la empinada cuesta de los días presentes y en la anchurosa avenida del futuro.