Elecciones en Venezuela

Artículo de Rafael Caldera escrito para la Agencia Latinoamericana de Noticias (ALA).

No voy a entrar ahora a analizar las razones por las cuales perdieron las recientes elecciones en Venezuela el partido Acción Democrática, su candidato presidencial Luis Piñerúa y el gobierno del presidente Carlos Andrés Pérez. Esto lo deben estar considerando –y no sin apasionadas inclinaciones– los dirigentes del partido derrotado. Según algunos, el resultado debe imputarse al candidato y su campaña; según otros, al gobierno y a su obra: como sucede con frecuencia, puede que ambas posiciones tengan algo de razón. El candidato no pudo entusiasmar; la campaña –técnicamente asesorada por brillantes politólogos– no llegó a convencer; el gobierno, cuya participación en los medios de comunicación fue realmente atosigante (el presidente Pérez dijo que «él no estaba en campaña electoral, pero su obra de gobierno sí», con lo que sometió esa obra al riesgo del veredicto popular) no satisfizo.

Pero, repito, no es mi intención profundizar en el análisis de los aspectos negativos que se observan del lado de Acción Democrática. Prefiero explicar por qué el Partido Social Cristiano Copei y su candidato a la Presidencia de la República, Luis Herrera Campíns, obtuvieron una victoria limpia y hermosa y –para muchos observadores del exterior y algunos en el interior– sorpresiva. No lo fue –sorpresiva ni inesperada– para quienes auspiciábamos la candidatura del ahora Presidente electo, ni para un gran número de venezolanos que cada día más se iban convenciendo de que la votación iba a favorecernos.

En primer lugar, es indudable que el triunfo obtenido constituyó un reconocimiento a la personalidad del candidato presidencial. Luis Herrera lució ante los ojos de los votantes como la mejor opción. Político reconocidamente honesto y culto, su figura caló ante todos los sectores sociales, como lo reconocen hasta comentaristas que vienen a admitir a posteriori lo que se empeñaban en negar durante la campaña. Expresión de una clase media laboriosa, de formación universitaria, obtuvo el respaldo de un inmenso número de pequeños y medianos productores, de profesores y científicos, profesionales y técnicos, entre los cuales figuraban en primera línea dos destacadas figuras, como por ejemplo, rectores de las más importantes universidades. Pero, al mismo tiempo, logró una respuesta favorable por parte de las otras clases y especialmente de los sectores marginados, que ven en él una gran esperanza.

La campaña del candidato fue larga e intensa. No hubo pequeña población adonde se excusara de ir, no hubo grupo humano con el que no quisiera dialogar, no hubo medio de comunicación social al que eludiera, tanto en el proceso previo a su nominación de candidato como durante el largo trecho que empezó con su postulación, aclamada en el Poliedro de Caracas el viernes 19 de agosto –cuando tuve el honroso encargo de anunciarlo– y se intensificó con la apertura oficial de la campaña el 1 de abril de 1978, hasta el día final establecido por la ley, a saber, el 30 de noviembre.

La adhesión de importantes organizaciones políticas y de numerosos grupos de independientes contribuyó a reafirmar la amplitud de su candidatura, que fue reconocida como una candidatura nacional, lo que la hacía más atractiva a algunos electores que quizás tenían duda en depositar su voto en favor de Copei. Pero también el resultado electoral ha constituido una reafirmación del proceso de crecimiento del partido al que pertenece el nuevo Presidente. Copei (antiguo «Comité de Organización Política Electoral Independiente») fue fundado hace 33 años por un grupo de jóvenes que antes en mayoría habíamos constituido la UNE (Unión Nacional Estudiantil), en cuyo seno aprendimos la realidad de una dura lucha en defensa del ideal y logramos forjar una indestructible solidaridad.

El partido se inició como un Comité –al cual acompañaron otros en el interior del país– muy pronto calificado como socialcristiano o demócrata-cristiano por la opinión pública, en los mismos días en que partidos de base ideológica afín iban apareciendo en Italia, en Alemania y en otros países europeos. Eran los primeros meses de gobierno de una Junta Revolucionaria presidida por Rómulo Betancourt, a raíz del derrocamiento del presidente Medina Angarita por un movimiento de juventud militar con apoyo de Acción Democrática. En las elecciones constituyentes de 1946, Copei obtuvo cerca de 100.000 votos; en las presidenciales de 1947, más de 250.000. En 1952, en las elecciones constituyentes bajo el gobierno militar, que ganó Unión Republicana Democrática, pasamos de 300.000 votos. En las cinco elecciones celebradas a partir del 23 de enero de 1958, ya en coalición comprometida a consolidar el experimento democrático durante un difícil quinquenio (1959-1964), en la oposición (1964-1969), o en el gobierno (1969-1974), la votación copeyana ha ido aumentando a razón de 50% entre una votación y otra: 400.000 votos en 1958; 600.000 en 1963; más de 900.000 en 1968 (con la llamada «tarjeta pequeña», es decir, en el voto para cuerpos deliberantes, porque la «tarjeta grande», o sea, para la Presidencia, llegamos casi a 1.100.000); en 1973, aunque perdimos la elección, subimos a más de 1.400.000; ahora, con la tarjeta pequeña hemos llegado a 2.100.000. Son cifras redondas, naturalmente. Es un ejemplo impresionante de firme avance en el ánimo de un pueblo que mayoritariamente nos vio al principio con suspicacia y que a través del tiempo, conociendo mejor nuestro pensamiento y observando nuestra conducta, nos ha respaldado hasta hacernos la fuerza política más importante del país.

En una región en la que inicialmente fuimos más débiles (el Oriente de Venezuela, donde operaron variados factores en contra nuestra) la progresión del crecimiento ha sido aún mayor. En el estado Monagas, por ejemplo, duplicamos los votos obtenidos entre una elección y otra (4.000 en 1958; 8.000 en 1963; 16.000 en 1968; 30.000 en 1973; 60.000 en 1978). Cifras parecidas pueden presentarse en los otros estados orientales, salvo en Nueva Esparta (islas de Margarita y Coche) el aumento fue porcentualmente superior: después de 5 años de gobierno (1968 a 1973) pasamos, de menos de 2.000 a más de 19.000 votos, que ahora llegaron a más de 20.000.

La elección del 3 de diciembre de 1978 tuvo, al mismo tiempo, un significado de protesta y de esperanza. Protesta, contra un gobierno que, con inmensas facilidades a su alcance, no satisfizo las expectativas que él mismo había creado; esperanza, en un candidato que se hizo genuino intérprete de las aspiraciones nacionales y prioritariamente de los vastos sectores populares. Fue también un acto de confianza. Confianza en un partido, Copei, que ha sido fiel a su compromiso con el pueblo. Y, ¿por qué no decirlo?, la elección tuvo también el significado de un reconocimiento al gobierno que tuve la responsabilidad de encabezar en el quinquenio precedente.

El presidente Pérez se empeñó desde el primero hasta el último momento de su mandato en establecer comparaciones, pretendiendo echar sobre la administración anterior la culpa de sus propias fallas. El país fue materialmente conminado a pronunciarse entre la administración adeca y la anterior administración socialcristiana. Por ello, la elección tuvo un inevitable sabor de veredicto. Ya los sondeos de opinión a través de las más variadas encuestas, hechas por entidades profesionales con las que nosotros no teníamos ningún nexo y que más bien se encontraban relacionadas con gente del gobierno de Pérez, revelaban que la opinión general favorecía ampliamente al gobierno que yo presidí.

El pueblo tuvo oportunidad de comparar la obra que nos empeñamos en hacer, a pesar de tener medios más escasos y enfrentar infinitos obstáculos, con la que no alcanzó a realizar el gobierno multimillonario que nos sucedió, que dispuso a su antojo de un torrente fiscal y del respaldo sumiso del Congreso.

En las elecciones de 1968, en que gané la Presidencia por estrecho margen, Acción Democrática había logrado superar a Copei con la «tarjeta pequeña», es decir, en los cuerpos deliberantes, aunque por margen también estrecho. Sus partidarios atribuyeron nuestra victoria a la división que habían sufrido. Es de advertir que nosotros nunca jugamos a las divisiones del partido rival: ahora que los hemos vencido limpiamente, cuando pusieron en juego los caudalosos recursos fiscales que dejó a su alcance una audaz política petrolera cumplida durante nuestro mandato y no se limitaron en ejercer, para presionar al electorado, todos los resortes del poder. Ello da mayor significación a este triunfo que, como perfectamente sabemos, envuelve para el nuevo Gobierno y para el Partido una inmensa responsabilidad. Confiamos en el auxilio de Dios y en la ayuda del pueblo para mostrarnos dignos de ella.