Militares y civiles
Artículo de Rafael Caldera escrito para la Agencia Latinoamericana de Noticias (ALA).
El pasado 23 de enero se cumplieron veinte años de la iniciación en Venezuela del ensayo de vida democrática que en más de cien años ha demostrado mayor consistencia. Con tal motivo se han hecho numerosas acotaciones y rememoraciones, que van desde el relato detallado de la caída de la dictadura –con el inevitable forcejeo por demostrar quién hizo más o qué acciones tuvieron mayor efecto en la lucha final– hasta la declamación iconoclasta que blasfema de la democracia, imputándole todo lo malo que pueda existir y todo lo que ha dejado de hacerse, como si los errores de hombres o gobiernos fuera consecuencia del propio sistema democrático.
Pero la inmensa mayoría de los venezolanos, los de todas las corrientes políticas y los carentes de preferencias partidistas, han saludado con satisfacción el camino emprendido en 1958 y la firmeza de la institucionalidad fundada a partir de entonces, y mostrado su aprecio por el goce de las libertades públicas, tantas veces conculcadas a los largo de nuestra historia. El mismo hecho de que la conmemoración –que en un régimen autoritario de derecha o de izquierda se caracterizaría por el unanimismo monótono y el palabrerío rimbombante de los panegiristas del régimen o de los ministros del culto a la personalidad– vaya acompañado del uso y abuso de la negación contestataria, es en sí mismo una prueba de la fortaleza de los mecanismos institucionales y así se reconoce.
Escribo estas líneas para hermanos de América Latina más que para lectores venezolanos. Por ello mismo considero oportuno recordar que Venezuela ha sido uno de los países de más atribulado proceso para su organización republicana. Las glorias de la independencia fueron nuestro único consuelo ante el calvario de nuestra historia política. Tras de cada tiranía hubo nuevos intentos de implantar la democracia, conforme al anhelo irrenunciable del pueblo, pero esos intentos duraron poco y condujeron a desesperanzadores fracasos.
Las mismas jornadas de enero del 58 no pueden entenderse sin evaluar amargas situaciones sufridas a partir de la muerte de Gómez (17 de diciembre de 1935), que puso fin a una asfixiante dictadura de 27 años. Hubo avances y retrocesos, impulsos y recaídas, a través de los cuales se llegó a adquirir la experiencia y a forjar el consenso que hicieron posible, no sólo la caída del gobierno autocrático, sino el funcionamiento del sistema democrático, por sobre numerosos obstáculos y en medio de circunstancias poco favorables a la democracia en nuestro continente.
Uno de los aspectos de mayor importancia para esta especie de «milagro venezolano» (un milagro que tiene que renovarse cada día venciendo la hostilidad de algunos sectores irreductiblemente antidemocráticos y los graves errores e inconsecuencias de algunos dirigentes democráticos) ha sido lo que podríamos llamar la normalización de relaciones entre los sectores militares y civiles. Porque lo ocurrido el 23 de enero fue resultado de un concurso entre las Fuerzas Armadas y los demás sectores (políticos, económicos, laborales, estudiantiles y culturales).
Un concurso que no consistió en un pacto formal ni en una distribución de posiciones (como ocurrió con el movimiento del 18 de octubre de 1945), sino en la culminación de una etapa de vida nacional: producto de una serie de factores que iban llevando a unos y otros al convencimiento de la necesidad de participar todos en el rescate del Estado para el pueblo, en la defensa de las instituciones y en la garantía de la libertad.
La literatura política latinoamericana en relación al sector militar ha oscilado frecuentemente entre dos extremos: el laudo ilimitado, sobre todo cuando la fuerza armada ha estado en ejercicio del gobierno, y el libelo infamante que denigra sin tasa, para desahogar un incontenible resentimiento. Los cultores de la adulación no admiten posibilidad de orden y progreso sino en el gobierno militar: los campeones del antimilitarismo ponen en los ejércitos la causa de todos nuestros males. La experiencia enseña que ni los unos ni los otros tienen la razón.
No pretendo absolver a las fuerzas armadas latinoamericanas de la responsabilidad que les corresponde por haber servido de apoyo –y en algunas ocasiones, de brazo ejecutor– para infinitos excesos cometidos por regímenes autocráticos. Pero sería ingenuo pretender que ello con frecuencia no ha tenido origen en los errores, en los abusos y en las traiciones cometidas por el sector civil en funciones de dirección, política o económica, de cada nación. A veces, los mismos pueblos han incurrido en la ingenuidad de dar su aval, activo o pasivo, a las usurpaciones, hechas mil veces en nombre de la necesidad pública, desmaterializadas mil veces por descaradas ambiciones e insoportables tiranías. Sería aleccionador estudiar las causas reales que influyeron en todos los golpes de estado que ha padecido América Latina, para comparar sus banderas y programas iniciales con el camino que tomaron, y ver cómo sepultaron la esperanza de los que inicialmente creyeron en ellas.
Lo importante en el caso de la Venezuela de 1958 fue la convicción de los civiles de que las Fuerzas Armadas constituyen una institución cuya existencia y fortaleza es necesaria para asegurar la vida del país y el desarrollo nacional y de que sin su participación es imposible recuperar la libertad; por otra parte, la íntima persuasión de los militares de que su función específica se desnaturaliza cuando desbordan los cuadros institucionales para asumir responsabilidades políticas que no les incumben, para las cuales no están formados y cuyas consecuencias perjudican a la propia institución castrense introduciendo en su seno motivaciones ajenas a su índole y deteriorando la unidad y consistencia de su estructura jerárquica.
Los militares venezolanos del 58 venían de pasar por una situación que los hacía a los ojos del pueblo responsables de una cadena de injusticias e irregularidades, mientras de hecho estaban colocados en irritante estado de sujeción a los caprichos y ambiciones de un jefe que se sentía cada vez más omnímodo. La vuelta a sus actividades profesionales –que ya no son, como se decía antes, la simple estada en los cuarteles, sino el trabajo en los institutos de formación, el estudio continuo, la colaboración en los planes de desarrollo– constituyó para ellos una verdadera liberación.
El principio de que la Fuerza Armada es apolítica y no deliberante tiene un sentido real y no solamente teórico. No se trata de pretender que los militares sean robots insensibles a los problemas sociales e indiferentes a las corrientes del pensamiento filosófico. Se trata de que sus ideas y sentimientos, que íntimamente pueden envolver preferencias, se pongan a un lado en cuando concierne a su altísimo deber militar. Por otra parte, la necesidad de respetar esa condición profesional y resistir a la tentación de usar a los militares en el juego político, es indispensable en los gobernantes y partidos democráticos. Las infracciones de esta regla pueden tener y han tenido en numerosos casos consecuencias funestas.
Los militares venezolanos se muestran convencidos de que su papel dentro de la constitucionalidad, emanada del pueblo y animada por la fe democrática, ha sido más conveniente para la institución castrense que el ejercicio del gobierno, que en fin de fines viene a ser el gobierno de un hombre o de un grupo con el rótulo de las Fuerzas Armadas.
Hoy, a veinte años de vida democrática, gozan en Venezuela de un respeto que no tuvieron desde días remotos en la historia y su prestigio es más alto y más sólido de lo que fuera en caso todo el resto de nuestra vida independiente. En cambio, en algunos países hermanos, la admiración y aprecio de que gozaban sus instituciones militares han sufrido considerablemente, por apoyar regímenes contrarios a los derechos humanos y a la libertad de sus pueblos. Quizás el ejemplo de Venezuela, en estos veinte años que han constituido una sorpresa para muchos observadores, ayude a una reflexión fecunda, de esas que maduran en decisiones trascendentes.