1965. Diciembre, 9. Rafael Caldera y el primer ministro de Italia, Aldo Moro, en la celebración del XVII Congreso Europeo de la Democracia Cristiana.

Rafael Caldera y Aldo Moro, en la celebración del XVII Congreso Europeo de la Democracia Cristiana. 9 de diciembre de 1965.

El trágico destino de Aldo Moro

Artículo de Rafael Caldera escrito para la Agencia Latinoamericana de Noticias (ALA).

Mi relación personal con Aldo Moro arranca de 1962. Aquel año asistí como uno de los invitados especiales al VIII Congreso Nacional de la Democracia Cristiana Italiana, instalado el 27 de enero en el Gran Teatro San Carlos de Nápoles, donde me cupo el honroso encargo de pronunciar unas palabras de amistosa solidaridad con los italianos a nombre de los demócratas cristianos latinoamericanos.

Fue en aquella oportunidad cuando Moro propuso la llamada «apertura a sinistra», es decir, la disposición a formar una nueva coalición que incluyera al Partido Socialista, el cual permaneció fuera del gobierno desde la crisis de 1948. Moro era el secretario político del Partido. Habló durante más de seis horas. Desde el principio parecía cansado: sin embargo, pronunció su largo discurso con intermedio entre mañana y tarde y obtuvo una adhesión superior a la que preveían los cálculos más optimistas. Determinado en sus objetivos, fue siempre un artífice de soluciones armónicas, en un país lleno de problemas, el mayor de los cuales había sido tener el partido comunista más fuerte de Europa –herencia del fascismo– y no ver al partido socialista llenar el papel que en otros países del hemisferio han ocupado las fuerzas de izquierda de signo inequívocamente democrático.

El discurso de Moro en aquella ocasión (la «relazione Moro»), su réplica o contra-réplica en el curso del debate y el discurso de planteamiento de la posición en la Cámara de Diputados, fueron traducidos al español y recogidos en un volumen que tuve el honor de prologar. Lo he releído en estos días en que el mundo se siente todavía aturdido por el bárbaro fin a que lo sometió una violencia demencial, y en que el corazón de sus amigos no ha salido del estremecimiento producido por los dos interminables meses transcurridos desde el día del secuestro al del asesinato. «Sabemos –dijo Moro en uno de los períodos de su réplica– que existen amenazas totalitarias en nuestro país y en el mundo, procedentes de izquierda y de derecha: nosotros estamos atentos y listos para resistir, hoy como ayer, a esas amenazas contra nuestras instituciones». Y más adelante comentaba: «He sido amigablemente acusado de pesimismo. Yo soy por naturaleza más bien pesimista, pero no creo haber trasmitido mi personal pesimismo a través de mi informe. Creo haber sido fríamente objetivo en la revelación de los datos de la realidad y creo haber sido, por otra parte, humano y optimista, cuando he tratado de mirar más lejos. Ciertamente, no he sido pesimista en relación a la D.C. Ni he excluido que la D.C. pueda presentarse con rapidez y con confianza al cuerpo electoral; no excluyo tampoco que la D.C. pueda tener mayores esperanzas de encontrar mayores consentimientos. No es que haya perdido la confianza en la D.C.: en ese mismo momento dejaría de ser, de derecho, el secretario de la D.C. Creo en mi partido, creo en sus hombres, creo en sus ideales, creo en su historia, creo en su intacta función en la vida nacional, creo que esta experiencia tiene un significado que se puede activar, no en el ámbito de la debilidad, de la mortificación y de la impotencia, sino en el signo de la fuerza, de la iniciativa y de la confianza en la D.C.».

La última vez que hablé con él fue en diciembre de 1975. Larga entrevista sostuvimos en el Palacio Chigi, siendo todavía Moro Presidente del Consejo de Ministros. Se esforzó por hacerme comprender las terribles dificultades de una situación en que, por una parte, la D.C. debía mantenerse firme en su posición de no hacer gobierno con el Partido Comunista, pero encontraba, por otra parte, a los comunistas como los únicos interlocutores con los que podían llegar a ciertos acuerdos de carácter nacional, a través de análisis objetivos y de diálogo directo, por la dificultad insalvable que las otras fuerzas políticas ponían en cada caso, a toda búsqueda de soluciones.

Aunque podrían citarse precedentes (quizás sea el más relevante el de Mahatma Gandhi), es una paradoja increíble la de que precisamente el hombre que consagró su vida al diálogo con paciente laboriosidad para encontrar caminos de convivencia civilizada y armónica, el defensor de la libertad en su más amplio sentido, haya sido sometido al más bochornoso atropello contra la humanidad que se haya visto en los últimos tiempos. Porque la tortura moral a que le sometieron a él y a su pueblo, a su familia y a su partido, no tiene tamaño ni calificativo suficientemente severo, y el vil asesinato con que lo remataron descalifica toda posible motivación ideal en sus autores, por equivocada que sea. Mil veces preferible habría sido el que la muerte lo hubiera liquidado brutalmente en el primer acto del drama.

Lo que sufrió Moro en aquel deprimente cautiverio, lo que padeció su familia a través del viacrucis del secuestro, es algo que sólo a quienes han perdido todo sentimiento de piedad podía dejar de conmover. Y el sufrimiento de sus amigos y compañeros de Partido, al tener que mantener la firmeza de su posición por encima de la vehemente inclinación a claudicar que tenía que venirles de la estrecha amistad y de la inmensa admiración que sentían por el compañero de luchas de tantos años y de la consideración a la conmocionada ternura de su esposa y de sus hijos, es algo que rebasa toda ponderación.

Fue terrible, sin duda, el drama de conciencia que vivieron los hombres del gobierno italiano y los máximos dirigentes del Partido Demócrata Cristiano. El único lenitivo para ellos es la convicción de que cumplieron su deber. No podían adoptar otra determinación que la que les correspondió mantener. Y así lo han entendido millones de italianos, no sólo los que habían votado antes por la Democracia Cristiana, sino los millones adicionales que en las consultas electorales celebradas después del atentado, han aumentado el caudal de la D.C., como para darle la fuerza moral necesaria de seguir afrontando el momento singularmente difícil que atraviesa la nación italiana, una de las más cultas, de las más bellas y de las más admiradas en el mundo.

Indudablemente, es extraordinariamente delicada la situación de un país donde la organización terrorista ha alcanzado un poder tal como para desafiar en la forma más atrevida los cuadros más elevados del gobierno. Tiene que haber infiltración en los órganos encargados de la seguridad del Estado, en una medida tal que quizás haya penetrado hasta los recintos más cuidadosos y preservados en momentos de permanente alerta.

La ferocidad de sus integrantes ha demostrado no pararse en nada y respetar a nadie. Pero el gran ejemplo de la democracia italiana está en la demostración fehaciente del propósito de seguir adelante a base de los mismos principios, con el respeto de las mismas normas, con el culto de los mismos valores que dan sentido a su civilización y nutren a su sociedad. En esa lucha está con ellos una aplastante mayoría del pueblo, de las organizaciones obreras, de todos los sectores sociales. Y en esa lucha los acompaña de lleno la conciencia civilizada del Universo.

Todos sabemos que allá se está librando un combate decisivo entre dos formas de vida, aquella inspirada en la racionalidad y en la dignidad humana, otra movida por la animalidad y la barbarie. No es sólo el destino de Italia lo que se haya en juego: está en juego una forma de vida civilizada, alcanzada por la humanidad a través de largos siglos de proceso histórico.

El trágico destino de Aldo Moro, que tan profundamente nos conmueve, ha sido un hito decisivo. Su nombre servirá de bandera para aclarar y confirmar el destino universal en la conquista de la justicia impulsada por la libertad, causa a la cual consagró su vida el egregio político italiano, a quien enemigos de la civilización dispusieron brutalmente aniquilar.