Reforma agraria y desarrollo rural
Artículo de Rafael Caldera escrito para la Agencia Latinoamericana de Noticias (ALA), en agosto de 1979.
Entre los días 12 y 20 del pasado mes de julio se reunió en Roma, por iniciativa de la FAO y con apoyo de numerosas organizaciones internacionales (entre ellas la Organización Internacional del Trabajo, la UNESCO y el Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola), la Conferencia Mundial sobre Reforma Agraria y Desarrollo Rural. Asistieron delegados de más de ciento cincuenta países –entre ellos varios Jefes de Estado– y de muchos organismos intergubernamentales y no–gubernamentales. Cuidadosamente preparada durante casi dos años, precedida de varias conferencias regionales y de una reunión preparatoria celebrada en marzo, la Conferencia tuvo por objeto central discutir y aprobar una Declaración de Principios y un Programa de Acción que deben constituir en el mundo una especie de Carta Magna de los agricultores y campesinos. Su influencia se hará sentir, sin duda, tanto en la política interna de cada país como en las relaciones internacionales.
En su reunión preparatoria, los países integrantes de la Conferencia me hicieron la honra de proponerme, por aclamación, para Presidente de la Conferencia. He pensado que para los lectores de ALA tendrán interés algunos de los conceptos que planteé en la instalación de la Conferencia, los cuales expongo de seguida.
Es innegable que con la revolución industrial se inició un proceso de subestimación de la vida rural, considerada antes como la fuente verdadera de la riqueza. El progreso fue considerado inseparable de la industrialización. El fenómeno del urbanismo, que ha atraído constantemente pobladores rurales hacia los grandes conglomerados urbanos, fue tomado como equivalente de modernización. Se estableció una especie de vinculación inseparable entre la ciudad y la industria. Los indicadores demográficos han señalado sin cesar la disminución del porcentaje de población rural y un crecimiento arrollador de los porcentajes de población urbana; si bien esos mismos indicadores, correctamente interpretados, han dejado siempre a la vista como una observación elemental la de que la población rural no ha disminuido en cifras absolutas, lo que quiere decir que ha sido el excedente, producido en mayor proporción que en las concentraciones citadinas, lo que ha estado empujando el campo hacia las ciudades.
Este proceso ha sido acompañado, en general, por un incesante deterioro del ambiente, y sólo en los últimos años los dirigentes de las sociedades y las sociedades mismas han comenzado a preocuparse por el desastre ecológico que puede producirse si no se toman desde ahora medidas que garanticen la protección de la naturaleza y permitan al mismo tiempo el mejor aprovechamiento de la tierra para asegurar una alimentación balanceada a una población mundial en constante crecimiento.
Surge, por cierto, la pregunta de si es correcta la dicotomía entre lo urbano y lo rural, la parcelación del mundo en dos sectores, afincada exclusivamente sobre la demografía y la estadística. En muchos países se considera población rural la que vive esparcida en comunidades que albergan hasta dos mil quinientos o diez mil habitantes y población urbana la que vive en núcleos poblados superiores a esa cifra. Esta clasificación tan esquemática ha tropezado con la realidad y ha surgido la idea de establecer una especie de sector intermedio, el de las comunidades «rur-urbanas». Pero la apreciación de este fenómeno se hace más discutible cada día, puesto que fáciles vías de comunicación y medios accesibles de transporte permiten a numerosas familias habitar en poblaciones, no ya de cinco o diez mil habitantes, sino mucho mayores, sin abandonar su actividad específica en relación a las plantaciones y cultivos.
Conozco ciudades de cincuenta mil, de cien mil y hasta de mayor número de habitantes, cuyas características de vida, así como los hábitos e inclinaciones de sectores influyentes, tienen un carácter netamente rural. He encontrado mucha gente que vive en la ciudad porque no puede desaprovechar la ventaja de mejor educación para sus hijos, mejor atención para la salud de sus familiares, mayores oportunidades de cultura y recreación, pero se jacta sin embargo de ser campesina: siente pasión por el campo, desarrolla su vocación por el trabajo en el campo, defiende la importancia prioritaria del campo en la sociedad moderna, aunque para los indicadores estadísticos se la clasifique pura y simplemente como urbana.
El fenómeno de la intercomunicación entre lo específicamente urbano y lo rural propiamente dicho es digno de observarse, de interpretarse en una forma armónica. Suiza es ejemplo de un país industrial inmensamente desarrollado, al que confluyen extensas e importantes áreas rurales y desde donde arranca la coordinación de actividades en las cuales se mezclan inseparablemente lo rural, lo industrial y lo comercial. Más que una permanente contraposición entre la ciudad y el campo debería hablarse de la urbanización de la vida rural, es decir, de transferir a la vida rural los beneficios que el fenómeno urbano puede significar en la existencia humana. De una armonía fecunda entre los diversos sectores dependen la felicidad de los pueblos; y esa armonía sólo se logrará en la medida en que se atribuye al sector rural la importancia que le corresponde. El día que se asignen al desarrollo agrícola iguales recursos humanos, financieros y tecnológicos que los asignados a otros sectores –y concretamente al sector industrial y al comercial– será fácil alcanzar una producción equilibrada, una distribución justa y de una integración satisfactoria.
Es inconcebible que mientras se invierten miles y miles de millones en el desarrollo tecnológico y en el crecimiento del sector industrial, no se haga una inversión semejante en el aprovechamiento de la tierra, cuya disponibilidad parece más limitada a medida que aumentan los índices de crecimiento de la población mundial. Devolverle al productor rural la jerarquía prioritaria que le corresponde en una sociedad más justa y más feliz es un objetivo inaplazable, para cuya consecución se necesita el esfuerzo consciente, entusiasta, ordenado y metódico dentro de cada país y la remoción de las trabas que al esfuerzo de cada uno oponen las barreras existentes en el actual orden económico internacional.
Todo ello, sin duda, reclama un marco jurídico apropiado. A éste se refiere, en el orden doméstico, el concepto de reforma agraria, tan debatido, tan incomprendido y muchas veces traicionado, pero tan indispensable y fundamental, sea cual fuere la interpretación que se le diere a través de las distintas posiciones ideológicas. Sea cual fuere la filosofía predominante en cada país, es indispensable la necesidad de establecer una relación justa y armónica entre el hombre y la tierra. Pero hay que perseguir un desarrollo para que cada hombre, cada familia y cada pueblo, pueda lograr la plenitud de su desarrollo, mediante el aprovechamiento máximo –en altura y en extensión– de los bienes de la naturaleza. Debe tratarse de una participación voluntaria, libre y consciente de los beneficiarios en los programas de reforma agraria, y de una integración de la reforma agraria en los programas de desarrollo rural.
Estamos todos convencidos de que no habrá paz y armonía en el mundo hasta que no se dé al agro el trato justo que le corresponde y hasta que no deriven hacia él, en forma satisfactoria y amplia, las grandes posibilidades que la civilización pone hoy al alcance del hombre. Para ello se requiere una acción decidida también en el plano internacional. Entre los países en vías de desarrollo y los países industrializados no pueden seguir aplicándose meramente normas derivadas de la arcaica y egoísta justicia conmutativa: es preciso abrir campo a los principios vivificadores de la Justicia Social Internacional, que debe establecer en el ámbito mundial mayores obligaciones para los países más ricos, mayores compromisos para los que están dotados de mayor riqueza o de mayor poder, con el propósito de superar situaciones de estancamiento y de desigualdad que agravan cada día la situación del mundo y pueden conducir a coyunturas explosivas capaces de dar al traste con los logros obtenidos por el hombre a través de los siglos.
El día de la clausura de nuestras deliberaciones, se cumplieron diez años de la llegada del hombre a la Luna. Pienso que no debe considerarse exagerado pretender que, en un decenio más, el hombre del campo alcance la meta de obtener una justa incorporación a la riqueza, el progreso y el bienestar.