Duarte en El Salvador

Artículo de Rafael Caldera escrito para la Agencia Latinoamericana de Noticias (ALA), en noviembre de 1979. 

Después de lo acontecido en Nicaragua –aquel baluarte que parecía inexpugnable de una cuarentona dinastía–, los ojos de la América y del Mundo se están volviendo ansiosos hacia la República de El Salvador. Dura es la situación actual, pero al mismo tiempo impregnada de inequívocos signos de esperanza; la puerta cerrada herméticamente durante largos años por una férrea combinación de poder militar y económico se ha entreabierto por fin, y el pueblo salvadoreño está consciente de que es a él a quien le corresponde abrirla por completo hacia un camino claro de libertad y de justicia.

Un signo de que las cosas cambian es la llegada a tierra salvadoreña del gran luchador democrático José Napoleón Duarte. En oportunidades anteriores, cada vez que se anunciaba un proceso de elecciones o se pretendía aparentar una apertura, Duarte intentaba regresar a su patria y la fuerza instalada en el poder se lo impedía. En una ocasión, lo bajaron del avión en Managua, pues el régimen somocista se prestó –como muchas veces lo hacía– a servir de instrumento para cercenar derechos de esforzados combatientes por un destino mejor de otros pueblos centroamericanos.

Duarte es un ingeniero, de recia voluntad y de mentalidad progresista. Militante de la Democracia Cristiana, ganó años atrás la Alcaldía de San Salvador a través de brillante campaña cuyo resultado victorioso no se atrevió el grupo gobernante a desconocer. Hizo intensa labor, pese a los reducidos medios con que contaba; puso orden en la administración; hizo funcionar los servicios públicos y dirigió sus preocupaciones primordiales hacia los sectores populares, los cuales le cobraron un inmenso cariño que se fue convirtiendo en adhesión ferviente. Fue a la reelección y triunfó nuevamente, en forma arrolladora. Por lo que resultó un hecho perfectamente natural el que de Alcalde pasara a ser candidato a la Presidencia de la República. Sacudió al país con su campaña, el régimen no se atrevió a negar su triunfo en la capital por un margen de 2 a 1 en relación con el candidato del Gobierno; pero, de acuerdo con viejos procedimientos, le arrebataron los escrutinios del interior y desconocieron su elección (a propósito de este hecho, una muchacha salvadoreña que servía en trabajos domésticos casa de un familiar mío en diciembre de 1973 dijo con mucha ingenuidad: «Yo no me explico lo que pasa en Venezuela, ¿por qué tienen que entregarle el mando a la oposición? En El Salvador gana la oposición, pero sigue mandando el Gobierno». Esa era la triste realidad, interpretada en forma simple por una ciudadana).

Pero la presencia y el arrastre de José Napoleón Duarte constituían en sí mismos una constante admonición y una permanente advertencia contra la usurpación y el abuso. Pronto lo envolvieron como supuesto complicado en un pronunciamiento militar y milagrosamente pudo conservar la vida. Por instrucciones nuestras lo amparó, en forma decidida y enérgica, nuestro embajador Aquiles Certad; lo defendió desde nuestra Cancillería, con brillo y su extraordinaria capacidad, Arístides Calvani. Obtenido el salvoconducto, le otorgamos asilo en Venezuela, que ha sido su hogar y, en cierto modo, su segunda patria, durante estos largos siete años.

No se dedicó Duarte sólo a trabajar para ganar la vida de su familia. Mantuvo encendida la llama y los democristianos latinoamericanos le otorgaron franco reconocimiento al designarlo y reelegirlo presidente de ODCA, la Organización Demócrata Cristiana de América. Mantuvo permanente contacto con los dirigentes de su partido que permanecieron en El Salvador, y se reunió muchas veces con ellos, aquí y en países de Centroamérica. Intentó en diversas ocasiones reintegrarse a la lucha dentro de su patria, pero en toda forma se lo impidieron.

Llega ahora convertido en un símbolo. Un símbolo de la lucha constante por la libertad, guiado por un ideal de justicia y comprometido al servicio de la democracia. Llega en momentos en que los acontecimientos han desbordado los límites de lo imaginable y en que la violencia ha segado numerosas vidas. Los ánimos están encendidos, las instituciones han sido irrespetadas, y vastos sectores radicales no quieren otra salida que la de la fuerza. El terrorismo y el contraterrorismo se enredan en un sinfín de atentados que cada día cobran más víctimas y hacen más difícil la salida democrática. La Iglesia misma está resentida por agresiones inconcebibles. Los campesinos han sido el blanco preferido de atropellos inhumanos.

Lo ocurrido en Nicaragua constituye, por otra parte, un incentivo para que los sectores radicalizados no deseen otra alternativa que la violencia. Hay algo similar con lo que ocurrió en Venezuela y en otros países después de que en 1959 el comandante Fidel Castro bajó de la Sierra Maestra y estableció un régimen de poder absoluto. El panorama que llevó a los militantes de extrema izquierda en Venezuela a declarar la guerra revolucionaria se presenta en términos muy parecidos en los países de América Central, con la circunstancia de que los antecedentes son más cruentos, de que los ánimos están más caldeados y de que los vasos comunicantes, quiérase o no, operan con mayor facilidad. Pero la equivocación puede ser también parecida. Sería un espejismo trasladar mecánicamente lo ocurrido en Nicaragua con lo que va a pasar en los demás países centroamericanos, como era un espejismo pretender transferir a la Venezuela de 1960 el cuadro de factores y de circunstancias que condujeron en la Cuba de 1959 al triunfo castrista. Lo de Nicaragua se dio por una combinación de factores que difícilmente se repetiría hoy en otra República de América Central.

La situación, sin duda, no está clara. La Junta de Gobierno trata de dar muestras de la sinceridad de sus promesas, pero al mismo tiempo enfrenta hechos de subversión, a veces con una dureza que estimula la propagación de la violencia opositora. Los sectores que detentaban el poder no hablan, pero sería tonto pensar que no actúen, y es lógico suponer que tratan de complicar las cosas para que no se den soluciones que pongan fin a injustos privilegios.

Dentro de este panorama, Duarte en El Salvador constituye la mayor esperanza. Esperanza de que, devuelto al pueblo salvadoreño el derecho de elegir a sus gobernantes, le confíe éste la responsabilidad de dirigir su azarosa marcha hacia un destino mejor. Su figura está limpia de toda sospecha de complicidad con explotadores u opresores. Su palabra merece confianza de todos los sectores, aun de los que lo adversan más, ideológica o políticamente. En torno a él pueden nuclearse las mejores voluntades salvadoreñas para abrir efectivamente el camino a una democracia pluralista orientada hacia el desarrollo económico y hacia la justicia social.

Delicada tarea le va a tocar. Desde ahora mismo, sin participar en el Gobierno, seguramente su palabra y su acción pueden ser decisivos en más de una ocasión para hacer que la Provisionalidad cumpla el sagrado compromiso contraído con el pueblo, para que los derechos humanos se respeten y para que el proceso de institucionalización se realice a cabalidad. Después, si su pueblo, como todo parece indicarlo, lo escoge para Presidente, tendrá que enfrentar situaciones complicadas y problemas agudos. Pero ése es el destino, que lo pone en camino de ser impulsor de una nueva etapa histórica en El Salvador. Bolívar se llamó «el hombre de las dificultades». Todo el que se consagre, como él, a la causa de la libertad, tiene que aceptar, como él, su cuota de angustia y de peligro. El objetivo lo merece.

Lo que ocurra en El Salvador repercutirá, fuera de toda duda, en Centro América y el Caribe. Alcanzará hasta algunos países suramericanos. La fórmula democrática como base y fundamento de todos los logros futuros va a encontrar allá, nuevamente, la oportunidad de probarse. Algo me hace sentir internamente que esa prueba tendrá resultado positivo.