La universidad venezolana tiene un papel de avanzada
Discurso de Rafael Caldera al recibir el grado de Doctor Honoris Causa de la Universidad de Carabobo, el 24 de octubre de 1979.
Ha tenido nuestra generación el privilegio de vivir el tiempo más interesante de nuestro país después de la hora impar de la Independencia. En el orden institucional, se ha hecho posible por primera vez demostrar la aptitud del pueblo venezolano para vivir en pleno disfrute de la libertad. En el orden demográfico, la victoria obtenida sobre la malaria y otros factores coadyuvantes nos han permitido salir de la lenta progresión a que parecíamos fatalmente condenados durante un largo siglo. En el orden económico, las magnitudes han sufrido una mutación tal, que parece mentira que las cifras corresponden a un mismo país, dentro del ciclo vital de una existencia humana.
Una de las mayores emociones que puede experimentar un venezolano que revise a distancia de hitos históricos la marcha de nuestra República, es la de comparar cifras en materia de educación, y más concretamente, en materia de educación superior. A comienzos de siglo, el país había sufrido una decepcionante involución. Desaparecieron universidades como las de Mérida, Maracaibo y Valencia, que se llevaron a su temporal sepultura una carga de realizaciones y un cúmulo de credenciales sobrancero para haber asegurado una vida robusta. Con ellas se fueron otros institutos de educación superior y numerosos colegios federales, estadales o privados que cumplían una función formativa en la provincia. Para el primero de enero de 1936 sólo funcionaban dos universidades: la Central y la de Los Andes, recientemente reabierta, con una matrícula total que no alcanzaba entre ambos a los dos mil alumnos.
En enero de 1958, había tres universidades nacionales (había comenzado la del Zulia), dos universidades privadas y un instituto pedagógico de nivel universitario. Fue en ese mismo año cuando volvió a abrir sus puertas esta Universidad de Carabobo, que es hoy, no solamente por el volumen de la matrícula sino por la calidad de su docencia, una de las más importantes de la República; y el total de estudiantes, para el año académico 1958-59, era de 16.795. Para el año 1977-78, 265.671 alumnos aparecen inscritos en 56 institutos a nivel universitario, a saber: nueve universidades nacionales, tres universidades privadas, cuatro institutos pedagógicos nacionales, un instituto pedagógico privado, cuatro institutos universitarios politécnicos, doce institutos universitarios de tecnología nacionales, once institutos universitarios de tecnología privados, siete colegios universitarios nacionales y cinco colegios universitarios privados (por cierto, de los 56, corresponden 28 a mi período de gobierno). Vale la pena señalar que el número de estudiantes de educación superior casi duplica al total de alumnos de educación primaria en 1937, que era de 137.126.
La mera presentación de estas cifras, más que cualesquiera de orden parecido que pudieran presentarse en otros renglones de actividad, nos pone de bulto ante los ojos la realidad de una transformación que tiene que dar considerables frutos en un porvenir inmediato y que obliga a mirar con ojos diferentes la Venezuela que va a pasar de nuestras manos a las de las futuras generaciones.
Lo digo con orgullo de venezolano y también puedo afirmarlo sin temor, con orgullo universitario. Nunca he dejado de sentirme un universitario integral, y la generosidad del Consejo Académico y de la Asamblea de la Facultad de Derecho de la Universidad de Carabobo ha querido con su obligante unanimidad ratificarme esa condición, que debo estimar por encima –o por lo menos a la par– que cualquier otra, por elevado que sea, que pretendiera invocar. Egresado de la Universidad Central de Venezuela en 1939, recibí la investidura honoraria de las Universidades de Los Andes y del Zulia en 1958, y después de concluir mi quinquenio como Presidente de la República, la de mi propia Alma Mater; me la dieron, además, importantes universidades experimentales y privadas, y ahora la recibo de esta ilustre Casa de Estudios, a cuya resurrección asistí y en cuya reiniciación de labores participé en 1958, con la sensación de que al volverla a crear, el Estado venezolano no sólo estaba cumpliendo un acto de justicia, sino demostrando a la vez una actitud nueva, entusiasta y audaz, para atender la primera prioridad del desarrollo de Venezuela, a saber: la educación, la cultura y la formación de nuestros recursos humanos.
Como universitario, pues, recibo esta altísima honra, que agradezco mucho a sus autoridades, a su claustro, a sus delegados estudiantiles, y a todos los que participaron en el proceso de las decisiones. Gracias especialmente al profesor Néstor Colmenares, animador entusiasta de la idea, así como al Rector, doctor Pablo Bolaños, quien me ha enaltecido con sus generosas palabras, y a mi entrañable amigo Humberto Giugni, primer Rector de este instituto, profesor ampliamente apreciado y orador de orden del presente acto, que ha desbordado su amistad y su compañerismo en su estupendo discurso.
Como universitario, repito, y como uno de los venezolanos que tienen la responsabilidad de participar en tareas de dirección en nuestro agitado acontecer nacional, quiero valerme de esta extraordinaria ocasión para reiterar mi fe en la institución universitaria, mi reconocimiento por todo lo que ella ha hecho por mí y por numerosos compatriotas y mi convicción de que en el rumbo feliz de esa institución está una clave importante del rumbo que debemos asegurar para la patria.
La Universidad es en cierto modo, o por lo menos debe ser, una imagen de la Venezuela que queremos construir. Una imagen proyectada al más alto nivel, en la que no podemos ver únicamente un taller para la forja de las nuevas clases dirigentes, sino también un ejemplo de lo que debe ser una sociedad libre y culta, dueña de su destino, independiente de toda ominosa tutela, guiada por una autoridad firme y decorosa, abierta para la libre discusión de todas las ideas, para el respeto de todas las posiciones y para la garantía de todos los derechos humanos, a través de los cuales se debe realizar lo que un célebre filósofo del Derecho llamaba una sociedad de hombres de libre voluntad.
Yo creo en la Universidad como piedra sillar de la institucionalidad republicana. Sostengo y defiendo la autonomía universitaria con la misma fe con que la demandaba cuando era estudiante, dentro de una lucha juvenil inspirada por sanos ideales; estoy convencido de que ella contiene en sí misma elementos para corregir sus fallas y defectos de funcionamiento, y de que de la voluntad libre de la comunidad universitaria han de surgir –y no de ninguna otra parte– los remedios para los vicios que se le imputan (debemos reconocerlo) no siempre sin razón ni fundamento.
La autonomía ha sido una conquista hermosa; y aun cuando su aplicación no ha estado exenta de numerosos escollos y frecuentes desviaciones, ella corresponde a la única visión compatible de la altura y decoro de la institución misma. No podría negar, sin caer en la insinceridad, que para grandes sectores de opinión se la confunde con fenómenos accesorios que causan preocupación y provocan en ellos movimientos de ánimo impropios.
Pero debemos distinguir perfectamente entre la autonomía y las corruptelas que se suelen confundir con ella. Estoy convencido de que éstas son resultado, más de los factores ambientales y de las consecuencias de procesos históricos, que de la autonomía en sí, cuya sustancia reside en colocar sobre los hombros de las autoridades elegidas por la institución misma, de su cuerpo docente y de los sectores que la integran, la responsabilidad de hacerla marchar para lograr un crédito cada vez mayor y una vinculación cada vez más estrecha con los sectores populares, que vieron siempre en la Universidad la luz guiadora de la ciencia y del civismo.
La Universidad, como institución de nuestro tiempo, debe ser en sí misma un alto exponente de la realidad nacional. Su régimen autonómico ha de constituir un índice de la institucionalidad democrática, en su mejor sentido. Su autonomía, en cuanto representa el derecho a gobernarse y dirigirse por sí misma, tiene que afirmarse como una experiencia guiadora para esa otra gran experiencia, iniciada con paso firme en 1958, de que se gobierne y dirija por sí misma la comunidad nacional.
Inspirado por las ideas expuestas, considero de mi deber en este momento inolvidable de mi vida, reiterar mi devoción por la Universidad y mi adhesión a los principios autonómicos que he compartido a lo largo de una dilatada experiencia y en medio de circunstancias diversas y hasta contradictorias.
Lo hago especialmente hoy, porque me consta el gran espíritu universitario que alienta a la comunidad universitaria de Carabobo, que ha dado pruebas de su constante preocupación por el mejoramiento y progreso de su Universidad. Y lo hago, también, porque creo que en este momento nacional, en que se reflexiona acerca de los veinte años transcurridos desde que se inició el experimento democrático vigente y se hace evaluación de muchos aspectos de nuestra realidad social, los universitarios estamos más obligados que en cualquier otro instante a aclarar la imagen de la Universidad en general, a fortalecer el concepto de la Universidad, a reforzar el crédito de la Universidad ante la opinión nacional y hasta a rescatar el prestigio de la Universidad en aquellos aspectos en que haya sufrido deterioro ante un pueblo como el venezolano, que tradicionalmente ha sabido venerarla y amarla.
No podemos ignorar tampoco las preocupaciones que han ido asomándose, con verdadera insistencia, acerca del gasto público y su constante incremento para atender las necesidades crecientes de la educación superior. Desde hace ya varios años –si no recuerdo mal, ello empezó durante mi gobierno– el Despacho de Educación es el primero en el nivel de gastos del Presupuesto Nacional. De 1964 a 1977 (son los años de límites referenciales que he tenido más inmediatamente a la mano para manejar los datos fiscales) el gasto educacional pasó de 760,8 a 6.502,9 millones de bolívares, y el porcentaje se elevó del 10,6 al 18,1%. Dentro del gasto educacional, en los mismos años, el presupuesto de la educación superior pasó de 194,9 a 2.279,6 millones, y porcentualmente, del 25,7 al 35,1% del respectivo presupuesto de Educación, y del 5 al 17% del Presupuesto Nacional.
¿Quiere decir que esto constituye el techo hasta donde podíamos llegar? No lo creo. Estoy entre quienes consideran que el gasto educacional no es propiamente un gasto, sino una inversión; creo –y lo he repetido en numerosas ocasiones– que la mejor manera de «sembrar el petróleo» es educar a nuestro pueblo, formar nuestros recursos humanos; considero un privilegio honroso y feliz para Venezuela la gratuidad de la enseñanza oficial, hasta en los más altos grados de la educación superior; pienso que el esfuerzo por abrir cada año nuevas posibilidades de estudio a los millares de estudiantes que vienen de la educación media y solicitan la oportunidad de formarse, es justo y debe producir resultados provechosos; estoy consciente de los factores que tienen a encarecer todos los procesos sociales y concretamente el de la educación superior.
Pero es forzoso reconocer que el inmenso sacrificio realizado por el pueblo venezolano debe obtener un rendimiento cónsono. Los universitarios estamos obligados a analizar causas, a resolver problemas y a ofrecer soluciones para que la inversión realizada sea precisamente eso, una inversión y no un gesto, ni menos aún, un despilfarro. A encontrar vías para que se pueda seguir atendiendo razonablemente la expansión del ingreso. A explorar caminos para garantizar que en el futuro no puedan prosperar caminos para garantizar que en el futuro no puedan prosperar tesis hostiles a la gratuidad ni se encuentren con barreras infranqueables los jóvenes que, con verdadero deseo de estudiar, requieran su incorporación al sub-sistema de la educación superior, constituido por las universidades y los institutos y colegios de nivel universitario.
El desarrollo del país va a necesitar de grandes capacidades y si no nos mostramos aptos para ofrecérselas, vendrán gentes de otras partes –del norte o del sur, del este o del oeste– a dirigir nuestros pasos, con el sacrificio de nuestra identidad nacional y hasta con riesgo de nuestra soberanía nacional. Un abanico de profesiones se abre y debe abrirse cada vez más a la orientación vocacional de las nuevas promociones. Mientras más eficaces seamos en la educación impartida, mientras más logremos trasmitir, no sólo conocimientos, sino hábitos de responsabilidad y disciplina, amor al trabajo y culto a los valores supremos que inspiran nuestra nacionalidad, más seguros podremos estar del futuro y mayor confianza obtendremos para las instituciones que representamos y que tanto nos ha costado crear, mantener e impulsar.
No habría posibilidad en breves minutos, ni sería la oportunidad más indicada para intentarlo, de hacer un análisis profundo y completo de la situación universitaria actual en el país, de la problemática que enfrenta y de los aspectos que engendran preocupación acerca de ella en la opinión pública nacional. Pero es imperativo recordar que este es un momento preciso para enfrentar con sincero espíritu universitario aquella problemática. Las dimensiones cuantitativas que ha alcanzado el sub-sistema de la educación superior imponen inaplazablemente la revisión de todo aquello que sea necesario corregir para obtener su plena afirmación cualitativa.
Las autoridades universitarias, emanadas del legítimo querer de la comunidad universitaria, y los sectores docente, estudiantil y laboral, están obligados solidariamente a enfrentar los males que la aquejen, en especial el cuerpo profesoral, el más permanentemente identificado con la institución y el más responsable ante la nación por el resultado del esfuerzo puesto en esta rama educacional.
Mientras más emerja la Universidad como un ejemplo de excelente administración y óptimo rendimiento de los recursos invertidos en ella, mientras más sano y robusto se muestre el régimen autonómico, limpio de los accidentes con que la demagogia o el irrespeto pretenden a veces suplantarlo, más satisfechos nos sentiremos de ser universitarios y más tranquila estará nuestra conciencia del deber cumplido con Venezuela.
Tengo fe en el espíritu noble de los dirigentes de la vida universitaria; tengo fe en los jóvenes que, como docentes o como alumnos, plenan con su alegría bulliciosa los corredores y aulas; tengo fe en el patriotismo, que, aunque a veces sufra distorsiones, es sentimiento que eleva y purifica; tengo fe en ese sentido de lo universitario que a veces inesperadamente, supera en momentos importantes todas las diferencias para imponer el interés común por sobre las posiciones encontradas.
Emocionado con el valioso galardón que hoy se me ofrece, invito a todos los universitarios, sin distingos, a todos sin excepción, sin aceptar razones válidas para abstenerse, a emprender esta patriótica tarea, para que la institución universitaria salga fortalecida en su esencia y la República se beneficie en grado sumo con el rendimiento obtenido.
Llevada adelante la empresa, con constancia y coraje para superar los obstáculos que puedan presentarse, la Universidad venezolana no sólo responderá más a las exigencias irrenunciables de su propio ser, sino que se hallará más cerca del corazón del pueblo, satisfecho de ver en ella lo que siempre ha aspirado que sea: el faro y guía de su marcha hacia un mundo mejor.
Yo abrigo plena confianza en que esa es la aspiración más íntima de los universitarios, de los verdaderos universitarios, como los que prestigian esta Ilustre Universidad de Carabobo, que con generosidad ilimitada me incorpora desde hoy a su Claustro.
Hemos andado mucho; el paso ha sido rápido, desde 1936 y, más aún desde 1958. Pero es, así mismo, mucho lo que nos falta todavía por andar. Venezuela está abocada a ganar la batalla del desarrollo, si no pierde la visión de la meta y no sufre, como no ha de sufrirlo, ningún extravío en el camino. La Universidad venezolana tiene en esa batalla un papel de avanzada; y a quienes la hemos considerado siempre como verdadera «alma mater», es decir, como madre generosa y providente, nos toca poner cada uno la parte que pueda, para que su gobierno autónomo sea espejo del mejor gobierno que pueda ejercerse democráticamente por voluntad de los propios gobernados, y para que su rendimiento justifique y estimule los sacrificios que el país realiza en el campo educacional y, concretamente, en el campo universitario.
Estoy seguro de que la Universidad de Carabobo, que me recibe hoy con noble amplitud en su seno, acogerá con benevolencia estas palabras, ya que las ideas que contienen corresponden a sus propias ideas. Y de que ella será, más y más cada día, orgullo de la ciudad de Valencia, orgullo del estado Carabobo, orgullo de la Región Central, orgullo de Venezuela. En fin, orgullo del gentilicio carabobeño y orgullo de su juventud, que tanto ha aportado y tanto tiene que aportar en el futuro a la grandeza de la patria venezolana.