1987. Mayo, 29. Reunión en La Casa de Bello para tratar el asunto de Bello y la autoría de la letra del himno nacional.
Reunión en La Casa de Bello para tratar el asunto de Andrés Bello y la autoría de la letra del himno nacional, Caracas, 29 de mayo de 1987.

La conjunción de Bello y Chile, lección y ejemplo para Latinoamérica

Conferencia de Rafael Caldera, ofrecida en Caracas el 20 de noviembre de 1980, en el marco del tercer congreso del bicentenario de Andrés Bello: Bello y Chile, organizado por La Casa de Bello.

Diez y nueve años había pasado en Londres el caraqueño Andrés Bello cuando se decidió a aceptar el ofrecimiento para ir a trabajar en una tierra remota que, expresando temores que el tiempo desvanecería, él mismo había llamado, en la carta a Gual de 1824 en que expresaba lo duro que le sería renunciar al país de su nacimiento, «los toto divisos orbe chilenos». Habían sido, los de Londres, diez y nueve años de reflexión sobre el destino de América, de estudio sobre los problemas de América, de angustiada preocupación sobre las necesidades y carencias de América. Diez y nueve años durante los cuales pudo elaborar en su espíritu el intuitivo mensaje americano de Miranda, durante los cuales se esforzó en cumplir la iluminada consigna de Roscio («ilústrese más para que ilustre a su patria»), durante las cuales siguió y sufrió desde el otro lado del Atlántico, la brillante trayectoria y el dramático desenlace de Bolívar. Diez y nueve años en cuyo transcurso maduró el hombre ya formado que había salido de Caracas en 1810, se decantó el humanista que había llevado sólido basamento y se familiarizó con las ideas, corrientes y enseñanzas que campeaban en los países más adelantados del mundo. Diez y nueve años al cabo de los cuales ya tenía en torno suyo familia que representaba el más urgente compromiso de regresar a tierra americana, a plantar sus almácigos para que se desarollaran con lozanía en los dilatados campos del «mundo de Colón» y pudieran dominar «su vasta escena», como lo insinuaba a los poetas americanos.

Fue rasgo genial en Mariano de Egaña presentir la formidable capacidad de construcción que había en aquel hombre maduro, de cuarenta y ocho años, que parecía más viejo por la ponderación de sus actos, pero que resultó muy joven para poner en marcha una ilimitada posibilidad de creación en la nación austral donde encontraría su nueva patria. Impresionan, en efecto, los términos con que Egaña describió las capacidades de Andrés Bello para recomendarlo a su Gobierno. Sus frases de entonces demuestran una valoración cabal de la personalidad del caraqueño:

«En ninguna circunstancia, habría omitido dar a Usía cuenta de la oportunidad que hoy ofrece a Chile de hacer una adquisición importante en la persona de un excelente empleado; pero en el día que, según concibo, se halla vacante, por renuncia de Don Ventura Blanco, el destino de oficial mayor del ministerio de relaciones exteriores, recibo particular satisfacción en avisar a Usía que se puede llenar esta plaza con gran ventaja del servicio público.

«Don Andrés Bello, ex secretario de la legación chilena en Londres, y que lo es actualmente de la legación colombiana en la misma corte, se halla dispuesto a pasar a Chile, y a establecerse allí con su familia, si se le confiere el destino insinuado de oficial mayos, o algún otro equivalente, análogo a su carrera y a sus aventajados conocimientos.

«La feliz circunstancia de que existan en Santiago mismo personas que han tratado a Bello en Europa, me releva en gran parte de la necesidad de hacer el elogio de este literato; básteme decir que no se presentaría fácilmente una persona tan a propósito para llenar aquella plaza. Educación escogida y clásica, profundos conocimientos en literatura, posesión completa de las lenguas principales, antiguas y modernas, práctica en la diplomacia, y un buen carácter, a que da bastante realce la modestia, le constituye, no sólo capaz de desempeñar muy satisfactoriamente el cargo de oficial mayor, sino que su mérito justificaría la preferencia que le diese el gobierno respecto de otros que solicitasen igual destino.

«Usía me permitirá aquí una observación: tal es hacerle presente la necesidad en que se halla el gobierno de atraer a las oficinas de su inmediato despacho personas que tengan conocimientos prácticos del modo con que giran los negocios en las grandes naciones que nos han precedido, por tantos años, en el manejo de la administración pública. Esta experiencia, que no es posible adquirir sin haber residido por algunos años en Europa en continua observación y estudio, y con regulares conocimientos anticipados, nos sería muy provechosa para expedir con decoro y acierto los negocios, y aparecer con dignidad a los ojos de las naciones en nuestras transacciones políticas».

Solo que ni aun el propio Egaña habría podido imaginar todo lo que iba a ser la obra de Andrés Bello durante sus treinta y seis años en Chile. Cuando uno se pone a enunciar apenas sus trabajos y describir lo que significaron la Gramática, el Código Civil, los Principios de Derecho Internacional, la Filosofía del Entendimiento, la Ortología y Métrica, las poesías de la época de Santiago, sus trabajos gramaticales, sus escritos sobre educación, los ensayos de crítica literaria, los opúsculos jurídicos, los estudios de historia y geografía, la Cosmografía y opúsculos científicos, se encuentra con un verdadero hombre del Renacimiento. Pero no se trata solo de un escritor, por vastos que hayan sido los campos abarcados y por mucha que sea la profundidad de sus obras.

Al mismo tiempo que producía en las letras, era el director de la política internacional de la República de Chile, el Rector de la Universidad y Presidente del Consejo Nacional de Instrucción, el redactor principal del periódico El Araucano, el Senador, el autor de documentos y mensajes de Gobierno, donde se revela el estadista que concibió la organización administrativa del Estado chileno, un modelo, como cada una de sus obras, para toda la América española, y simultáneamente, con la dulce y paciente cooperación de su segunda esposa Doña Isabel Dunn, levantaba una prole que ha brillado a través de diversas generaciones en las letras, en el arte, en la política, en la ciencia.

Esto no era fruto exclusivo de su inteligencia formidable y de su infatigable laboriosidad. Fue posible porque Chile dio la oportunidad, recibió la enseñanza, aprovechó sus esfuerzos, estimuló sus iniciativas y maduró su obra. Fue una conjunción excepcional entre un país dispuesto a superarse y un maestro que no dejaba un momento de pensar, de realizar y de enseñar.

En cualquier parte adonde le hubiera tocado recalar, Bello habría dejado una gran obra, reveladora de su personalidad. Pero en Chile pudo hacer más que en cualquiera otra parte. Porque en Chile había una generación brillante y sólida que supo entender lo que tenía entre sus manos, que supo conocer a fondo la realidad de su país y que supo apreciar lo que significaba

Bello. Me atrevo, por tanto, a afirmar, que de la obra de Bello en Chile fueron artífices también aquellos hombres, como Diego Portales, como Manuel Montt, como Prieto, como los Egaña, que se decidieron a hacer, de lo que Bolívar había calificado con cierta amargura como «el país de la anarquía», una nación pujante, próspera, seria, progresista, ordenada, ejemplo, entre sus díscolas hermanas, de una vida institucional y de una respetable cultura. Sin el empeño tenaz y la innegable perspicacia de esos hombres, Chile no habría sido lo que fue y Bello no habría podido lograr lo que alcanzó. No soy historiador, ni me cabe autoridad en el ramo para emitir un veredicto acerca de lo que cada uno de esos personajes significó en la historia chilena. Pero no considero aventurado aseverar que esa generación supo acostumbrar a un pueblo, inclinado como todos los nuestros a la arbitrariedad y a la violencia, al cumplimiento de las leyes, al funcionamiento regular de las instituciones, al cultivo de las ideas que engendraron en pacífica evolución las corrientes políticas que se disputaron el derecho de gobernarlo.

En este Congreso, el tercero de los que la Comisión Nacional ha organizado como preparación a las jornadas del Bicentenario, se hará un análisis completo y exhaustivo, no sólo de la obra de Bello en Chile, sino de lo que era el Chile a donde llegó Bello en 1829 y de cómo fue y se desenvolvió la sociedad chilena en el curso de los treinta y seis años del magisterio bellista.

El primero de estos tres Congresos preparatorios que hemos realizado indagó numerosos aspectos de la vida de Bello en Caracas y de lo que fue la ciudad en que nació y se hizo persona el Andrés Bello que salió de Caracas en 1810: un hombre cabal, un humanista formado, un poeta estupendo, un filólogo y filósofo de brillante inteligencia, un funcionario de capacidad y experiencia. En el segundo, obtuvimos conocimientos llenos de interés sobre lo que hemos llamado la «incomprendida escala» de diez y nueve años de Bello en la ciudad de Londres, donde adquirió y fortaleció plena conciencia de América, donde escribió sus mejores poemas, donde indagó a fondo en de literatura medieval, en la filosofía moderna y en el Derecho Internacional del nuevo tiempo. Ahora vamos a penetrar intensamente en la vida chilena, que otros supieron impulsar y él logró orientar e iluminar con su magisterio, que desde el Cono Sur dio brillante fulgor a todo el Continente.

Chile, país al que los venezolanos queremos con agradecimiento porque reconocemos que le dio a Bello lo que necesitaba para redondear su figura de máximo exponente cultural de América Latina, ha mostrado a través de los años en su vida institucional la huella de Andrés Bello. En momentos de intensa confusión, un gran escritor chileno, Alone, observaba cómo el milagro de la conservación de los canales jurídicos era todavía un efecto de la labor de Bello. Comparaba con «un muro de cristal» las «vallas invisibles» que contenían el desbordamiento de las fuerzas encrespadas y presentaban en el mundo el testimonio de una nación dentro de la cual las pasiones encontraban, si no un freno, al menos una singular manera de contención a través de normas más vividas que escritas, derivadas de la conciencia de la juridicidad que un magisterio profundo había inculcado a las sucesivas generaciones.

«¿Por qué? ¿Hasta cuándo? —preguntaba angustiado—. He ahí la incógnita a los ojos extraños y extrañados. Se trata, al cabo, —decía— de fantasías, de palabras, de ideas, de valores intangibles, tradicionales, superiores e inermes. Es aquí donde la sombra del Maestro aparece proyectada en magnitud sobre el confuso panorama. El grande y efectivo adversario —continuaba— de los que niegan el derecho abstracto es el que lo codificó en un edificio inmaterial, sólido y consistente, en una trabazón racional tan compenetrada con el alma de la nación que no se le puede tocar sin herirla y despertar clamores que parten las entrañas. Esa es la valla que los demás no ven desde fuera y que acaso muchos de puertas adentro no consiguen ver, como no se percibe lo que tenemos demasiado cerca, pero que lleva un nombre, tiene una fisonomía y se llama Bello»

Y concluía el artículo con estas dramáticas palabras:

«No sabemos, nadie sabe nunca lo que reserva el porvenir y asistimos a una novela de suspenso que es nuestra historia misma, día a día; pero estamos seguros de algo y es que el ayer no podrá ser destruido sin que las ruinas cubran el territorio nacional y de que sobre ellas sigan flotando ciertas palabras magistrales donde encarnó el espíritu. Bello sigue siendo todavía en Chile, un adalid».*

*(Artículo «La Imagen de Bello y la Revolución Chilena», en El Nacional, 7mo Día, Caracas, 16 de julio de 1972, reproducido en El Mercurio de Santiago, el domingo 29 de octubre de 1972).

Aquella conciencia de juridicidad, a pesar de todos los rigores e inclemencias, sigue sólidamente inmersa en el modo de ser chileno y constituye la mejor esperanza para todos los que amamos a Chile. En Chile vimos siempre, a través de los años, un ejemplo de vida civilizada, de respeto a los derechos humanos, de pasión por la cultura, de ejercicio insobornable de una enseñanza inspirada en irrenunciables principios, de convivencia armónica entre las más variadas y opuestas concepciones filosóficas y los más diversos intereses políticos. Redescubrir al Bello que dedicó a Chile cerca de la mitad de su vida, al Maestro que produjo tan abundantes frutos, esparció tan copiosa semilla y hasta arrancó de su propio ser gajos para sembrarlos en aquella generosa tierra, es en cierto modo redescubrir a Chile, revaluar el proceso de formación de las nuevas repúblicas hispanoamericanas, replantear las bases insustituibles para que el desarrollo pueda lograrse en un América Latina integrada, a base de la libertad de cada ser humano y de la soberanía de cada patria hermana.

El bicentenario del nacimiento de Andrés Bello, para cuya solemne celebración falta apenas un año, quiere ser, en el propósito de la Comisión encargada de organizar su conmemoración, no sólo una oportunidad para que el conocimiento de la figura de Bello se difunda con mayor amplitud y claridad en el ámbito extenso de las nuevas generaciones. No nos hemos interesado solamente en el hecho, de por sí hermosísimo, de que la imagen de Bello en bronce heroico vaya ocupando plazas o avenidas, presidiendo ambientes universitarios o bibliotecas de estudio. Hemos aspirado a que la fecha sirva de acicate para el mejor estudio de las variadas circunstancias de su vida y de la oceánica dimensión de su obra, pero, también, para el mejor análisis de la realidad americana y europea que sirvió de marco a su figura y para una más seria evaluación de lo que él aportó y de lo que después se ha hecho en los múltiples campos que abarcó su obra cultural.

Estamos seguros de que este Congreso sobre Bello y Chile, prestigiado con la participación de valiosas cifras del pensamiento del nuevo y viejo mundo y honrada en el acto de instalación con la asistencia del Jefe del Estado y prominentes personalidades de nuestro mundo intelectual y de otros sectores de la vida venezolana, será una contribución importante y significativa y habrá de redundar en el fortalecimiento de la idea de que la América Latina no solamente asombró al universo con sus hazañas épicas, sino que representa un valor positivo y una potencialidad muy promisoria en el plano de la inteligencia. Bello y Chile en el siglo XIX simbolizaron la conjunción perfecta entre un dirigente y un pueblo. Alone le llamó «maridaje providencial» al señalar que «uno y otro, Bello y Chile, se convinieron». Actualizar las características ejemplares de aquella conjunción es renovar las esperanzas de nuestras gentes en dimensión continental. Es, sin duda, robustecer la fe en un destino mejor para toda la América Latina.