Rafael Caldera en Georgetown, Guyana, con motivo de los 80 años del dirigente Jai-Narine Sing, 4 de noviembre de 1988.

Rafael Caldera en Georgetown, Guyana, con motivo de los 80 años del dirigente Jai-Narine Sing, 4 de noviembre de 1988.

Después de Puerto España

Exposición de Rafael Caldera en relación al diferendo limítrofe con Guyana, publicada en la prensa y tomada del Diario El Aragueño, 19 de junio de 1981. 

Ya el gobierno ha manifestado su propósito de no renovar el Protocolo de Puerto España. No podemos negar que la campaña contra aquel instrumento ha llegado a configurar en la opinión pública una imagen muy distinta a la de su verdadera índole. Es bueno que conste, sin embargo, que el Protocolo no menoscabó en lo más mínimo los derechos de Venezuela: abrió un compás de espera, cuya necesidad era evidente para que nuestro país pudiera mejorar sus posiciones en la estrategia tendiente a recuperar los territorios perdidos de 1899 a 1932.

Lo que interesa ahora es definir la actitud que debemos adoptar después del vencimiento del término. Al extinguirse el Protocolo de Puerto España, recobrará su vigencia el Acuerdo de Ginebra; y por cuanto, en 1970 habían pasado ya los cuatro años previstos para las reuniones de la Comisión Mixta, comenzarán a correr los tres meses pautados en Ginebra para que las partes se pongan de acuerdo sobre el medio de solución que van a adoptar. Según el Acuerdo Ginebrino, en caso de no convenirse en uno de los medios de solución previstos por la Carta de las Naciones Unidas, o de no referirse la decisión a un órgano internacional apropiado que ambos gobiernos acuerden, la elección de ese medio lo hará el Secretario General de la ONU.

Nadie que tenga sentido común y un poco de honradez podrá negar que, en 1970, cuando se vencieron los cuatro años de la Comisión Mixta y se suscribió el Protocolo, las condiciones para nuestro país eran por todos lados, desfavorables. El Acuerdo de Ginebra es un arma de doble filo: por una parte, reconoce que nuestro país sostiene «que el laudo arbitral de 1899 sobre la frontera entre Venezuela y Guayana Británica es nulo e írrito», lo que nos da derecho a recordar a los demás países que existe una «contención» al respecto: esto es lo positivo; por otra parte, puede llevarnos vertiginosamente por un camino que de no tener éxito podrá entrañar la liquidación de nuestro reclamo, ante la faz de las demás naciones: esto es lo negativo. En 1970 el panorama era muy adverso. La tregua acordada permitía enfocarlo en profundidad y prepararse mejor.

Por otra parte, el ambiente internacional no nos favorecía. En las Naciones Unidas, el bloque africano –de considerable y creciente influencia en la Organización- y aún la mayoría de los países del Tercer Mundo, veían a Venezuela como un potencial agresor contra un país hermano y débil, y se mostraban dispuestos a alinearse en favor de todo lo que beneficiara a Guyana. Los países del área del Caribe estaban en actitud de beligerante hostilidad contra nosotros; de ello pueden dar fe el embajador Carlos Irazábal, enviado a Trinidad-Tobago, y el general Alfredo Monch Siegart, destacado en Jamaica. Carrozas carnavalescas desfilaban, ante la complacencia de las autoridades, presentándonos como el pez grande que quiere engullirse el chico: esto ocurría en países como Trinidad, tan cercano a Venezuela, cuya amistad y normalidad interna tienen que interesarnos mucho, si examinamos con objetividad las exigencias de nuestra política internacional.

La posición de Estados Unidos, a raíz del infortunado incidente del Rupununi, que tuvo un final melancólico y contraproducente, no se inclinaba en modo alguno hacia dejar realizar una acción de Venezuela. Tampoco nos favorecía la actitud de Brasil, país que por su entidad y ubicación geográfica tiene un peso muy grande en el área. Al mismo tiempo, desde Colombia se hablaba un lenguaje un tanto extraño sobre las cuestiones pendientes: sólo después del Sesquicentenario de la Batalla de Boyacá comenzó una etapa más normal en la tramitación del asunto de la delimitación de áreas marinas y submarinas.

Todos estos factores fueron determinantes.

A los que sueñan en absurdas aventuras de fuerza hay que recordarles que la situación no era tampoco, en ese aspecto, nada estimulante. No son secretos militares, sino hechos bien conocidos. Las unidades navales importantes que teníamos estaban reparándose… en astilleros ¡ingleses! El supuesto enemigo los tenía en sus manos sin hacer ningún esfuerzo. Nuestra aviación militar era muy pobre. Las líneas que hicieron de ella una verdadera Fuerza Aérea se adquirieron durante mi mandato, después de Puerto España: Mirages, CF-5, Hércules, T2-D, DV-10 y los nombres Camberra, mantenidos a fuerza de canibalismo por falta de repuestos, sólo entonces fueron reacondicionados y dotados de nuevos elementos de poder. El Ejército desfilaba hasta entonces cada cinco de julio con arcaicos tanques de los días de la Segunda Guerra Mundial; fue durante mi quinquenio (1969-74) cuando se adquirieron las modernas unidades blindadas AMX-30, así como la artillería de montaña y muchos elementos defensivos más. Las Fuerzas Armadas de Cooperación, custodias de nuestras fronteras, estaban desprovistas de elementos que aseguraran una acción eficiente. Mientras tanto, la Gran Bretaña se mostraba dispuesta al papel de garante de la integridad territorial de su excolonia.

El Protocolo de Puerto España sirvió para mantener viva nuestra reclamación, prorrogando por doce años las conversaciones, sin que pudiera oponérsenos ningún título jurídico nuevo que pudiera surgir por acción de Guyana, durante su vigencia. Ese tiempo permitió hacer amigos en el Caribe (al menos, hacer cesar la hostilidad), aprovisionarnos mejor, no sólo de medios de defensa, sino de documentación y estudios, que para entonces no los había suficientes, y de experiencia para que nuestro país pudiera analizar a fondo su estrategia y programar con pleno conocimiento de la situación, pendientes de lo que las circunstancias fueran aconsejando.

Durante esos años, se previó que iba a gestionarse activamente una solución al problema limítrofe; así el artículo III del Protocolo enuncia la posibilidad de que ambos gobiernos llegaran a un acuerdo completo para la solución de la controversia a que se refiere el Acuerdo de Ginebra. No tengo idea si esto se intentó. Al menos no ha habido información al respecto.

Los partidos políticos, informados previa y oficiosamente por el Canciller Calvani, adoptaron diversas actitudes. Acción Democrática, el principal partido de oposición para la época, con la fracción mayor en las cámaras legislativas, vio surgir en su seno una corriente adversa al Protocolo, como reacción natural a cualquier acto de mi gobierno, pero frente a ella se elevó la voz calificada de gente como Luis Esteban Rey, quien con mucha honestidad dijo: «Por todas estas razones, pese a que militamos en un partido de oposición, estimamos que el Protocolo de Puerto España es conveniente a los intereses del país y a los objetivos de su política exterior. Este es un caso en que las posiciones políticas y las diferencias a que ellas puedan dar origen deben ceder ante las superiores exigencias nacionales». Los responsables principales de la dirección del partido, convencidos de que el rechazo del Protocolo había sido gravemente perjudicial, pero no seguros de que su fracción parlamentaria lo entendería así optaron por no abrir debate en el Congreso; y si por ello, dicen algunos voceros oficiales de AD que el Protocolo no existe, cabría preguntar, de ser así, cómo quedarían los perentorios tres meses del Acuerdo de Ginebra, que fueron el origen de la dificultad y el motivo inmediato de la negociación del Protocolo. El doctor Gonzalo Barrios, el señor Carlos Andrés Pérez, el señor Luis Esteban Rey, estuvieron entre quienes adoptaron la patriótica actitud de aceptar tácitamente el Protocolo. Ningún vocero de los otros partidos representados en el Parlamento planteó formalmente la petición de debatirlo.

El Protocolo de Puerto España es, pues, fruto de una necesidad y ha vivido del consenso; un curioso consenso en que los mismos grupos que lo adversaron en la prensa convinieron de hecho en mantenerlo. Ahora, cuando llegara su término, es indispensable estudiar una estrategia nacional en que se ponga de lado todo sectarismo y se actúe con sentido de solidaridad.

Cualquier debate público sobre las vías a utilizar puede resultar perjudicial. La materia, por su propia delicada índole, reclama discreción. Fácil es para algunos hacer afirmaciones estentóreas y tergiversar cualquier invocación a la prudencia, con desmedidas imputaciones de traición. Pero a nadie se le podía ocurrir que, cuando una persona individual o colectiva tiene que moverse en un conflicto o tramitar un litigio, le convenga anunciar públicamente a la contra-parte los caminos que piensa seguir y los medios que va a utilizar para gestionar sus derechos.

Es innegable que, para Venezuela, las condiciones son hoy más favorables que en 1970. Debe reconocerse que lo que está haciendo el Gobierno, de enviar mensajeros a explicar la posición de Venezuela y a defender nuestros planteamientos ante los países que pueden hallarse envueltos en torno al asunto, es lo primero que tenía que hacer y procede bien al intentarlo. Esto no significa, sin embargo, que sea cómoda la situación. La reciente declaración del embajador de Estados Unidos en Guyana, por ejemplo, no parece alentadora para las aspiraciones de Venezuela. El trabajo diplomático en el área es primordial, pero no fácil.

Si el Protocolo de Puerto España ha mantenido viva la reclamación venezolana, ahora va a comenzar de nuevo a tomar cancha el Acuerdo de Ginebra. Los críticos de éste observan, con razón o sin ella, que éste podría convertirse en un mecanismo perentorio para hacer que la comunidad internacional considere terminado nuestro alegato. ¿Qué actitud cabe frente a las previsiones del Acuerdo? ¿La denuncia? Pero si es allí donde se dejó constancia de que tenemos formulada una «contención» para que se reconozca nuestro derecho. ¿Cumplirlo? Pero de modo que no se nos encierre en cuestiones formales, que impidan ir al fondo para demostrar nuestra justicia.

Por lo demás, Guyana necesita de Venezuela, y el camino del diálogo no debe considerarse cerrado. No conviene, sin duda, adoptar posiciones que hagan imposible toda solución. Pero el diálogo no excluye la firmeza. Cierto que a veces se hace largo y no se vislumbran de inmediato los resultados, pero la historia demuestra que, dialogando, las posibilidades no se agotan nunca. Muchos casos podrían citarse para comprobarlo.