El ritual y el mito de la democracia
Columna de Rafael Caldera escrita para ALA y publicada en El Universal, del 22 de agosto de 1984.
Toda institución social tiene generalmente sus ritos, que impresionan la imaginación y la conciencia de la comunidad acerca de los objetivos que persigue. En la institución matrimonial, por ejemplo, se hace patente el propósito de constituir una familia y establecer la presunción legal de paternidad. Ni en los regímenes más revolucionarios se ha llegado a abolir ese rito: se simplifica o se cambia de acuerdo con los nuevos patrones sociales, pero el mecanismo, en esencia, subsiste. No me sorprendió, por ello, ver en la plaza Roja de Moscú a jóvenes parejas de recién casados ir como por obligación el día de su boda al mausoleo de Lenin, símbolo a la vez de la patria y del credo comunista.
En dos mil quinientos millones se estima el número de televidentes que observaron la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de Los Ángeles. Un espectáculo maravilloso, gran calidad artística, desbordante emotividad, pero quiero señalar el aspecto ritual de la inauguración, que buscaba evidenciar los compromisos y propósitos que guían institucionalmente al deporte mundial.
La democracia también tiene sus ritos. Acabo de regresar de la Convención Nacional del Partido Demócrata de los Estados Unidos, celebrada muy cerca de Los Ángeles, en la ciudad de San Francisco, para escoger sus candidatos a la Presidencia y a la Vicepresidencia de la Nación y presentar su plataforma electoral para las elecciones de noviembre. Fui de quienes recibieron en diversos países «una cálida y personal invitación» del Presidente del Comité Nacional Demócrata, Charles T. Manatt, como «huésped de honor», y confieso que me resultó sumamente interesante la experiencia. Es algo que vale la pena ver y sólo se da cada cuatro años.
No había duda, después de las elecciones primarias, de que el candidato sería el ex Vicepresidente Walter F. Mondale. En algunas convenciones anteriores, la indefinición provocaba cierto suspenso. En otras, aun cuando el candidato presidencial fuera seguro, había expectativa acerca del nombre del candidato a la vicepresidencia. En esta ocasión, el señor Mondale se encargó de disipar la incertidumbre anunciando con anticipación que propondría a la Representante Geraldine Ferraro. Lo tradicional es que el acompañante de fórmula lo escoge el candidato presidencial: ello no obstante, la persona fue propuesta oficialmente por un delegado, apoyada por otros y sometida a votación Estado por Estado, si bien después de emitir varias delegaciones sus votos (en las cuales no faltaron algunos para personas no propuestas) se acudió al procedimiento más simple de la aclamación.
El espectáculo en el Moscone Center de San Francisco fue también maravilloso y pudieron disfrutar de él, además de los millares allí reunidos, varios millones de televidentes. La emoción era constante, mantenida y renovada con estupenda técnica organizativa y audiovisual. Tal –pienso– como si lo invitaran a uno a presenciar una Serie Mundial de Beisbol, cuyo resultado previamente se sabía, pero en la que no faltó un ápice de la emoción y el entusiasmo de las grandes jugadas. Iban desfilando por el podio, que el tamaño del Centro Moscone tornaba lejano para la mayoría de los espectadores, las figuras más resaltantes de los sectores del electorado representados en los cuadros del Partido; y un circuito cerrado de TV, con televisores por todas partes y cuatro pantallas gigantes distribuidas en la enorme platea, con imagen y sonido perfectos, las magnificaba, las acercaba a cada uno de los circunstantes. Los diferentes circuitos trasmitían a todo el país los momentos más importantes, previamente señalados y cumplidos a una hora precisa. La mayoría de los oradores hicieron uso del «telepronter», algunos con tal maestría que era difícil notarlo, pero las ediciones inmediatas de los diarios lo delataban, pues publicaban los extractos («excerpts») previamente distribuidos y literalmente dichos. La discusión de la «Plataforma» electoral respondía a lo tratado en alto nivel. Una banda de música con gran sonoridad llenaba espacios y precedía al anuncio de los más destacados actores; y se pasaban de vez en cuando breves documentales, muy elaborados, acerca de los antecedentes del Partido y de las grandes figuras que en el pasado cumplieron papeles estelares.
Todo servía, además, de oportunidad para encontrar a mucha gente de importancia que en otra ocasión sería difícil reunir; para cruzar ideas y para renovar o establecer vínculos de humana cordialidad. Pero –es lo más importante– constituía una especie de sacudida, no sólo para la militancia de base y los simpatizantes de la respectiva corriente política, sino para la opinión pública en general, que experimentó una indudable conmoción, preparatoria del proceso que conduce a la próxima elección presidencial.
¿Cómo será la Convención Republicana? En Dallas, en agosto, lo veremos. Estamos invitados a ella también, en forma obligante. Los demócratas dicen que no tendrá la emotividad de la suya. Los republicanos aseguran que será más densa e impactante. Pero el ritual, en lo medular, será el mismo.
Ese ritual tiende a vigorizar un mito: el gran mito de la democracia, que es la voluntad popular. Según los principios, ésta es la que decide, pero como su expresión y su propia manera de conformarse son extremadamente complicados, hay que meterla por los sentidos, por los ojos y oídos de los propios decisores, para que vivan el proceso, para que sientan que ellos son los actores de la trama. Por eso, lejos de inútil, es indispensable el ritual: y mientras más se adapte al modo de ser de su pueblo y mejor lo interprete, mayor probabilidad tiene de producir el anhelado efecto.