Los políticos no son todos iguales
Columna de Rafael Caldera escrita para ALA y publicada en El Universal, del 25 de julio de 1984.
Quizás por lo mismo que la política es, como se ha dicho, «lo social genérico» y se relaciona con todas las actividades humanas, quien le dedica su vida está expuesto a recibir ataques desde todos los lados. Ortega dijo que en lo social «la política es el macho»; vale decir, lo domina todo. Pero, por la misma razón, es blanco de todos los desahogos y de todas las injurias.
Por supuesto, en los regímenes autoritarios estos ataques se limitan a rumores. Cuando salen del rango de la murmuración caen en el ámbito de la represión. En las democracias, lamentablemente, el ejercicio de la libertad tiene como acompañante inseparable el vilipendio, inclinado a la generalización: «todos los políticos son iguales». ¡Pues no! No son todos iguales.
Cuando alguien aplica una frase parecida a otra profesión, ésta reacciona solidariamente. Decir, por ejemplo, que todos los empresarios son egoístas provoca una reacción airada del sector y de sus órganos representativos. Cuando se ofende a los sacerdotes, reacciona justificadamente la Iglesia y protestan todos los eclesiásticos. Si se hace una afirmación parecida acerca de los militares, se siente afectada la institución castrense. En cambio, cuando se afirma algo de los políticos parece haber un coro dispuesto permanentemente a ratificar, a reproducir, a ampliar, a divulgar lo que se diga.
Es fácil comprender que lo hagan quienes tienen interés en devaluar la institucionalidad democrática. Mientras más se extienda en el ánimo público la idea de que todos los que dirigen o aspiran a dirigir la vida pública son «iguales», vale decir, son mentirosos, demagogos, corruptos, egoístas, pantalleros, ineptos, incapaces, más ablandarán la fe democrática del pueblo, que es el sustento indispensable de la libertad.
Hay, no puede negarse, una fauna de políticos a los que esto «les resbala». No les importa lo que digan: lo escuchan como quien oye llover. Hay, y es lo más grave, una forma de lucha interpartidista que se solaza en echar sobre el contrario todos esos calificativos y muchos más, sin observar que el carnaval de insultos de un lado y de otro deteriora las imágenes de ambos y menoscaba la confianza en ellos y en las instituciones que representan.
Pero otros no aceptamos eso. Admitimos todas las críticas, de buena o mala fe, a nuestras individualidades, a nuestras acciones o a las organizaciones a que pertenecemos. Pero respetando la integridad de cada uno. La lucha democrática permite que obras hechas con la mejor intención y dentro de las mejores condiciones puedan ser atacadas como inútiles, como inconvenientes, como imperfectas; y que las ideas sustentadas sean como deben ser, el primer centro de discusión: al fin y al cabo, el debate se ennoblece cuando se plantea en el terreno de la ideología y de los programas.
Es lógico que los adversarios busquen descalificar la obra de un estadista o hacer olvidar las realizaciones logradas por él y magnificar las insuficiencias y errores, que siempre las hay: pero lo que no debería permitirse y en lo que es suicida incurrir es en plantear el ataque en campos prohibidos, lanzar sistemáticamente afirmaciones que en definitiva inciden sobre el propio sistema democrático y sobre los partidos, que constituyen los pilares fundamentales de la libertad y derechos humanos y los factores imprescindibles para alcanzar objetivos de cambio y desarrollo, defensa y protección de minusválidos, bienestar común y justicia social.
Cuando se dice que todos los políticos son corruptos, hay quienes sentimos agredida nuestra propia condición personal. Nos provoca gritar: ¡TODOS NO! Porque somos de aquellos a quienes nuestra propia conciencia nos defiende contra las tentaciones que en una sociedad consumista, una riqueza nacional mal distribuida y súbitamente incrementada pone al alcance de quienes no logran resistirlas.
Todos los políticos no somos embusteros. Todos los políticos no somos demagogos. Todos los políticos no somos tramposos. Todos los políticos no somos incapaces o ineptos. Todos los políticos no somos egoístas: al contrario, si hemos despreciado oportunidades de provecho individual ha sido por el deseo de servir al bien común. Hay que aclararlo y no vale que le digan a uno en conversaciones privadas «tú eres la excepción», pues el daño queda hecho a la colectividad.
Así como hay una especie de confabulación entre los enemigos del sistema democrático para descalificar a TODOS los políticos y a TODOS los partidos, debería haber un acuerdo justo entre políticos honestos y partidos responsables, para dejar a salvo las condiciones básicas, aun tratándose del más irreductible adversario. De todos modos habrá bastante paño que cortar, bastantes acciones u omisiones que censurar. La lucha cívica no desaparecerá: sólo se elevará, se saneará, se mantendrá dentro de la convicción común de que hay altos intereses que a todos nos conciernen, por opuestos que estemos y que todos estamos obligados a preservar.
Esta sería una norma válida para todas las democracias. Y especialmente útil para las democracias latinoamericanas, que por jóvenes y frágiles, están menos dotadas para resistir el embate destructor de la maledicencia.