La reelección inmediata
Columna de Rafael Caldera escrita para ALA y publicada en El Universal, del 31 de octubre de 1984.
El proceso electoral en los Estados Unidos ha venido a poner muy de manifiesto los inconvenientes que presenta la reelección del Presidente para un período inmediato y las razones que han movido a prohibirla a los constituyentes de casi todos los países de América Latina desde los propios días de la Independencia.
El Presidente en campaña tiene ventajas inmensas y recursos de tal magnitud a su disposición, que la lucha está signada de un visible carácter de desigualdad. Es verdad que constituye un hecho hermoso y aleccionador el de que el Jefe del Estado baje de su solio para ponerse de quien a quien frente al otro aspirante, ante el tribunal severo de los medios de comunicación social y, con ellos, ante el juicio personal y directo de cada uno de los votantes. En el caso del presidente Reagan, a quien las encuestas acreditaban consistente ventaja, nada habría tenido que buscar en los debates con el ex vicepresidente Mondale; pero es evidente que él y sus asesores entendieron que su pueblo no le habría perdonado el negarse a debatir en igualdad de condiciones.
Pero es notoria la superioridad de condiciones en que el aspirante a la reelección, en ejercicio de la jefatura del Estado, desarrolla su campaña. Durante todo el proceso, por encima del aspirante, está el Presidente y como tal se mueve y actúa, en la esfera nacional e internacional. Su presencia en cualquier acto y en cualquier lugar tiene resonancia mundial. Tiene a su alcance innumerables recursos y le cuesta demasiado no aprovecharlos. El doloroso caso de Watergate tuvo por origen, precisamente, el uso de los poderes presidenciales en la búsqueda de la reelección.
¿Es imaginable, en nuestros países latinos, con tradiciones y maneras de actuar tan diferentes de las anglosajonas, un Presidente en campaña activa por hacerse reelegir? Y por otra parte, ¿es concebible la reacción de los grupos opositores, que podrían ir desde el irrespeto hasta la agresión física si los ánimos llegaran al punto máximo de recalentamiento?
Se ha señalado además, con razón, que un Presidente de los Estados Unidos frente a la reelección puede actuar, y con frecuencia actúa, más como candidato que como gobernante. No es imposible que las decisiones se adopten más en función del interés electoral que de la conciencia del estadista. El solo hecho de que cada semana se dediquen sólo 3 o 4 días a los deberes de la Casa Blanca, para un país tan grande y complicado –y ello vale hasta en un pequeño país– es algo que no puede convenir.
Estas reflexiones son oportunas porque en Venezuela, y quizás en otros países hermanos, la idea, formada en el sub-consciente, de que todo lo norteamericano es mejor y de que sus procedimientos (y no las razones sustanciales que verdaderamente operan) son los que explican su éxito, ha conducido de vez en cuando a algunos a pronunciarse en favor de una reelección inmediata, a imitación de los Estados Unidos. Hasta el expresidente Carlos Andrés Pérez se ha declarado varias veces en pro de esta tesis. Entiendo que, en su caso, puede ser que ha advertido que al concluir un período presidencial de cinco años un Presidente ve que proyectos concebidos e iniciados no los pudo realizar y hay el peligro de que su sucesor los abandone, sobre todo si milita en una corriente política distinta. A mí me ocurrió eso, y posiblemente le sucedió a él también. Pero el remedio sería peor que la enfermedad.
Nuestros legisladores, desde 1819, introdujeron la prohibición de la reelección inmediata. El general Monagas quiso abandonarla en 1857 y le costó el poder. Sólo con Gómez llegó a eliminarse esta norma, que se repuso en 1936, cuando a la muerte del dictador se inició el cambio hacia la democracia. Se mantuvo en la Constitución de 1947. La eliminó Pérez Jiménez y prendió la chispa que condujo a su derrocamiento. Los constituyentes de 1961 llegamos al acuerdo de prohibir la reelección por dos períodos consecutivos, es decir, diez años, pensando que así quien aspirara vendría a enfrentar realmente una nueva elección y no una reelección propiamente. Entonces y ahora se ha sostenido la conveniencia de no reelección absoluta, el sistema mexicano, según el cual quien ha sido Presidente no puede volver a serlo nunca más. No voy a pronunciarme ahora sobre este planteamiento, al cual me he referido en ocasiones anteriores; pero considero necesario, por de pronto, reiterar que la idea de una reelección inmediata sería en nuestro país y en países hermanos, totalmente descaminada.
En los propios Estados Unidos, voces de alto nivel han expresado opiniones contrarias al sistema actual. Nixon y Ford, después de Watergate, manifestaron dudas sobre su conveniencia. Carter declaró, en una entrevista con una agencia de prensa en abril de 1979, que preferiría un solo período de seis años. «Muchas de las cosas que hago quedan, –dijo– para la prensa y la mente de los norteamericanos, con la duda de si se trata de atraer votos o de tener en cuenta los mejores intereses del país». El despacho cablegráfico agregaba que en los últimos veinte años el Congreso ha estudiado ese tema varias veces sin llegar a ninguna conclusión.
No me toca pronunciarme por la mejor solución para los Estados Unidos, pero estoy convencido de que la fórmula actual de ese país sería para el mío un verdadero disparate. Y sostengo que lo mismo podrían afirmar los que se preocupan por el Derecho Constitucional en otros países latinoamericanos.