Nacionalismo norteamericano
Columna de Rafael Caldera escrita para ALA y publicada en El Universal, del 18 de septiembre de 1984.
A primera vista, la Convención del Partido Republicano de los Estados Unidos, en Dallas (Texas), fue muy parecida a la Convención del Partido Demócrata, en San Francisco (California). Las dimensiones y estructura del Centro de Convenciones de Dallas no tenían mucha diferencia con las del Moscone Center, en San Francisco. El número de concurrentes era, o parecía, más o menos igual. La presencia de los medios de comunicación de masas y de las grandes y pequeñas cadenas de televisión, la distribución de los espacios, el orden de los discursos, presentaba sólo algunas variantes y se sentía una puja por lograr mejor su aprovechamiento. Ni en la una ni en la otra hubo sorpresas: en la republicana, naturalmente, ya que se iba a formalizar el relanzamiento del Presidente y Vicepresidente en ejercicio, pero tampoco en la demócrata, porque las primeras habían decidido claramente la candidatura presidencial y el propio candidato había querido evitar inconvenientes anunciando anticipadamente la nominación vicepresidencial.
Lo más sensible en la convención demócrata era la convocatoria de las minorías. Un calificado orador llegó hasta invocar como tales a las lesbianas y a los «gay». La convención republicana, por otra parte, insistió, sobre todo, en el nacionalismo norteamericano, en el patriotismo norteamericano.
Los norteamericanos han sido siempre muy nacionalistas. Su nacionalismo conjuga los sentimientos de pobladores venidos de todos los lugares del mundo. En gran parte de ellos, expresar amor y orgullo por la nueva patria que les dio hogar para ponerlos a cubierto de diversas formas de persecución; otros reconocen con gratitud la posibilidad que les ofreció el país de desarrollar una nueva vida, en la que la inteligencia, la laboriosidad y el coraje, les dieron la oportunidad de lograr altos niveles de prosperidad y bienestar. Hemos recordado alguna vez el hecho histórico de que George Washington se presentó ante el Congreso vestido de paño fabricado en su país, aunque de calidad inferior a los europeos. El presidente Nixon no brindó en las bodas de sus hijas con champaña francesa, sino con su equivalente de California, un excelente vino espumante que rivaliza con aquélla, pero que no puede alcanzar su calidad ni usar un nombre que legalmente está reservado al producto de la región de Champagne.
Ese nacionalismo ha sido estimulado en la actual campaña electoral. Los oradores republicanos señalan el contraste entre el fracaso de la operación de rescate de los rehenes en Irán, con la operación militar realizada en Grenada, sin importarles la opinión de muchos países amigos sobre ésta, porque, para grandes contingentes de su población, ella muestra la decisión de los Estados Unidos de no permitir lo que consideran para ellos una falta de respeto.
El mismo asunto de las conversaciones con la Unión Soviética se plantea en un contorno nacionalista. Un vigoroso discurso de la embajadora Kirkpatrik (proveniente de las filas demócratas y antigua colaboradora del gran político y estadista Hubert H. Humphrey), sacudía el sentimiento de los oyentes cuando censuraba a los convencionistas de San Francisco el plantear el tema como si fuera culpa de los norteamericanos y no de los soviéticos la aspereza que se observa en el diálogo. Su tesis era la de que la posición firme ante los rusos es la misma de grandes presidentes demócratas, como Truman, Kennedy y Johnson. El mismo incidente del «macabro» chiste «off-record» del presidente Reagan, cuando preparaba una intervención televisada, lo consideran algunos, más que como un error involuntario, como un «desliz» deliberado para motivar el sentimiento antisoviético del norteamericano corriente.
Hasta las Olimpíadas de Los Ángeles han sido aprovechadas intensamente. Las trasmisiones de los juegos se empeñaban en destacar los éxitos de los atletas norteamericanos, que, por lo demás, eran objetivo fácil por la notable superioridad que ostentaban. Lucharon todas y cada una de las posiciones: hasta en el boxeo, donde los veredictos son siempre discutibles (a menos que haya K.O.), no dejaban pasar una oportunidad para los púgiles del patio. Los medallistas han jugado un papel importante en ese despertar nacionalista.
Se dirá que ello es legítimo. Nosotros, es cierto, en nuestra campaña electoral insistimos en el «orgullo de ser venezolanos». Ante el Congreso de los Estados Unidos, en memorable ocasión, proclamamos «el orgullo de ser latinoamericanos». Tenemos que aceptar, por tanto, con sinceridad, el que por múltiples razones ellos sientan «el orgullo de ser norteamericanos». Pero el problema está en que nuestro nacionalismo tiene un sentido de servicio, de amistad; es ultra-pacífico. Pero un país de tanto poder y riqueza como los Estados Unidos tiene que «hacerse perdonar» su inmensa potencialidad. Un nuevo orden económico internacional, que es necesidad urgente de todos no puede alcanzarse si los norteamericanos se aferran a defender sus privilegios. Y en cuanto a la defensa de los postulados de la civilización occidental (libertad y derechos humanos, especialmente), hay que cuidarla de no caer en los terrenos de la guerra fría. Debemos abrigar la esperanza de que al finalizar la campaña electoral busquen su punto de equilibrio. Porque es mucho lo que está en juego. No sólo para los Estados Unidos sino para la humanidad.