El signo monetario
Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 28 de agosto de 1985.
Tengo en mi poder un billete argentino por un millón de pesos. Lo guardé, tomándolo del vuelto que me dieron al comprar un libro. Circulaba todavía en marzo, cuando estuve la última vez en Buenos Aires: ignoro si con las medidas económicas adoptadas por el presidente Alfonsín, ha sido retirado de la circulación. Lo asombroso es que ese billete, expedido por el Banco Central de la República Argentina (no se nota la fecha) y con efigie del Libertador General San Martín, tiene un valor real de unos tres centavos de la nueva moneda, denominada «austral».
En un libro mío aparecido en 1976 observaba, con asombro, que en un lapso más o menos de doce años, un peso chileno nuevo había sido creado, con un valor equivalente al de un millón de pesos antiguos. Los casos de Argentina y Chile no son únicos. Israel acaba de crear una nueva moneda, con un valor de 1.000 unidades anteriores. La inestabilidad del signo monetario en Bolivia es proverbial. En el Brasil, los índices de inflación son muy grandes, pero se han constituido en cosa rutinaria. México y Perú han experimentado la rápida disminución de valor de su moneda. Ejemplos semejantes podrían multiplicarse. La conclusión es la de que el misterio del signo monetario parece hasta ahora indescifrable. La solución no se vislumbra, pese a las recetas amargas del Fondo Monetario Internacional. Si el papel de la moneda nacional es el de mensurar la vida económica de un país y su relación con las economías externas, habría que convenir en que una devaluación a la millonésima parte en un lapso relativamente corto tendría que ocasionar una catástrofe irremediable, de la cual el país que la sufriera no podría sobrevivir. Pero no es así. Se encuentran mecanismos discutibles pero necesarios, para adaptarse a cada nueva situación. Lo que es cierto es que las nuevas políticas «antinflacionarias», tendientes a lograr estabilidad de precios y salarios (por lo general, muy complacientes respecto a los precios y muy indiferentes y aun rígidas en cuanto a los salarios) han demostrado muy dudosa eficacia y han tenido consecuencias muy desfavorables desde el punto de vista social.
En Venezuela habíamos gozado durante algunos años del privilegio de una moneda estable y dura. En los años 60 se devaluó el bolívar, de Bs. 3,35 por dólar norteamericano a Bs. 4,50. En el comienzo de la década de los 70, ante la baja del dólar, hicimos dos modestas revaluaciones y dejamos en 4,30 la tasa de cambio, que se mantuvo hasta 1983.
Según analistas económicos, el bolívar estaba sobrevaluado. La culpa central del proceso de deterioro de nuestra economía la achacan a la «sobrevaluación del bolívar». Se ha llegado hasta el punto de ufanarse altas autoridades, como uno de los logros de la actual administración de «corregir la sobrevaluación del bolívar». Pero resulta que cuando el bolívar estaba a 4,30 no se había observado, por lo menos hasta 1974, ningún incremento anormal de las importaciones, ningún desequilibrio en la balanza de pagos, ni mucho menos, fuga de divisas. Se vigilaba cuidadosamente el cambio, manteniendo la más libre convertibilidad; se adoptaban medidas para incentivar las exportaciones y para evitar, mediante una política arancelaria cuidadosa, la competencia ruinosa de artículos importados del exterior.
Cuando he preguntado cómo se demuestra la aludida sobrevaluación de la moneda, me responden que, muy simplemente, adquirir bienes y servicios en el mercado externo resultaba siempre más barato que en el mercado doméstico. Pero surge una pregunta, más difícil de responder, y que ocurre de inmediato: ¿por qué esa situación, si dentro del tiempo en que nuestra moneda se mantenía estable, los precios habían subido vertiginosamente, en los Estados Unidos, en Europa, en el Japón y, en general, en los países hacia los cuales se dirigía preferentemente la demanda del consumidor venezolano? No se puede decir que nuestra producción era más cara porque eran muy altos los salarios: eso podría ser en relación con otros países subdesarrollados, donde el trabajador gana menos, pero no con los países industrializados, donde el nivel salarial es mucho más elevado. Habría que aceptar, en este punto, que el problema de la diferencia de costos era en el fondo un problema de productividad.
Pero ¿por qué y cómo surgió el desenfreno de las importaciones, el gasto desmedido en consumos suntuarios y en actividades improductivas? ¿Por qué, más aún, se produjo el fenómeno de la fuga, no contenida todavía, de los recursos propios, convertidos en divisa extranjera?
La clave está en una palabra: confianza. Cuando había confianza, una política ordenada y consciente mantenía en índices normales la relación económica con el resto del mundo y las cifras indicaban un crecimiento sostenido en las inversiones y el empleo. Después, vino la locura; luego, la equivocación y la incapacidad.
Tenemos hoy un cambio múltiple. 4,30 para el pago de la deuda externa privada y para la adquisición de algunos artículos importados de primerísima necesidad. 7,50 para las importaciones privilegiadas, autorizadas por el Gobierno a través de Recadi, y dentro de unos meses, para las que están todavía a 4,30, salvo la deuda. Y en el mercado libre, el bolívar vale menos de 1/3 de lo que valía hasta 1983. El venezolano que tenga forzosamente que viajar o adquirir en el exterior bienes no protegidos paga de hecho un impuesto ad valorem sumamente gravoso. Aun así, hay quienes cambian sus modestos ahorros por dólares, porque piensan que no obstante su alto costo, los van a tener más seguros.
La cuestión principal es la de cuánto tiempo va a durar así la situación. Se insiste en que hay el propósito de lograr la unificación cambiaria. Pero ¿cuándo? y ¿cuál va a ser el tipo uniforme de cambio? Mientras tanto, como una espada de Damocles vemos sobre nosotros la experiencia de otros países, en los que una devaluación, aunque haya producido algunos efectos favorables inmediatos, ha sido un paso para devaluaciones sucesivas. Por otra parte, el Gobierno, presionado por las urgencias del gasto público, está constantemente llevado a valerse de las llamadas «utilidades cambiarias», que no son sino una forma de tributación para tener más bolívares, aunque reciba menos dólares. Por lo demás, los que colocaron su dinero en el exterior no se sentirán estimulados a repatriarlos mientras no vean que la moneda interna se afirma: si ésta empezara a recuperarse, vendrían aceleradamente para no perder la ventaja del cambio actual.
Todo ello gira, digámoslo de nuevo en torno a una idea, a una situación, a una palabra: confianza. ¡Hay que ganar de nuevo la confianza! Esto no se logra sino con posiciones claras, con gran esfuerzo, con actitudes serias, con planes constructivos. El signo monetario es un elemento de la confianza, a la vez que un producto de ella. Cuando hay confianza, se refleja en la fortaleza y estabilidad de la moneda; pero, a la vez, la fortaleza y estabilidad de la moneda serán el principal factor para lograr la confianza.
Esto que decimos para Venezuela es válido para países hermanos. Aunque las circunstancias sean diferentes, el problema es sustancialmente el mismo.