«La Permisería»
Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 19 de diciembre de 1985.
La vieja polémica entre los partidarios de la exagerada intervención del Estado y los de la absoluta libertad económica se recrudece de cuando en cuando: especialmente, en los países gobernados hoy por la corriente social demócrata, cobra fuerza, por la insatisfacción de los gobernados, la tendencia a explicar errores y fracasos por el hecho de la intervención y proponer como solución la retracción de la autoridad estatal y ante los fenómenos de la economía. Quizás sólo por el desprestigio que en su tiempo ganó no se ha repetido en su prístina forma la vieja consigna «laissez faire, laissez passer, le monde va de lui meme». En Venezuela se dice y repite que los problemas económicos se deben exclusivamente a los políticos, cuando si se repasan los nombres de quienes han estado al frente de la política económica se encontrará una abundante y calificada lista de dirigentes del sector privado. Bastaría anotar uno tras otro los nombres de los ministros de Economía, presidentes del Banco Central y jefes y directores de las principales empresas del Estado e institutos autónomos para tener el elenco de los principales empresarios, ejecutivos y economistas. La responsabilidad es, pues, compartida y debería ser solidaria.
Pero donde hay que precisar criterios para reconocer una buena parte de razón a la crítica es en el concepto, medida, finalidades (y, por supuesto, desaciertos y aciertos) de la intervención del Estado. Cuando un vocero del empresariado o un economista ortodoxo claman porque cese esa intervención, no pretenden, supongo, que ésta cese en absoluto, aunque a veces lo pareciera, dada la manera como hablan. No desean que el Estado deje de dar créditos y subvencionar la actividad privada; no pretenden que las condiciones del régimen aduanero abran paso a una especie de puerto libre general; no reclaman contra el proteccionismo, sin el cual muchas actividades vernáculas no habrían podido ni podrían aun desarrollarse. Más aún: ha sido de ese sector de donde se ha reclamado más que el presupuesto nacional dedique una buena parte de los recursos a la inversión y no al gasto corriente: ahora, la inversión es una forma de intervención, porque el Estado inversor se convierte automáticamente en Estado interventor. Esa intervención no puede condenarse porque sí.
La intervención del Estado ha transformado, por ejemplo, lo que era una enfermiza y famélica población que no llegaba a tres mil habitantes (me refiero a San Félix, parte de la que es hoy la gran Ciudad Guayana), no sólo en un núcleo urbano que puede llegar ya a unos doscientos mil habitantes y hasta más, sino un polo de desarrollo que comprende un gran complejo siderúrgico, un gran complejo alumínico y una gran central hidroeléctrica, los cuales ocupan en total decenas de miles de trabajadores, surten de energía a una gran parte del país y suplen productos semielaborados para la industria nacional y para la exportación. Podrían formularse quejas justificadas a algunos aspectos del proceso, pero ¿quién podría censurar el que el Estado haya intervenido para iniciar el desarrollo en una de las regiones más ricas en recursos naturales, pero más largamente descuidada, podría decirse abandonada, del país?
Convengamos en que la solución hay que buscarla en un punto de equilibrio razonable. Como dice el refrán, «ni calvo, ni con dos pelucas». Ahora, donde hay mayor razón para chillar contra el intervencionismo estatal es en el abuso multiplicativo de los permisos que a cada paso se requieren en mayor número y que con frecuencia se manejan con arbitrariedad y con desidia. El funcionario que tiene la facultad de conceder o negar un permiso se siente un califa absoluto, decide cuando le provoca y como le da la gana y, con desdichada frecuencia encuentra en el otorgamiento del permiso una fuente fácil y abundante de corrupción.
Cuando, hace algunos años, se hacía referencia en Venezuela a la «mordida», establecida en todos los niveles en algún país hermano, no suponíamos que nos iba a llegar. No sabemos si tiene más culpa el descaro de los corruptores o la falta de fortaleza ética de los corrompidos. Lo cierto es que en el lenguaje corriente se afirma con naturalidad que quien no esté dispuesto a «pichar» (palabra tomada del argot beisbolero, en el que el «pitcher» es el lanzador) no obtiene el ansiado permiso, o no lo recibe en tiempo útil.
De allí que haya venido usándose la palabra «permisología». En la campaña electoral se prometió eliminar este vicio. De vez en cuando salen noticias esperanzadoras en ese camino, pero es muy poco lo que hasta este momento se ha logrado.
El neologismo «permisología» ha sido censurado por las autoridades de la lengua, que no sólo comparten la opinión adversa al hecho en sí, sino que la acompañan con el juicio adverso al término. La terminación «logía», viene de «logos»; se aplica a las ciencias o tratados sobre una materia. Según eso «permisología» significaría «el tratado o la ciencia de los permisos». Se han sugerido sustitutos para expresar la idea. Pero «permisibilidad» o algo por el estilo, no contendría el concepto. Por eso me atrevo a proponer «permisería», es decir, abundancia excesiva de permisos, manía de exigir permisos y práctica derivada de ella. El Diccionario de la Real Academia nos dice que «palabrería» es: «abundancia de palabras vanas y ociosas». Y «gritería»: «confusión de voces altas y desentonadas». ¿Por qué no «permisería»? Podríamos decir que «permisería» es: «abundancia de permisos innecesarios que se requieren exageradamente».
En días pasados un distinguido escritor en un importante diario de Caracas hacía referencia al término «reposero», aplicado a personas que abusan de los reposos acordados por motivos supuestos para dejar de asistir al trabajo sin perder la remuneración. El escritor observaba que la terminación «ero», o bien indica profesión o actividad, o bien indica abundancia de algo. De esta segunda acepción citaba «sangrero», «polvero», «mosquero». «abejero», «muchachero». Podríamos añadir «pelero», «basurero», «estercolero», y derivado de un venezolanismo tan nuestro como «perol», «perolero».
Complazcamos, pues, a las autoridades de nuestra Academia de la Lengua, correspondiente de la Real Española, eliminando ese absurdo neologismo «permisología», que significaría exactamente lo contrario de lo que queremos decir. E invitémoslos a acompañarnos a todos, a los partidarios del laissez faire y a los defensores del intervencionismo del Estado, a aceptar una solución equidistante y a luchar denodadamente contra la viciosa «permisería» que está causando tantos daños a la fluidez de las actividades económicas y a la moral de la Administración Pública.