Políticas anti-inflacionarias

Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 4 de diciembre de 1985.

El problema de la inflación en los tiempos que corren ha venido a convertirse en un rompecabezas. Su definición tradicional, reflejada en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, es la de «exceso de moneda circulante en relación con su cobertura, lo que desencadena un alza general de precios». Pero sucede que el «alza general de precios», en países como el nuestro en los últimos dos años, no corresponde a un «exceso de moneda circulante». Las causas desencadenantes son otras: por ello los economistas han tenido que acuñar un término, que en el original inglés es «stagflation», vale decir, inflación con depresión, inflación con estancamiento.

De suyo, la inflación parecería ser una enfermedad propia del crecimiento. Una consecuencia maligna de la prosperidad. Porque el progreso genera más recursos y cuando éstos sobrepasan el ritmo de crecimiento de la producción, los precios «se inflan». Una opinión fundada en la experiencia ha venido sosteniendo que una «moderada inflación» (mild inflation) no constituye un mal, sino más bien un estímulo a la actividad económica. Pero esa moderación se rompe con frecuencia; se sobrepasan los linderos de lo recomendable, o mejor aún, de lo aceptable. Con frecuencia los límites llegan a niveles indudablemente peligrosos: tal sucede cuando los dirigentes de la economía de un país se jactan de que la inflación no ha pasado de «un dígito», lo que podría inducir a considerar que 9% anual sería tolerable. En nuestro país, donde el fenómeno inflacionario era prácticamente desconocido en sus montos perniciosos, ya estamos «en dos dígitos»; hay países hermanos que la han visto llegar a tres y hasta a cuatro. Es la locura.

Frente a este complicado problema, los estadistas y los economistas pretenden aplicar medicinas como lo hace el médico que no sabe exactamente qué tiene el enfermo. Los «ortodoxos» apelan a la reducción del gasto, cada vez más estrecha, sin darse cuenta de que por tratar de remediar la inflación aumentan la depresión. Una medida elemental e inmediata, pero ineficaz y contraproducente cuando se convierte en permanente, es la congelación, o mejor, la regulación de los precios. A lo menos, se hace sentir como muy urgente en referencia a los artículos de primera necesidad. Los economistas dicen que esta regulación desanima al productor, y al desincentivar la producción aumenta la presión alcista, que se manifiesta en formas de mercado negro y en abusos de toda índole y a la larga produce una ruptura de la horma. Pero más insistente es la ortodoxia en la congelación de los salarios. Aceptan que suban sólo en los sectores económicos que hayan mejorado; pero al negar el aumento a los demás, se agrava la situación de los menos favorecidos, que son mayoría.

Se ha repetido muchas veces que «mientras los salarios suben por la escalera, los precios suben por el ascensor». En Venezuela, como en muchas partes, los precios subieron primero, y siguen subiendo; y sin embargo, hay resistencia tenaz a aceptar el aumento general de salarios: aumento que no es tal sino en apariencia, porque se trata de un aumento nominal, en tanto que el salario real se ha menoscabado considerablemente y continuará mermando, porque el poder adquisitivo del salario baja en picada.

Es cierto que los especuladores se aprovechan de cualquier medida favorable a los trabajadores para aumentar sus ganancias en forma desproporcionada. Por ejemplo, si en una determinada industria, los salarios pagados por la mano de obra constituyen 30% del costo de producción, el aumento de veinte o treinta por ciento en los salarios no podría justificar un recargo mayor de 6% o de 9%, según el caso, en el precio fijado al consumidor; pero no es así: se aprovechan para subirlo, y no ya siquiera en 20 o 30% del total, sino hasta en mucho más. De ahí que parezca casi siempre inevitable acompañar la recuperación del salario con algunas medidas que impidan la maniobra a que me refiero.

Lo cierto es que los propugnadores de la tesis anti-inflacionaria que más se oponen al alza de los salarios por argumentar que generaría inflación, olvidan, o quieren olvidar, que la inflación comenzó antes y que esa medida sería simplemente consecuencia del hecho cumplido. Han subido los artículos de primera necesidad, y en un porcentaje muy elevado: más de 100% la leche, la carne, los granos, las frutas, el queso; subió la gasolina; han subido escandalosamente los servicios públicos: el teléfono, el correo, el agua; el vestido y el calzado han aumentado terriblemente; el costo de adquisición o alquiler de una vivienda ha llegado tan arriba que, existiendo una demanda potencial inmensa, los pocos apartamentos que se construyen no se venden ni se pueden alquilar porque no hay quién pueda comprarlos en el sector social para el cual se destinan. Al pan, las pastas y galletas les ocasionara un inevitable impacto alcista la eliminación del dólar a 4,30 para pasarlo a 7, mientras sigamos siendo importadores del trigo que consumimos. ¿Entonces?

Las políticas anti-inflacionarias que se afincan solamente sobre los salarios no son humanas ni, en definitiva, viables. De allí los fracasos de las recetas impuestas por el Fondo Monetario Internacional. De allí el fracaso de los programas anti-inflacionarios en las dictaduras del Cono Sur, aunque contaban con todo el apoyo de los gobiernos militares. Lo más criticable es que quienes levantan la voz con mayor énfasis contra el alza de los salarios por considerarla inflacionaria no han dicho una palabra contra el alza de los precios de bienes y servicios, ni siquiera los de primera necesidad.

La verdadera y única política anti-inflacionaria se basa en un equilibro justo y razonable entre la producción y el consumo. Ello requiere un trato equitativo para los diversos sectores. Un Estado manirroto no puede predicar austeridad; un empresario ávido no puede recomendar abstinencia. Las manipulaciones cambiarias no pueden generar confianza. El ejemplo de arriba y la voluntad de todos deben converger hacia un objetivo común.

El elemento fundamental  sigue siendo la confianza. Imponderable, pero indispensable. Confianza en el inversor, pero también confianza en el trabajador. La confianza requiere líneas claras, programas serios y concretos, conducta ajustada a lo que se proclama. Allí está la clave, la verdadera clave, de la única política anti-inflacionaria capaz de lograr buenos resultados.