El Estado de servicio
Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 12 de junio de 1985.
El tema de la Reforma del Estado, que ha venido planteándose en los últimos tiempos, ha tomado mayor jerarquía con el nombramiento por el Presidente de la República de una comisión especial para abordarlo. Esta Comisión se reúne en el Palacio de Miraflores y está integrada por numerosas personas, vinculadas a diferentes corrientes políticas y sectores sociales y económicos. Su principal tarea ha de ser la de precisar qué se quiere cuando se habla de reformar al Estado, cuáles son las prioridades para lograrlo y mediante qué recursos y procedimientos. El hecho de que la Constitución esté en su vigésimo quinto año de vigencia, hace la tarea más oportuna y pone sobre la mesa la cuestión de si la reforma estatal supone la modificación del texto de la Carta o, más bien, el desarrollo del gran proyecto político que ella contiene. Parece unánime el criterio de que no se pretende sustituir el Estado que ella diseña por otro diferente, ni de entrar a saco en el ordenamiento constitucional, sino más bien desarrollarlo a plenitud a través de la legislación y la administración, sin que ello excluya la posibilidad de mejorar, a través del sistema de enmiendas, algunas de sus disposiciones.
El Estado que la Constitución regula se ha definido como un Estado de Derecho, un Estado democrático y un Estado social. La población anhela que el régimen de derecho sea cada vez más sincero y cabal, que los mecanismos constitucionales y participativos lo hagan cada vez más democrático y que se realicen en forma dinámica los objetivos de justicia social que se formularon en su establecimiento. Pero hay algo más –y en ello he querido insistir ante la Comisión de Reforma del Estado, al ser invitado a exponerle mis puntos de vista: ese Estado de Derecho, democrático y social es también un Estado de servicio. Ignorar o subestimar este carácter sería cometer un grave error. La vida moderna se complica cada día más, las ciudades y las naciones se componen de millones de personas enlazadas en una tupida red de interdependencias y sometidas a necesidades complicadas que no pueden ser satisfechas sino a través de la organización colectiva.
La seguridad personal y la garantía de los bienes y derechos legítimamente adquiridos, la circulación de las personas y las cosas, las comunicaciones, la educación y la salud, el uso de recursos energéticos para atender los aspectos más elementales de la existencia cotidiana, la defensa y protección del ambiente, el disfrute de las bondades de la naturaleza y hasta la recreación, todo ello depende de la eficiencia con que estos aspectos se atiendan y del acceso que se asegure a todos para participar de ellos sin lesionar a los demás.
Si se repara en las quejas diarias de los gobernados frente a los gobiernos, si se estudian las razones que se oponen a la gobernabilidad de la democracia, si se analizan las motivaciones de la irritación constante de la población en general, se podrá notar que giran en torno a la falta de eficiencia del Estado de servicio. Es ella la que lleva a algunos a añorar regímenes totalitarios, supuestamente más eficientes en la prestación de los servicios, que para cada uno constituyen elementos esenciales de la vida diaria y condición indispensable para el progreso.
La teoría política tradicional suele contraponer el Estado-gendarme al Estado-providencia: el primero, responsable solamente del mantenimiento del orden, del cumplimiento de las leyes y de la armónica movilización de sus súbditos; el segundo, hecho cargo de la función paternal de llevar de la mano a todos y cada uno hacia una felicidad dispensada y distribuida por él.
Pero entre el Estado-gendarme y el Estado-providencia ha surgido un fenómeno que se hace cada vez más notorio y es el Estado de servicio. Las disquisiciones filosóficas y las contradicciones ideológicas tienen que ceder ante los imperativos de la realidad. De izquierda o de derecha, liberal o totalitario, el Estado no tiene más remedio que darle prioridad al clamor de los ciudadanos que reclaman el cumplimiento de ese papel insoslayable.
Aunque no lo reconozcan de manera explícita, este hecho es visiblemente el que ha determinado en los países socialistas un cambio inaplazable de actitud. En la Unión Soviética, la desaparición del estalinismo hizo patente el reclamo, mudo pero rugiente, de millones de habitantes de que se les facilitare la vida, ante las complicaciones de la sociedad moderna. Las nuevas formas que observan los viajeros y los estudiosos en países como Hungría, o Checoeslovaquia, o Yugoslavia, son apenas brotes de una realidad subyacente que se hará sentir cada vez más poderosamente. La «nueva política económica”, si es que puede llamarse así (con una expresión de la era rooseveltiana) en la República Popular China, es efecto de una honda inconformidad colectiva, que estadistas de la fina inteligencia y del innegable coraje de Den-Xiao-Ping y sus inmediatos colaboradores no quisieron ignorar. En la comparación que suele hacerse a diario entre el sistema socialista y el capitalista, éste se afinca en el hecho de que los servicios funcionan mejor y permiten a sus gentes una manera de vivir más confortable. Y aun cuando tengamos reservas y objeciones al capitalismo, los países que lo practican nos proveen por lo menos, con su respeto a las libertades públicas y su mejor nivel de vida, de un argumento fáctico para responder a quienes dicen que el sistema democrático no puede ser eficiente.
En la tercera y cuarta décadas de este siglo que está terminando, parecía que el mundo tendría que escoger entre dos totalitarismos, el de la izquierda y el de la derecha, el comunismo y el fascismo. Un imponderable servicio que los Estados Unidos y sus aliados occidentales hicieron a la humanidad, fue el de demostrar que la democracia era capaz de desplegar tanto o mayor eficiencia que el totalitarismo, en la paz como en la guerra. Renació la confianza en la democracia. Su imagen de debilidad e ineficacia fue sustituida por la de fortaleza y eficiencia.
Hoy pareciera estar amenazada nuevamente la imagen del sistema democrático, cuando el sentimiento del pueblo, sobre el cual reposa, flaquea ante la insatisfacción y la incapacidad. Es deber de todos los demócratas hacer el esfuerzo que sea necesario para demostrar que la libertad y el respeto de los derechos humanos no constituyen obstáculo insalvable para prestar satisfactoriamente los servicios indispensables para la vida y el bienestar de todos.
Por ello insisto en que la Reforma del Estado debe tener ante su mira la idea del Estado de servicio.