La Pacificación
Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 20 de noviembre de 1985.
El horrible hecho ocurrido en el Palacio de la Corte Suprema de Colombia el día 6 de noviembre, trágico en todos sus aspectos, ha suscitado en Venezuela comentarios y consideraciones acerca del proceso de pacificación cumplido durante el período de gobierno 1969-1974, que me correspondió presidir.
Por supuesto, establecer comparaciones no siempre resulta feliz. La violencia en Colombia tiene raíces hondas, ya era larga cuando sufrió la impronta del marxismo-leninismo. El narcotráfico ha complicado y agravado la situación hasta lo inverosímil.
El presidente Belisario Betancur acometió con noble impulso el proceso de pacificación. Naturalmente, sus características no podían ser iguales a las del que nos correspondió desarrollar en Venezuela. Muchas eran las diferencias. Las guerrillas venezolanas habían aparecido más tarde. El sentimiento democrático del pueblo estaba muy fresco, la Reforma Agraria creó en los campesinos un vínculo más con la democracia, las Fuerzas Armadas se adaptaron con rapidez a la nueva forma de lucha; el narcotráfico no había llegado a la extensión de los últimos años. Aunque hubo momentos de verdadero peligro, sobre todo por la guerrilla urbana.
La Constitución mantuvo la tradicional atribución del presidente para otorgar indultos y la legislación militar la de decretar sobreseimientos. No hacía falta nuevas leyes. No parlamentamos de quien a quien con las fuerzas insurreccionales: el diálogo se fue llevando por el Ministerio del Interior, a cargo de un hombre eminente, Lorenzo Fernández, y después, de otro brillante ministro, Nectario Andrade Labarca. Colaboraron venezolanos desinteresadamente en la comisión de pacificación no organizada por decreto y tuvieron el apoyo invalorable del cardenal arzobispo de Caracas, José Humberto Quintero.
Las circunstancias eran propicias para un audaz viraje en la línea política frente a la subversión. Quienes lo propiciábamos habíamos compartido solidariamente el combate frontal del presidente Rómulo Betancourt (1959-1964) y apoyado en lo fundamental el del presidente Raúl Leoni (1964-1969) desde la oposición. Pero considerábamos necesario y oportuno emprender un nuevo camino. Pocos días antes de iniciarse mi gobierno (1969-1974) había sido secuestrado y vilmente asesinado el presidente del Seguro Social, Julio Iribarren Borges, cuyo hermano era ministro de Relaciones Exteriores. Los jefes de la izquierda en armas se habían fugado espectacularmente del Cuartel San Carlos. El camino no estaba llano, pero nos propusimos recorrerlo, por considerarlo una inaplazable necesidad nacional. Advertimos, eso sí, y lo cumplimos, que no indultaríamos a los responsables de crímenes horrendos y no bajaríamos la guardia frente a cualquiera nueva agresión. Cuando presenté a reconocimiento al nuevo comandante del Centro de Operaciones Conjunta dije a los militares que, por lo mismo de que íbamos a dar más libertad, teníamos que mantener más vigilancia y ser más eficientes en la defensa de la normalidad. Los extremistas se pusieron en la transcripción de mis palabras y las distribuyeron en hoja suelta, presentándolas como prueba de la insinceridad de mi llamado a la paz.
Cuando tomé posesión expresé: «Tengo clara noción de las diferencias entre el hampa que azota nuestras ciudades y áreas rurales y los brotes de violencia organizada como fruto de determinadas concepciones ideológicas. Aunque a veces hayan marchado juntas, considero importante su diferenciación. Sin mengua de la firme energía que desplegaré en todo instante para defender la estabilidad de las instituciones contra cualquier acción insurreccional, estoy dispuesto a ofrecer a quienes se lanzaron por aquel camino y persisten en él, la oportunidad de rectificar».
Los militares acataron la línea con disciplina y buena disposición. Ya, cuando como presidente electo visité las guarniciones, había tenido oportunidad de dialogar con ellos sobre el tema. Los comandantes de los Teatros de operaciones, que tenían la responsabilidad más directa de combatir las guerrillas fueron sorprendentemente receptivos.
En el campo político hubo mayor dificultad. Cuando devolví la legalidad al Partido Comunista, Carlos Andrés Pérez declaró: «AD no objeta la legalización del Partido Comunista, pero responsabiliza al Gobierno y a Copei de sus consecuencias» (titular de primera plana en La República, de 28-3-69). Dijo después que se ponía en peligro la institucionalidad. En su artículo «La Responsabilidad de Gobernar» (12-6-69) comentó: «Frente a la subversión extremista, el afán de expresar su compromiso de ‘cambio’, y para comprometer la conducta de Acción Democrática, caen en burda parodia de conciliación y entendimiento, con resultados contraproducentes que no sólo han afectado la confianza nacional, sino que dan pábulo a conceptos y creencias equivocadas y negativas, inconvenientes para la imagen internacional del país». David Morales Bello afirmó: «El presidente Caldera confunde pacificación con el apaciguamiento en favor de hampones y asesinos» (4-5-69). Nicomedes Zuloaga, independiente ligado al sector empresarial y a AD, declaró en Washington (UPI, 28-10-69) «que la política de pacificación del presidente Rafael Caldera es un rotundo fracaso, indicando que ello ha resultado en el resurgimiento de las guerrillas castro-comunistas en Venezuela».
No cito esas declaraciones para criticarlas. Las dejo al sereno juicio del lector. Muchas circunstancias podrían explicarlas. Mencionarlas, como podría mencionar muchas más, tiene como único objeto refrescar la memoria de quienes erróneamente consideran que la pacificación fue fácil. El propio ex presidente Rómulo Betancourt tenía dudas, según afirma su viuda en un libro de carácter muy singular, donde dice que «le molestaba que por la llamada ‘pacificación’ hubiera puesto en libertad a casi todos los terroristas que habían sido condenados por los tribunales».
Pero el programa se llevó adelante. Al primer año de gobierno informé al Congreso: «Se han dado pasos de notoria trascendencia en el camino de la pacificación, en el cual, permítaseme recordarlo del modo más enfático, no ha sido puesta en peligro un solo instante la autoridad del Estado ni se ha negociado la paz al precio del orden público y la estabilidad de las instituciones». En el segundo mensaje anual insistí: «La política de pacificación es realidad tangible. Ella se manifiesta en el disfrute pleno de garantías y en la convivencia fecunda de todos los venezolanos».
Y en el último mensaje del quinquenio tuve la satisfacción de recapitular:
«Dentro de la acción del Gobierno, que es el encuentro de la experiencia y del ideal, dispuse desde el primer momento como objetivo prioritario la pacificación. Todas las medidas que se han estimado necesarias para orientar los pasos de quienes andaban por senderos de violencia hacia los cauces legales han sido dictadas, con audacia y –¿por qué no decirlo?– también con generosidad. Se han rehabilitado partidos políticos, se ha garantizado la actividad opositora a organizaciones que fácilmente habrían podido inclinarse hacia terrenos diferentes; se ha tratado con respeto y consideración aun a los más enconados adversarios y ni en medio del fragor de la lucha se cerraron puertas y ventanas al diálogo.
Se han adoptado, una y otra vez, numerosas medidas de gracia, sin reparar en que los beneficiarios de las mismas disfrutarían de un ancho campo, en ejercicio de las libertades y con frecuencia lo usarían, no para reconocer el beneficio obtenido sino para atacar con saña al Gobierno, cuya propia política de pacificación pretendían desmentir en el momento de saborear sus frutos. Sólo los inculpados de crímenes horrendos o de atentados graves, o aquéllos de quienes no se ha recibido muestra alguna de estar dispuestos a abandonar el camino de la violencia en que continúan empeñados no han recibido hasta ahora el beneficio que a tantos ha sido concedido y que por cierto, no emana jurídicamente de actos normales de procedimiento, sino de medidas extraordinarias que tienen carácter de excepción.
La pacificación marchó adelante, contra viento y marea, con la aquiescencia de la opinión pública y la comprensión de la Fuerzas Armadas. Sus frutos pudieron medirse más que nunca en el proceso electoral. Han resultado impotentes todos los alevosos esfuerzos para destruirla.
Yo estoy convencido de que Venezuela ama la paz y tiene derecho a conservarla y cimentarla. Ama la paz interna y la paz exterior. Contribuye con su voz en las reuniones internacionales en favor de la amistad entre todos los pueblos, pero también aporta con su ejemplo la demostración de que la recta intención puesta al servicio de la democracia puede lograr esa convivencia fecunda que hace de las diferencias consideradas antes insalvables un verdadero estímulo para el desarrollo y el progreso».
Después de más de diez años, el resultado está a la vista. La pacificación ha ejercido una influencia considerable en la salud de la democracia venezolana.
En cuanto al empeño humano y patriótico del presidente de Colombia, él ha tenido de nuestra parte la mayor simpatía y solidaridad, aun cuando su camino no haya sido –como no podía ser– el mismo nuestro. Sobre su cabeza se ha conjurado la violencia antihumana de la obcecación subversiva, la violencia verbal de la incomprensión sistemática, la violencia volcánica de la naturaleza. Su figura emergerá de estos cataclismos tal como ella es: como la de un hombre noblemente generoso, en mucho idealista pero también realista en el conocimiento de su circunstancia y en la noción de su responsabilidad. Y a pesar de los enfrentamientos que han sucedido al acontecimiento del 6 de noviembre y que revelaron que aquél era parte de un amplio programa para incendiar el país, confío se imponga, a través de la áspera y severa realidad, la reflexión de que la guerrilla y el terrorismo no han conducido a nada, no conducen a nada, no han producido nada positivo, en un país que ya está harto de violencia y cuyo pueblo bueno ansía vivir en paz.
Nuestra esperanza es la de que puedan volver a la lucha civilizada, dentro de los cauces constitucionales, valores jóvenes que pueden dar su inestimable aporte a la conquista de un mejor destino para Colombia y que hoy se inmolan estérilmente, con una mística digna de mejor causa, en un frenesí de locura.