La cláusula de contingencia

Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 6 de noviembre de 1985.

Cuando los comisionados designados por el Presidente de la República para el refinanciamiento de nuestra deuda externa tuvieron la cortesía de visitarme para exponerme los acuerdos a que habían llegado con la banca acreedora, fui requerido por los medios de comunicación social a exponer mi criterio. Manifesté en resumen, lo siguiente: no abrigo dudas sobre el patriotismo y la competencia de los negociadores, pero los parámetros que sirvieron para el inicio y desarrollo de las negociaciones han cambiado radicalmente. En su inicio se trataba meramente de un deudor atrasado (Venezuela) que gestionaba con los acreedores las condiciones menos onerosas que fuera posible lograr, dentro de las condiciones existentes. Ahora se ha puesto en claro que se trata de un problema mundial, cuyas características exceden de las de una operación financiera, para convertirse en una cuestión política que obliga a los países capitalistas a tomar cartas para evitar una catástrofe.

Expresé mi opinión de que, si ya no era posible ni conveniente considerar la posibilidad de no suscribir los nuevos compromisos en los términos acordados, por lo menos debía declararse en el momento de la firma que, aun teniendo el país la mejor voluntad, su cumplimiento dependía de que no se presentaran circunstancias que alteraran gravemente el cuadro de la negociación actual. Puse como ejemplo las tasas de interés –ya de por sí muy altas y que volvieran a subir–, las incertidumbres del mercado petrolero y las restricciones impuestas en los países de la banca acreedora a las exportaciones no petroleras. Recordé la vieja cláusula «si rebus sic stantibus», es decir, si las cosas permanecen como están; porque, de modificarse, habría que plantear de nuevo lo que se debe hacer.

Esta tesis tiene tanto mayor fundamento cuanto que en el proceso de las negociaciones el interés primordial de los acreedores ha sido cerciorarse de que el deudor está en condiciones reales de pagar. Esa cláusula, en cierto modo, ha sido incorporada ya en favor de los bancos, pues prevé que si la gestión económica interna del país deudor no la consideran correcta los acreedores, se reservan el derecho de reconsiderar la negociación. El Gobierno «pide» al Fondo Monetario Internacional realizar dos veces al año el examen que habitualmente realiza en forma anual. Es evidente que de la apreciación de los expertos del FMI dependerá el criterio de los acreedores sobre el manejo de nuestra política económica.

En resumen, planteé que el Gobierno Nacional, si ya estaba decidido a firmar en los términos acordados por los negociadores, debía hacer una declaración explícita en la forma expresada; y que, de no hacerlo el Ejecutivo, el Congreso de la República debía asumir la responsabilidad de formularla.

El partido Social Cristiano Copei, a su vez, emitió un extenso e importante documento, con un análisis serio y razonado de la situación. Se exteriorizó allí el fundado temor de que los «escenarios» que sirvieron de base a la estimación de nuestras posibilidades de pago, resultaran de hecho más desfavorables, y de que el fiel cumplimiento de los términos de arreglo, en tal caso, produjeran una situación traumática, con daños de gran magnitud para la dieta popular y para las posibilidades de reactivación económica y desarrollo del país.

No voy a referir las consideraciones destempladas que desde otra trinchera política se emitieron en torno al documento de Copei. Pero lo cierto es que el contenido del mismo no representó una opinión aislada ni una voz solitaria, porque desde diversas posiciones, políticas o técnicas, hubo planteamientos coincidentes. Me atrevo a pensar que al respecto se fue formando una verdadera opinión nacional.

El terremoto de México causó en el hemisferio un impacto tremendo. La hermana nación mexicana asumió con su proverbial coraje el terrible suceso; pero se hizo evidente que la tragedia echaría por tierra inevitablemente los acuerdos que el gobierno mexicano hubiera celebrado para la renegociación de su deuda. El presidente Lusinchi, al llevar la palabra venezolana a la Asamblea de las Naciones Unidas, no pudo ignorar esta circunstancia y tuvo el acierto de expresar las verdaderas características del problema de la deuda –abandonando el lenguaje tradicional que su administración venía usando– y de plantear que los acuerdos debían contener la «cláusula de contingencia».

Entendemos por contingencia no solamente calamidades físicas: terremotos, inundaciones, ciclones, sequías, etc. Tanto como éstas repercuten sobre la capacidad de pago y sobre las posibilidades de vida de las poblaciones las contingencias de naturaleza económica a que me he referido: deterioro del mercado petrolero, elevación de las tasas de interés, cierre proteccionista de los mercados de exportación de nuestros productos. Y quizás muchas otras.

Lo cierto es que los términos impuestos por el mercado financiero internacional, que en algunos casos no merecen otro calificativo que usurarios, y los muchos errores cometidos de parte y parte, han convertido el problema de la deuda externa en cuestión crucial para el mundo. A banqueros venezolanos, que deben recordarlo, les manifesté cuando se comenzaron a elevar las tasas de interés, que esta elevación podía convertirse en una bomba de tiempo, capaz de desquiciar el sistema financiero internacional y hasta el propio sistema capitalista.

Parece que la Comunidad Europea, Japón y Estados Unidos están empezando a darse cuenta de esta situación. De allí el que comiencen a proponer, si no soluciones, al menos lo que estiman que pudieran ser vías para una solución. Pero ocurre que no pueden desprenderse de ciertos cartabones que hacen difícil a Estados soberanos aceptar las fórmulas propuestas. Ojalá el diálogo abra el camino para entrar en razón. No puedo creer, concretamente, que el país que hizo la operación, heterodoxa pero inteligente, del Plan Marshall, no sea capaz ahora de un esfuerzo valiente y audaz, que le costaría mucho menos, en recursos humanos y de toda índole, de lo que les costaría una situación de violencia generalizada en los países del Tercer Mundo.