Trabajo y seguridad social
Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 2 de octubre de 1985.
En la segunda quincena de septiembre se reunió en Caracas el XI Congreso Internacional de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social. Me correspondió el alto honor de presidirlo. Todos los sectores –públicos y privados– de nuestro país mostraron amplia receptividad hacia él, y la democracia venezolana, a través de la presencia y la palabra del Jefe del Estado en el acto inaugural y de los homenajes del Congreso de la República y del Concejo Municipal, hizo gala de la posibilidad de convergencia ante cuestiones trascendentales que ha sido una de sus más importantes características. El evento, integrado por casi un millar de delegados de todas las regiones del globo, que analizaron casi cien ponencias, tuvo gran repercusión, lo que evidencia que en Venezuela y en el mundo los problemas del trabajo y los relativos a la seguridad social interesan de veras; y que las mismas preocupaciones derivadas del progreso tecnológico y de la crisis económica le dan mayor actualidad, al plantear angustiosas situaciones cuya solución es indispensable para que la Humanidad pueda afrontar con optimismo las realidades del siglo XXI, ya cercano.
La Sociedad Internacional de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social es la organización de carácter científico con más alto rango en la materia. Fue la resultante de dos vertientes: una que con mucho coraje y visión de futuro promovió desde el Brasil el profesor de Sao Paulo, Antonio Ferreira Cesarino Junior y otra que motorizaron en Europa notables profesores, entre los cuales hay que mencionar al francés Paul Durand, prematuramente desaparecido en el terremoto de Agadir cuando daba un curso en la Universidad de Rabat, en Marruecos, y el suizo Alexandre Berenstein, de la Universidad de Ginebra. Ambas vertientes confluyeron definitivamente en 1958 en Bruselas, en un Congreso celebrado el año de la Exposición Internacional. El Congreso de Bruselas quedó señalado como IV, habiéndose realizado los dos primeros en Trieste en 1951 y en Sao Paulo en 1954 (que se habían denominado, respectivamente, I Congreso Internacional de Derecho del Trabajo y I Congreso Internacional de Derecho Social) y el III en Ginebra en 1957. Después del de Bruselas se han celebrado: el V en Lyon en 1963, el VI en Estocolmo en 1966, el VII en Varsovia en 1970, el VIII en Selva de Fasano, Italia, en 1974; el IX en Munich en 1978 y el X en Washington en 1982. Entre cada Congreso y otro se reúnen importantes eventos regionales: latinoamericanos, europeos y asiáticos, y ya está en proceso preparatorio un congreso regional africano que se celebrará dentro de pocos años, posiblemente en Túnez o en Camerún.
El Congreso de Caracas se reunió en momentos de depresión económica y preocupante desempleo en todo el Universo. Mientras tanto, la tecnología avanza en forma arrolladora y la producción industrial se hace cada vez más capital-intensiva y menos trabajo-intensiva. Ello aumenta la dependencia del tercer mundo ante los dueños del capital, mientras el problema de la deuda externa toma rango prioritario en el ámbito internacional. Pero, al mismo tiempo, surge con mayor vigor la afirmación de la prevalencia de la persona humana. Aquella pretensión del «funcionario» de la novela «La Hora Veinticinco», de que «sólo las máquinas saben ser perfectas», «ningún hombre puede ser un obrero perfecto», «el robot no puede adaptarse al hombre. Es el hombre quien tiene que adaptarse a él», pareciera tener resonancia en voceros de la robotización. Frente a ellos se yergue el derecho para invocar la Justicia Social y proclamar que el hombre es definitivamente superior a todo el instrumental que él mismo ha creado, y que éste no tendría justificación si sus productos no se orientaran a hacer mejor la vida de los miles de millones de seres humanos que pueblan la tierra.
Es indudable que el derecho al trabajo reclama preferencia en el Derecho del Trabajo. No se puede ignorar que la civilización marcha aceleradamente hacia una sociedad de servicios, y de que al lado del esfuerzo por producir una mayor riqueza tiene que ir el de ofrecer a todos la posibilidad de realizarse en una actividad que les permita aplicar su talento y aptitudes y de contribuir a alcanzar para la generalidad una vida mejor.
La existencia de una legión de desempleados en el mundo abre camino a fórmulas «atípicas» que buscan descargar al empleador de obligaciones frente al prestador de servicios. Ante la dura realidad, al ser humano, y sobre todo si es jefe de familia, tiene que preferir el sub-empleo al desempleo total. Pero ello impone al legislador y al estadista, así como a las organizaciones sindicales, buscar fórmulas para corregir la situación de desamparo en que se encuentra quien, para comer y dar de comer a los suyos, acepta condiciones que deterioran el marco de garantías conquistado por el trabajo a través de los años.
En cuanto a la Seguridad Social, cada vez más se muestra como indispensable para suplir las imperfecciones del sistema. De no existir en estos tiempos, se habrían repetido los trágicos acontecimientos que acompañaron a la crisis de los años 30 y que condujeron a Alemania al nazismo y a la Humanidad a la hecatombe de la II Guerra Mundial. El 14 de agosto de este año se cumplió medio siglo de la puesta en vigor, con la firma del presidente Roosevelt, de la primera Ley de Seguridad Social en los Estados Unidos. La Secretaría de Salud (de un gobierno de signo contrario al de FDR) reconoció que era el hecho social más importante de este siglo en su país y que había sido la base para rescatar al pueblo norteamericano del hambre y la miseria.
Que el peso financiero de la Seguridad Social se agrava cada día, es cierto. En los países industrializados, su costo alcanza a porcentajes elevados del costo total de la mano de obra: 20,1% en Alemania Federal, 25,8% en Francia, 32,1% en Italia, 24,1% en Holanda. Según informa la OIT, «en valor absoluto puede observarse, a título de ejemplo, que los subsidios de desempleo pasaron en Francia de 722 millones de francos en 1970 a 2.000 millones en 1979, mientras que en la República Federal de Alemania pasaron de 722 millones de marcos en 1970 a 15.048 millones en 1981».
No obstante su alto costo, se reconoce que una reducción drástica de la seguridad social produciría el efecto de una explosión nuclear. Las modificaciones que demanden las nuevas circunstancias no pueden hacer perder de vista su papel fundamental, que, como lo señalara Juan Pablo II, no es sino una consecuencia del derecho a la vida. Cuando Roosevelt dio el paso de establecer en Norteamérica la seguridad social, había millones de trabajadores parados, muchos miles de empresas cerradas y el sistema financiero estaba en situación caótica. Pero su decisión fue echar decididamente hacia adelante para encarar la crisis y así, y no reduciendo, logró superarla.
Estamos viviendo un momento difícil. Su gravedad aumenta por las perspectivas inmediatas, hasta ahora nada halagüeñas. Pero es indiscutible –es la conclusión que sacamos de la receptividad general para el XI Congreso Internacional de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social –que estas ramas jurídicas, inspiradas por la justicia social, nacional e internacional, tendrán que jugar un papel protagónico en la conquista de un porvenir realmente humano para todos los pueblos.