Violencia engendra violencia

Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 30 de abril de 1986.

Recientes acontecimientos, en distintos lugares del mundo, causan preocupación creciente a los amantes activos de la paz y a los simples seres pacíficos que hay en todas partes. Se auguran crecientes dificultades. Se teme, a cada paso, que la escalada de violencia alcance grados de hecatombe. Ese temor a la hecatombe ha sido en los últimos decenios la principal protección del universo, ante la amenaza del poder de destrucción de las armas nucleares; pero, potencias y superpotencias parecen hacer ido descubriendo que pueden enredarse en conflictos aparentemente limitados, usando armamentos aparentemente convencionales, en los cuales se van experimentando los progresos de la tecnología, pero se va avanzando en el camino del peligro.

El viejo aforismo del poeta castellano, de que todo tiempo pasado fue mejor, florece de nuevo en muchos labios. Sólo que una breve mirada retrospectiva nos hace desecharlo; porque si las naciones en la segunda mitad del siglo XX viven en angustia, tenemos que reconocer que en la primera mitad de esta centuria fue peor: tuvieron lugar dos guerras mundiales, las más crueles y destructivas que ha registrado la humanidad. Y si miramos más atrás, la abundancia de guerras tiene que cargarse al pasivo de la historia, y hay que agregarle las terribles injusticias que caracterizaron la prestación de servicios de los trabajadores durante la revolución industrial, además de las lacras del colonialismo y de la esclavitud; y remontándonos en los años finales del siglo XVIII tendremos que cargarle además los desafueros de la guillotina y los hechos de violencia y los enfrentamientos bélicos destapados por la Revolución. Si de Venezuela se trata, el cuadro no es más consolador: el patético cuadro de las guerras civiles fue seguido por el ominoso y cruel período de la paz gomecista.

No consuela, sin embargo, pensar que antes hubo todo ese cortejo de calamidades, puesto que habíamos ya llegado a creer que a partir de la Carta de San Francisco y de la creación de la Organización de las Naciones Unidas y sus agencias especializadas, el concepto mismo de la guerra desaparecería al borrarse esa nefanda palabra, y los peores y más difíciles conflictos entrarían en proceso de solución a través de negociaciones diplomáticas, soluciones políticas y decisiones judiciales.

Uno de los hechos más detestables de la violencia de nuestro tiempo lo constituye, sin lugar a dudas, el terrorismo. Tiene todo lo sanguinario, agravado por lo artero de su realización y por cebarse casi siempre en víctimas inocentes, personas indefensas a quienes toca la terrible lotería.

Condenar el terrorismo, reprimirlo y prevenirlo, es algo que la generalidad respalda decididamente. El que lo apoya y lo fomenta no tiene justificación. Pero cuando una gran potencia, que rinde culto a la defensa de los derechos humanos, un gran país que ha sido cuna de grandes defensores de la civilización, cede a la tentación de pagar con la misma moneda a quien se señala como responsable de alimentar y proteger los núcleos terroristas que andan esparciendo violencia por el mundo, no puede uno menos que sentir la terrible mortificación que azota a los espíritus ante la extensión de una mancha de aceite que va cubriendo con tinte solferino un espacio cada vez mayor.

La acción punitiva ordenada por el Presidente de los Estados Unidos sobre Libia ha sido, en concepto de muchos, justificada por la convicción de que el gobierno libio ha sido sostén y aliento para el terrorismo. Pero no podemos menos de pensar: ¿no hay otro medio, otro camino, otro procedimiento para hacer frente a aquella situación? Como profesionales del Derecho y defensores de las instituciones, en escala nacional, regional y universal, nos preguntamos si no debería haberse demostrado previamente, a través de un órgano internacional apropiado, la culpabilidad del atacado y establecido las normas para sancionarlo; si no podría haberse aplicado un severo cerco diplomático, militar y económico; o en el peor de los casos, si no habría debido proceder una declaración formal, que encuadraría las acciones dentro de las normas que la evolución (que ya juzgábamos superada y anacrónica) fue estableciendo para la guerra, ese fenómeno que los pueblos comenzaron por tratar de moderar y humanizar y que en nuestro siglo habíamos llegado a la ilusión de haber logrado desterrar.

Se nos hace doloroso pensar que, para responder a una agresión, por más grave que fuere, podría ser aplaudido el que una nación, por muchos títulos respetables e ilustres, bombardeara poblaciones civiles, atacara objetivos en los cuales había vidas inocentes. Además, nos ocurre la duda de si este tipo de represalia es eficaz para erradicar el terrorismo, o puede más bien estimularlo; de si este camino puede conducir efectivamente a la paz.

En el caso de Libia, ocurren otras consideraciones más: ¿hasta qué punto, pobladores de otros países árabes no se sentirán empujados a hacer causa común con un gobierno que, quizás, ellos mismos censuraban y contra cuyos planes ellos mismos estaban en permanente alerta? Y si hubiere otros países que dieran asilo a agentes del terror y les procuraran medios para continuar sus criminales planes, ¿qué actitud tomaría frente a ellos la comunidad internacional?

Ojalá que la conciencia jurídica de los pueblos más adelantados pusiera por obra un mecanismo justo y correcto para extirpar el terrorismo. No desearíamos que el uso indiscriminado de la violencia nos siguiera llevando por esta escalada que no puede menos que producir honda zozobra en todos los hombres y mujeres de buena voluntad.