La guerra de los precios

Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 20 de agosto de 1986.

Toda guerra tiene un signo destructivo. La gana el que destruye más y resiste mayor tiempo. Por lo menos, ésta era la noción tradicional; si bien en los tiempos que corren, se acentúa la convicción de que una verdadera guerra, con los medios destructivos de que disponen las grandes potencias, no la ganaría nadie. Destruiría en sentido total y la capacidad de resistir, por grande que fuera, no aguantaría el efecto de los poderosos medios ofensivos que ha ido perfeccionando el progreso tecnológico.

Pero la noción tradicional se mantiene, en lo relativo a la guerra económica, una de cuyas manifestaciones de mayor abolengo es la guerra de precios. Nos la relataban los manuales que nos introducían al conocimiento de los problemas económicos en los estudios de pregrado. Nos explicaban que los exponentes más caracterizados del capitalismo agresivo solían eliminar la competencia mediante una guerra de precios. Los bajaban hasta el punto de que sus competidores, con menores recursos, no pudieran resistir. Entonces venía el tratado de paz o, como decían los alemanes en la entre-guerra 1918-1939 del Tratado de Versalles, el «dictado» de paz. El fuerte podía comprarle al débil sus haberes, si éste quería salvar algo de su inversión y del resultado de su esfuerzo. Y una vez eliminado el adversario, los precios volvían a subir, al antojo de quien había quedado como dueño del patio.

En estos días, el mercado petrolero ha experimentado una guerra de precios. Quizás, inicialmente, sin el propósito deliberado de quebrantar una competencia molesta, sino solamente con el deseo de vender más, en un mercado en el que por circunstancias aparentemente imprevistas –aunque no imprevisibles– la oferta supera la demanda. Ante esta situación, en países como el nuestro surgía de inmediato el consejo, o más que consejo, el reclamo o la admonición: «Bajemos los precios para que podamos vender más».

De los voceros de esta consigna, muchos, sin duda, la han dicho de buena fe. ¿Por qué –razonan– vamos a someternos a precios negociados en la OPEP, si vendiendo más barato podemos vender más? Otros, quizás, pusieron énfasis por algún interés comercial. Pero la realidad demostraba que, a medida que uno de los productores anunciaba una disminución en el precio de sus ventas, automáticamente los otros lo hacían; lo hacían, sí, pero un poco más. Si nuestros crudos pesados descendían, los mexicanos bajaban otro peldaño.

Se ha dicho que la guerra de precios fue estratégicamente planeada por aquellos países que dentro de la OPEP tienen mayor potencial de producción y mayor volumen de reservas, con la idea de que al descender de ciertos límites el valor del barril, la situación se hacía difícil para los países petroleros del Mar del Norte por tener un costo de producción mayor y, todavía más, porque el valor de reposición de cada unidad extraída, para mantener su potencial se encuentra a niveles muy altos.

En todo caso, el resultado no fue el que se esperaba. Quienes sufrieron verdaderamente el embate de la baja de precios fueron algunos productores de los Estados Unidos que se vieron obligados a cerrar y que enfrentaron en sus respectivas entidades una crítica situación económica, mientras el resto del país celebraba como un triunfo comprar la gasolina más barata. Pero los países productores del Mar del Norte –concretamente, Gran Bretaña y Noruega– demostraron una capacidad de resistir a pesar de la disminución del ingreso y como el aporte del petróleo al PTB y su influencia en la economía general son porcentualmente mucho más reducidos que en los países de la OPEP o en México, pudieron mirar con estoicismo el proceso. En el Reino Unido, la primera ministra Thatcher y su gobierno mantuvieron una indoblegable resistencia a pactar con los competidores.

Nada positivo ha producido la guerra de precios, como no sea aumentar el deterioro y la inestabilidad del mercado de uno de los artículos más esenciales para la vida moderna. En definitiva, ha quedado claro que las acentuadas oscilaciones de precios en este rubro tienen repercusiones que resultan en males mucho mayores que los beneficios inmediatos. Quiero insistir por ello en que la humanidad tiene el derecho –a la vez un deber muy grave frente a las generaciones futuras- de establecer parámetros razonables dentro de los cuales se mueva el mercado de esta fuente tan importante de energía, sin oscilaciones dramáticas. Por ello, no considero ocioso insistir en la necesidad de un acuerdo mundial, como los que se han logrado con otros productos primarios de menor importancia que el petróleo.

Cuando la OPEP ejercía un control casi absoluto del mercado mundial, esa responsabilidad (del lado de los exportadores) recaía sobre los países de la organización que debieron haber orientado su estrategia a forzar a los importadores a llegar a una mesa redonda. Ahora, cuando aquel control es poco menos que parcial, el gran acuerdo internacional debe lograrse sentando en la mesa de discusiones a los productores de la OPEP y no OPEP y a los consumidores de los países industrializados y de los países en desarrollo. Por lo simple del planteamiento, parece una ingenuidad; pero tarde o temprano habrá que llegar a admitir que es la única solución deseable.

Después del fracaso de Yugoslavia, la última reunión de la organización en Ginebra parece haber anunciado una vuelta a la sensatez. Está transcurriendo el tiempo de prueba y no sabemos aún cuál será el balance de la nueva estrategia, pero las primeras noticias anunciaron una reacción psicológica, marcando una cierta tendencia hacia el alza. Luego, es cierto, vinieron otras que parecen alertar contra un optimismo exagerado. Pero, a mi modo de ver, lo más interesante del acuerdo fue abandonar la tentación de continuar la guerra de precios. En esa guerra no se iban perfilando vencedores: todos los contendientes estaban acusando sólo progresivas pérdidas.

En la década de los años 70, en diversas ocasiones en que expuse ante auditorios muy calificados el enfoque venezolano de la cuestión petrolera, así como la naturaleza y estrategia de la OPEP y la tesis de la Justicia Social Internacional, se me preguntaba con frecuencia hasta dónde consideraba yo que llegarían, o deberían llegar, los precios. La respuesta no era fácil para darla en cifras, pero tampoco parecía imposible encuadrarla en las nociones elementales más comúnmente admitidas. Primeramente, es forzoso partir de la tradicional ley de la oferta y la demanda. La demanda crece y deberá crecer, porque el producto lo necesitan todos los países para alimentar su economía e impulsar el desarrollo; pero, sin duda, el ahorro de la energía que se malgastaba antes de que los precios subieran, debía tener un efecto inmediato.

Uno de los méritos de la OPEP fue concientizar al mundo sobre el problema y estimular las medidas y planes para frenar el despilfarro, que malgastaba, porque costaba poco, un recurso tan valioso para la humanidad. Pero había que tomar en cuenta la necesidad y utilidad del producto y su rareza. Fue otro efecto positivo de la acción de la OPEP estimular, al elevar el rendimiento económico, la búsqueda de nuevas fuentes. Yacimientos inesperados fueron encontrados en diversos países y estoy convencido de que continuarán apareciendo a medida que se perfeccionen los procedimientos de exploración y explotación y que el valor recompense el costo del esfuerzo. Pero también hay otro elemento que influye en el tope del precio: el costo de las otras fuentes energéticas aptas para sustituir el petróleo. De allí que el carbón volviera a tener una importancia que se creía perdida.

Fue un error grave de los estrategas de la OPEP pensar que el alza circunstancial provocada por el conflicto Irán–Irak iba a ser permanente. Hoy sería un error, en sentido inverso, pensar en que la baja será irrecuperable. Muchas razones llevan a pensar que dentro de algunos años –quizás en la década de los años 90– tal vez las cercanías del año 2000, habrá recuperación, que podría ser peligrosamente acentuada si una política revanchista prevaleciera hoy contra los proveedores del combustible al mercado mundial. Raymond Barre lo alertó cuando estuvo en Caracas. Y en esto, seguramente, mostró su innegable lucidez.