Una boda real

Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 6 de agosto de 1986.

Millones de personas, a través de la televisión, admiraron la boda reciente de un hijo de la Reina de Inglaterra. Se trataba de una ceremonia rumbosa, pero a la vez austera: el trayecto entre la Abadía de Westminster y el Palacio de Buckingham estaba bordeado por millares de personas, ingleses y turistas, que estallaban en manifestaciones de entusiasmo ante los detalles del acontecimiento.

Para nosotros, latinoamericanos y sobre todo venezolanos, formados en una atmósfera de igualdad social y en un ambiente de rechazo a todo formalismo, el hecho resultaba extraño. Sin embargo, la impresión general que pudimos observar en la gente no era negativa. Al contrario: se admiraba la compostura de los actores, condimentada con discretas sonrisas y corteses saludos. Los trajes de ujieres y funcionarios no parecían disfraces: los llevaban con naturalidad; la trasmisión por todos los medios de comunicación social del mundo entero revelaba que había algo en el fondo, mucho más sustancial y trascendente que un simple episodio en la vida de un personaje vinculado a la corona británica.

Sorprende el conocimiento que gran cantidad de personas, muchas de ellas ajenas a la actividad política, tienen de la familia real inglesa y de sus integrantes, de sus características, de los atributos que se les señalan, de las anécdotas que se les refieren. Ya habíamos leído en una gran novela de Graham Greene, El Americano Impasible, que uno de los personajes, una mujer del Lejano Oriente, leía con asidua delectación las crónicas relativas a la familia de Windsor.

Y lo curioso es que esas informaciones no provocan en tan numerosos observadores una sensación de rencor, ni antipatía siquiera. Hablan de los personajes como si fueran de su propia relación social. Cuentan aspectos de la vida de la princesa Margarita, o comparan a Lady Di con Sarah Ferguson y lo hacen en un tono de confianza tal como si las vieran a diario. Y la verdad es que todos los días las ven: en la tele, en los diarios, en las revistas, en Hola, ¿qué se yo?

Esto sucede no sólo con la Corte de St. James, cuyo esplendor tradicional está fuera de serie. Lo mismo ocurre con la monarquía belga, cuyo titular, el rey Balduino ha sido para su país un verdadero hallazgo, como lo ha sido su esposa española, la reina Fabiola. O con la holandesa, trasmitida de mujer a mujer por la reina Guillermina a la reina Juliana y por ésta a la reina Beatriz. O con la monarquía sueca, que estronca con el mariscal Bernardotte y Desirre Clary, y cuya vocación popular la representa la bella y joven soberana actual. O con la noruega, o con el Gran Ducado de Luxemburgo, menos publicitados, o con el Principado de Mónaco, tan llevado y traído desde que el soberano contrajo matrimonio con la bella y recordada Grace Kelly.

En cambio, no mucha gente, aun de aquella enterada en política, conoce el nombre de jefes de Estado en repúblicas parlamentarias. Hay personas cultas que ignoran el nombre del Presidente de la República Italiana y hay políticos activos que vacilan o callan cuando se les pregunta quién es el Presidente de la República Federal Alemana, a pesar de tratarse de dos de los países más importantes del mundo. Quizás ocurriría lo mismo con Francia si la reforma constitucional del general De Gaulle no le hubiera dado al Presidente, elegido por votación popular, una influencia importante en el gobierno.

Se entiende que, en algunos casos, países que fueron monarquías tengan serias dificultades para restablecerlas. En Alemania no podría pensarse en la vuelta de los Hohenzollern; en Italia, De Gásperi entendió los inconvenientes del retorno de la Casa de Saboya, comprometida con las aventuras de Mussolini; en Austria, a pesar de que Viena parece seguir siendo la capital de un imperio ya inexistente, fueron tan tristes los acontecimientos de los últimos años de la familia imperial, que es prácticamente imposible su retorno, y al archiduque Otto sólo en forma simbólica se le puede llamar pretendiente. Largo fue el camino republicano en Portugal para que pueda soñarse  con el regreso al trono de la Casa de Braganza; y el Brasil, que agradece al imperio la consolidación de su unidad, rinde a la memoria de sus majestades solemne tributo de recordación en el rezago versallesco de Petrópolis, pero todo eso pasó definitivamente a la historia.

Las monarquías parlamentarias existentes actualmente en Europa cumplen un papel de importancia en la estabilidad de sus países. La experiencia condujo a una fórmula que parece una contradictio in terminis pero que funciona a cabalidad: la «monarquía democrática». Con ello se echó por tierra la clásica enumeración de tres sistemas diferentes: monarquía, aristocracia y democracia; pues las monarquías europeas son monarquías porque la jefatura del Estado reside en una persona, pero son democracias porque el gobierno emana de la voluntad del pueblo.

El caso de España es elocuente. Franco hizo del Estado español una monarquía sin rey. Él era «el Caudillo», que no se sentó nunca en el trono; se mantenía de pie al lado de la silla vacía, como los antiguos regentes. Preparó al hijo del Conde de Barcelona, que era el jefe de la Casa Real Borbónica, y a su decoroso pretendiente lo llamó Príncipe de España, le proporcionó educación en los institutos militares, donde se hizo camarada de quienes habrían de ser jefes y oficiales de las distintas fuerzas, y allí está Juan Carlos I, reconocido y acatado, no sólo por los monárquicos de siempre y por los militares sino por las instituciones –tradicionales y no tradicionales– y por el pueblo, que se va acostumbrando a mirarlo como la representación de la unidad nacional. Los políticos, incluyendo a los republicanos de tradición y de convencimiento, y hasta los jerarcas y militantes del Partido Comunista, ven en él la garantía del régimen de libertades, del reconocimiento de los derechos humanos, de la continuidad del sistema, que confía al pueblo español periódicamente la elección de sus gobernantes. Al rey Juan Carlos se decía que la historia lo conocería como «el Breve», pero ya tiene diez años en funciones y ha investido a su hijo, con todas las formalidades del protocolo, como Príncipe de Asturias y sucesor legítimo.

En América el sistema es distinto. Un presidente elegido por sufragio universal tiene atribuciones que van mucho más allá de las de los reyes europeos. No sólo es jefe de Estado; es jefe de Gobierno. Escoge sus ministros, que responden en primer lugar ante él y, por medio de él, ante el pueblo. No hay en las dos Américas un régimen parlamentario y los pocos ensayos de instalarlo resultaron efímeros. La excepción son las antiguas colonias del Caribe que adoptaron fórmulas europeas.

En algunos países de Europa se comprende la necesidad y conveniencia de un presidente como jefe de Estado, sin atribuciones de gobierno. Pero debemos reconocer las ventajas que ofrece, en las «monarquías democráticas», la posibilidad de educar especialmente al heredero para cumplir su rol, de inculcarle plena conciencia de sus deberes y limitaciones, y de preparar a la comunidad para tenerlo como propio.

Entiende uno mejor por qué Andrés Bello, después de vivir largos años en Londres, veía la monarquía sin la predisposición que en los patriotas quedados en este lado del Océano provocaba el recuerdo de la monarquía absoluta que tan lamentable culminación tuvo Fernando VII. «Hace mucho tiempo –dijo– que miramos con un completo pirronismo las especulaciones teóricas de los políticos constitucionales; juzgamos del mérito de una constitución por los bienes efectivos y prácticos de que goza el pueblo bajo su tutela y no creemos que la forma monárquica, considerada en sí misma y haciendo abstracción de las circunstancias locales, es incompatible con la existencia de garantías sociales, que protejan a los individuos contra los atentados del poder. Pero –agrega– la monarquía es un gobierno de prestigio; la antigüedad, la trasmisión de un derecho hereditario reconocido por una larga serie de generaciones, son sus elementos indispensables, y desnuda de ellos, es a la vista de los pueblos una creación efímera, que puede derribarse con la misma facilidad que se ha erigido, y que está a la merced de todos los caprichos populares. Pasó el tiempo de las monarquías en América».

Más claro no se podía hablar. «La monarquía en esta parte del mundo no podría ser sino un gobierno de conquista, una dominación de extranjeros, costosa a sus autores, odiosa a los pueblos, ruinosa a todos los intereses europeos y americanos que, incorporados ya en nuestra sociedad actual, la penetran y vivifican: inestable, sobre todo, y efímera». (El calificativo «efímera» lo reitera con sobrada razón).

Nosotros, venezolanos, republicanos raigales, que siendo adolescentes aplaudimos jubilosos el establecimiento de la República Española en 1931, hoy reconocemos el inmenso favor que Juan Carlos I le está haciendo a la democracia española. Como reconocemos también, por ejemplo, el servicio invalorable que Balduino le ha hecho y le está haciendo a los belgas, y entendemos la adhesión de los ingleses y de los holandeses a sus reinas.

Nadie se atrevería a considerar la fastuosa boda del príncipe Andrés como el desfile de una comparsa carnavalesca. Fue una sensible demostración de todo un pueblo a una familia que tiene el altísimo honor y la tremenda responsabilidad de encarnar la fisonomía de su nación.