Democracia y credibilidad
Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 17 de diciembre de 1986.
El proceso político que se está desarrollando en los Estados Unidos en torno a la venta de armas a Irán para lograr la liberación de unos rehenes, es altamente complejo y suscita numerosas cuestiones. ¿Es lícita, para lograr la liberación de unas personas secuestradas, la entrega de instrumentos destinados a matar? ¿Qué clase de vinculaciones existen o se intentó crear con una nación oficialmente enemiga de tal naturaleza que se consideró necesario mantener sobre ellas el más riguroso secreto? ¿Cómo puede entenderse que funcionarios de la mayor confianza del Jefe del Estado destinaran el producto de la venta a alimentar una cuenta numerada, para ayudar movimientos insurreccionales, concretamente en Nicaragua y en Afganistán, sin conocimiento de su superior? ¿Por qué la Casa Blanca, es decir, el despacho del Presidente, ha mantenido una línea de política exterior discrepante de su órgano más calificado e inmediato, que es el secretario de Estado?
Todas estas cuestiones, y muchas más, han surgido y pueden surgir en torno al hecho de la venta de las armas a Irán. Pero en los Estados Unidos tales planteamientos revisten una condición secundaria ante una preocupación fundamental: ¿ha mentido el Presidente?
Se trata, pues, de calibrar una cualidad que el pueblo norteamericano considera indispensable en quien tiene, en el vértice de la jerarquía, la responsabilidad de gobernarlo: la credibilidad. El país necesita creer en su Presidente. Lo desconcierta perder la fe en la veracidad de su palabra.
Estaba coincidencialmente en los Estados Unidos, a donde fui con motivo de la reunión de Atlanta y de una invitación para hablar a los estudiantes de política internacional en la Universidad de Pensilvania, el miércoles 19 del pasado mes de noviembre: pude ver, acompañado por persona experta, altamente calificada en politología –y por lo demás, simpatizante del presidente Reagan– la rueda de prensa televisada y observé que todas las preguntas de los periodistas giraban sobre el mismo tema, el tema de la credibilidad. La impresión que tuvimos fue la de que, no obstante la merecida fama del señor Reagan de manejar con maestría los medios audiovisuales, no logró convencer. Y su popularidad, la más alta que haya tenido Presidente alguno, bajó de una manera impresionante. No se excluye el que pueda recuperarla con alguna maniobra impactante, pero el golpe a su prestigio ha sido noble. El Presidente lucía un tanto acorralado, y los comentaristas posteriores observaron en sus respuestas algunas contradicciones. Felizmente para él, no ocurrió lo que hubiera podido tener muy graves consecuencias, la renuncia del secretario Schultz. Y aunque este funcionario ha manifestado públicamente su ignorancia de lo ocurrido y su discrepancia con el hecho, se ha esforzado en intensificar su actividad diplomática para recuperar la confianza interna y externa en la política de su jefe.
El asunto de Irán ha vuelto a poner sobre el tapete la triste experiencia de Watergate. Aunque éste era un nombre local, se ha acuñado palabras como la de «Irangate». Se ha recordado que el juicio adverso del país sobre el presidente Nixon se debió principalmente a la convicción, que sus denunciantes lograron crear, de que había mentido. El propio hecho del espionaje en una dependencia opositora se piensa que podría habérsele perdonado, o por lo menos tolerado, pero no se admitía la posibilidad de aceptar un atentado contra la credibilidad.
Comentando estos hechos con algunos amigos latinoamericanos, se ha expresado la idea de que los pueblos sajones son más firmemente vinculados que los nuestros a la verdad. La obligación de rendir testimonio sin falsearla es, para aquéllos, sagrada. El juramento coloca al declarante por encima de todo interés, de todo vínculo o de toda conveniencia. De ahí el que se garantice el derecho constitucional de negarse a testificar. Por supuesto, las consecuencias de esa negativa pueden ser terribles.
En la Gran Bretaña, con motivo del hundimiento del «Belgrano» en la Guerra del Pacífico Sur, se han hecho planteamientos que rozan la credibilidad de la palabra oficial. Y el asunto ha sido cosa seria. En 1960 el presidente Kennedy, asumiendo todos los riesgos, admitió públicamente haber autorizado la invasión de Bahía de Cochinos: la sinceridad, afirmó su prestigio. En casos dramáticos, a uno u otro lado del océano, carreras políticas brillantes han terminado abruptamente porque se han encontrado en algún candidato o en algún importante político, una grave falta a la verdad.
¿Podemos nosotros admitir la tesis de que en los países de América Latina no es un pecado la mentira? No lo creo. Es siempre un hecho grave. Pero lo más grave es que los atentados a la verdad por parte de los dirigentes políticos y de gobernantes no los suelen pagar sus autores, sino el propio sistema democrático. A medida que los ciudadanos encuentran falsedad en las promesas y en las afirmaciones de aquellos a quienes su confianza ha colocado en posición de dirigirlos, tienden a hacerse escépticos y ese escepticismo abre campo a la propaganda tenaz de los enemigos de la democracia para que pierdan fe en los partidos, pierdan fe en los líderes, así, en general, y pierdan fe en la democracia misma.
En el momento actual, en que muchos hemos exteriorizado nuestro preocupado interés por la defensa y fortalecimiento de las democracias latinoamericanas (la reunión de «consulta» de Atlanta es un reciente ejemplo), sentimos como la necesidad más perentoria la de recuperar la credibilidad. La credibilidad es la primera condición del liderazgo, el cual, aplicando la expresión de un ilustre facultativo francés para la relación médico-paciente, supone una relación de conciencia y confianza: conciencia en el que dirige, confianza en el que acepta ser dirigido. La conciencia requiere la paz consigo mismo y esa paz exige la verdad: la confianza supone la seguridad en los dirigidos de que quien los dirige no los engaña.
Esto es indispensable, lo mismo en un país latinoamericano que en cualquier otro país del mundo. A los dictadores no les preocupa mentir, porque su poder reside en la fuerza y se alimenta con temor. Pero al liderazgo democrático le importa preservar su credibilidad, porque es ella la que puede asegurarle una adhesión firme de los gobernados y una participación constructiva en la marcha de la comunidad.