La partidización de la justicia
Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 27 de febrero de 1986.
Con motivo de los planteamientos que se han venido haciendo sobre la Reforma del Estado Venezolano y en la ocasión que para analizar nuestra realidad política ha ofrecido el vigésimo quinto aniversario de nuestra Constitución, han surgido numerosas críticas sobre la excesiva partidización de las actividades del país. Se objeta el que los partidos políticos desborden su campo propio de acción e invadan los más variados terrenos de la vida social. Los partidos, se observa, hacen acto de presencia en las organizaciones sindicales, en los colegios profesionales, en las asociaciones de vecinos, en los organismos estudiantiles y profesorales, en los cenáculos culturales, etcétera.
Algo de eso hay, en realidad. Mucho, podríamos decir. El fenómeno tiene su explicación en el hecho de que los partidos son organismos actuantes, fogueados, experimentados, en un medio social complejo y en plena evolución. Y en la circunstancia de que en una sociedad moderna es difícil, por no decir imposible, deslindar la maraña de los vínculos que enlazan a los asociados en un multiforme grupalismo, exigente y avasallador. Una concepción política de la vida social en nuestro tiempo no puede aislarse en la sola circunscripción del poder, del poder político: el poder social interfiere las manifestaciones complejas de la conducta de todos y de cada uno. Un político no puede ignorar la educación y la cultura, como no puede ignorar la economía; un político no puede menospreciar el deporte, como no puede menospreciar el gremialismo; un político no puede ser indiferente ante la lucha de los trabajadores por sus reivindicaciones, de los empresarios por las garantías y derechos de la vida económica, ante el empeño de los vecinos en mantener sus privilegios y poner coto a frecuentes depredaciones y abusos. Pero esta situación que sería ingenuo desconocer, pierde justificación cuando se erige en norma de conducta la de poner los intereses partidistas por encima de los propios de cada sector; cuando se establece la regla del compañerismo partidista como objetivo a perseguir con tenacidad digna de mejor causa.
El fenómeno de la partidización, que al fin y al cabo no pasa de banal cuando se trata de elegir la reina de una feria, de un carnaval o de unas fiestas patronales, se convierte en algo dramático y de extrema peligrosidad cuando invade un recinto tan delicado como es el de la administración de justicia.
Nunca será ocioso repetir lo que han dicho siempre los grandes pensadores y forjadores de repúblicas, de que la administración de justicia es el sostén de las instituciones, la medida de los derechos de los ciudadanos, la garantía más importante del Estado de Derecho. En el frontispicio de la Corte Suprema de Estados Unidos se lee que «la verdadera administración de justicia es el pilar más firme del buen gobierno». Es sobradamente conocida la anécdota del molinero prusiano que a Federico el Grande, cuando en la plenitud de su poder quiso hacerle ver lo peligroso que era negarse a su deseo de venderle su finca, le respondió con altiva y pedagógica dignidad: «Majestad, hay jueces en Berlín».
«Hay jueces», eso quisiéramos que cada hombre y cada mujer pudiera pensar y decir siempre de su propio país, ante las injusticias de que pueda ser víctima y ante los abusos y atropellos que pueda cometer contra él quien se encuentre en ejercicio de cualquier porción del poder.
El Estado de Derecho tiene como elemento fundamental la posibilidad firme de acudir a los tribunales y obtener justicia, garantizada a quien sea objeto de cualquier transgresión del ordenamiento jurídico. Si el ciudadano pierde confianza en la justicia, inevitablemente sentirá lastimada su fe en la institucionalidad democrática.
El peligro de una progresiva partidización de la justicia aumenta cuando un partido en posesión del gobierno se propone colocar una aplastante y disciplinada mayoría en los cuerpos encargados de «dar a cada uno lo que es suyo».
Si eso ocurre, se produce el más considerable daño al respeto a las leyes, se genera la más profunda herida a la adhesión de cada uno a las instituciones, aunque sus titulares hayan sido escogidos por la voluntad del pueblo.
No puedo ocultar que en este punto me asalta una grave preocupación. Si, por ejemplo, el más alto tribunal, contra cuyas decisiones –según la Constitución– no se dará recurso alguno, tiene en su integración una aplastante mayoría de magistrados que adhieren al partido oficial y que han sido señalados por éste para poner en sus manos las delicadas funciones que la Constitución y las leyes les confieren, ¿cómo se le podría pedir a quien se sienta lesionado, que ocurra ante él para impetrar la reparación de injusticias perpetradas al amparo del poder, con la seguridad de que se le va a dar la razón que lo asiste? Si la selección de los jueces se impregna de sabor partidista ¿cómo puede exigirse a quienes sean llamados a juicio, que se coloquen bajo su autoridad, «poniéndose a derecho», porque el Estado democrático le da plena seguridad de que si no ha cometido delito se va a declarar sin ambages su inocencia?
Ante la Comisión de Reforma del Estado señalé que una enmienda constitucional que auspiciaría gustosamente sería la que demandara una mayoría calificada de dos tercios para elegir en el Congreso los magistrados de la Corte Suprema, el Fiscal General y el Contralor. Lo mismo sugerí en el discurso que tuve el honor de pronunciar ante el Congreso en la conmemoración del vigésimo quinto aniversario de la promulgación de la Carta Fundamental. Porque, debo decirlo con franqueza, me angustia que se vaya por un tobogán a colocar una aplastante mayoría en los más altos cuadros de la magistratura. Una aplastante mayoría, igualmente y una conducta partidista en el Consejo encargado de nombrar y destituir, promover y suspender los jueces, no sería lo más idóneo para fortalecer la conciencia democrática. Como tampoco lo sería la designación para los concursos de aspirantes a jueces, de jurados en los cuales de antemano esté asegurada para los candidatos de un partido una mayoría absoluta de «compañeros» dispuestos a ponerlos.
¿Adónde podría conducirnos esta tendencia, en los precisos momentos en que estamos empeñados en defender, fortalecer y sanear el régimen democrático que tanto nos ha costado a todos?
Pírrica victoria sería la de cualquier partido que se propusiera andar por esa vía, porque a la larga, el mal se causaría al sistema democrático del cual forma parte y cuya existencia le es indispensable. Debemos ver este problema con seriedad y abordarlo con franqueza, sin esperar a que se haga demasiado tarde.
No puedo ocultar esta angustiada preocupación. La justicia es componente esencial y complemento directo de la democracia. Democracia sin justicia es nave sin timón. Por ello dirijo esta alerta a quienes, por encima de sus respetables sentimientos partidarios, deben mantener presente que el milagro de nuestra estabilidad democrática, se explica porque pudimos poner por encima de la «viveza» de cada uno, el derecho y la legítima conveniencia de la comunidad.