Producción, empleo y seguridad social
Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 23 de julio de 1986.
La Oficina Internacional del Trabajo, preocupada siempre por los objetivos fundamentales que le dieron razón de existir, promovió el año pasado una reunión de expertos eminentes en cuestiones de empleo y publicó el resultado de sus deliberaciones bajo el título «Desempleo y Pobreza en un Mundo en Crisis». Las conclusiones no me atrevo a calificarlas de optimistas.
El aspecto central, sin duda, de la problemática planteada lo constituye el desempleo, sólo que es imposible desvincularlo de la situación económica, de la crisis y de las restricciones y cargas cada vez más pesadas sobre el mundo en desarrollo. El desempleo ha llegado a «niveles que no se conocían desde hace cincuenta años». La afirmación es aterradora y las consecuencias que se estarían experimentando en el mundo serían catastróficas, de no existir la seguridad social. Hace cincuenta años, precisamente, la desesperación de millones de desempleados llevó en Alemania a Hitler al poder y luego al Universo a la hecatombe de la II Guerra Mundial.
Es necesario, sin embargo, ahondar en el fenómeno del desempleo y sus causas, para no hacerse la ilusión de que bastaría que la situación económica mejorara para que aquél desaparezca. Según la misma información de la OIT, en los «países industrializados con economía de mercado», es decir, en el mundo desarrollado de Occidente, más de treinta y dos millones de personas no tienen trabajo, «sin contar aquellos que desalentados no ingresan en el mercado de empleo». Esto no tiene su origen solamente en la crisis económica mundial. La República Federal de Alemania, que hace pocos años importaba gran número de trabajadores extranjeros (de Turquía, del sur de Italia, de España, de Portugal) para poder atender al ritmo incesante de su producción industrial, ahora tiene dos millones y medio de trabajadores desocupados. En los Países Bajos, modelo de organización y de avance tecnológico, la desocupación alcanza 15% de la población activa. Esta misma semana, el cable nos informa que «sigue aumentando el ritmo de desempleo en Inglaterra»; según la agencia EFE, el total de desempleados en junio se cifraba en 3,22 millones de personas (15.000 más que el mes anterior): lo cual representa 13,1 por ciento de la población activa. Y si es España, su récord es más alto: supera el 20%, a pesar de que una de las promesas fundamentales del partido en el poder –y debemos creer que una de sus mayores y más constantes preocupaciones– ha sido la de combatir el paro.
El tema es apasionante; y lo es más para quienes en los países subdesarrollados tenemos el deber de plantearnos y de resolver de la manera más acertada posible la cuestión de un nuevo modelo de desarrollo. Esto nos lleva a una conclusión preliminar: el desempleo tiene causas coyunturales provenientes de la actual situación de crisis, que es necesario combatir, pero tiene también causas estructurales que nos obligan a buscar afanosamente una vía con perspectivas claras para lograr lo que según Bolívar (Discurso de Angostura) era el primer objetivo del Gobierno: «la mayor suma de felicidad posible».
Para ofrecer trabajo, sin duda, es necesario producir. Y la producción busca continuamente un mejor resultado y una mayor productividad. La inteligencia humana está sin cesar inventando nuevas tecnologías que multiplican increíblemente el resultado obtenido por cada ser humano ocupado. Pero no hay duda en que el proceso tecnológico desplaza constantemente a un número grande de trabajadores; y si bien es cierto que aparecen nuevas actividades las cuales ofrecen nuevas oportunidades, los países industriales, sin merma de su producción, ven bajar la cifra de la población ocupada en la tarea de producir. En el tercer mundo ha proliferado la tesis de usar tecnologías atrasadas, o por lo menos intermedias, para utilizar mayor cantidad de mano de obra: esto podrá ser un paliativo, pero difícilmente resiste a la necesidad de competir y de crear riqueza.
Mayor producción genera mejores empleos; pero la producción agrícola e industrial se va haciendo cada vez más capital-intensiva y menos trabajo-intensiva. Los Estados Unidos, con su formidable producción agropecuaria, ocupan en ella poco más de 3% de su población activa. En Bélgica, con ser quizás en la Comunidad Económica Europea uno de los países de mayor rendimiento agrícola, se experimenta el mismo fenómeno. El profesor Louis Baeck, de la Universidad de Lovaina, nos hablaba en diciembre, en un encuentro en Padua, Italia, del éxodo rural y nos señalaba que también la población del sector estaba en su país en apenas algo más de 3%. La automatización y robotización, por otra parte, sustituyen cada vez más por robots a la persona del trabajador industrial.
Si resulta claro que se necesita mayor producción para ofrecer a la humanidad mayor suma de oportunidades y mejor calidad de vida, sería ilusorio pensar que basta con superar la crisis económica para lograr el pleno empleo. No basta para ello intensificar la industrialización. En Venezuela tenemos un ejemplo muy demostrativo: el de Ciudad Guayana. Es nuestro polo de desarrollo más importante; al mismo tiempo, el área está rodeada por el cinturón de marginalidad más preocupante. Se han invertido 62.275 millones de bolívares, que al cambio anterior de 4,30 representaron casi 14.500 millones de dólares (por los cuales debimos cargar con el servicio de una importante deuda) para ofrecer empleo permanente a 29.520 trabajadores. Cerca de 500.000 dólares para dar trabajo estable a una persona sería una inversión imposible para atender un mercado de trabajo donde llegan al año más de cien mil jóvenes.
Por ello, al diseñar un nuevo modelo de desarrollo hay que colocar, al lado de la producción, el objetivo del empleo. Todas aquellas actividades que sean capaces de generar trabajo tienen importancia prioritaria, si se quiere evitar una catástrofe y satisfacer las exigencias inmanentes de la justicia.
Y aun así, no bastan esos dos elementos: es necesario reconocer además la importancia de la seguridad social. No me cansaré de ponderarlo; fue profético el Libertador cuando en su discurso de Angostura, para definir «el mejor sistema de gobierno», después de colocar como objetivo prioritario «la mayor suma de felicidad posible», agregó: «la mayor suma de seguridad social»; y ello, para lograr «la mayor suma de estabilidad política».
Los países industrializados de Occidente están enfrentando las consecuencias de la desocupación con un gran esfuerzo de Seguridad Social. La Seguridad Social, por ejemplo, en los Países Bajos, absorbe el 25% del PTB; Bélgica, el 20,08%; los Estados Unidos, tan encomiados por los partidarios del liberalismo económico, el 18,7%. Los países socialistas se ufanan de no tener desempleo, pero, por un lado, no han ido en la carrera del desarrollo tecnológico a la misma velocidad de las naciones occidentales; por otro lado, ofrecen muchas formas de colocación que equivalen a un verdadero subsidio. Es interesante analizar el informe del primer ministro de la Unión Soviética Rizhkov al XXVII Congreso de su Partido, sobre la decisión de incorporar nuevas técnicas avanzadas a la producción, y la necesidad de compensar en el sector servicios la menor ocupación que aquélla pueda entrañar.
Producción, empleo y seguridad social, repito, constituyen el trípode donde tiene que asentarse la sociedad del futuro. El problema para los países en vías de desarrollo es el de producir lo necesario para asegurar su abastecimiento y su autonomía indispensables y para asumir el costo de la seguridad social y dar impulso decidido, al mismo tiempo, a aquellas ramas de la actividad económica capaces de generar empleo en abundancia. Este es el desafío indispensable de enfrentar.