Una ilusión de riqueza

Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 26 de marzo de 1986.

El Instituto de Estudios Superiores de Administración (IESA), una de las creaciones de la Venezuela nueva que está cumpliendo un papel muy importante en la formación de los equipos gerenciales que el país necesita, suele ofrecer una audiencia muy calificada para discutir temas de alto interés nacional.

Hace algunos meses fui invitado a contar mi experiencia sobre la función gerencial del Presidente de la República, no sólo como Jefe del Estado, sino como Jefe del Gobierno. Tema, sin duda, apasionante. Más recientemente me propusieron dialogar con el grupo de estudios de gerencia avanzada y el de master en administración y escogimos por tema «un nuevo modelo de desarrollo para Venezuela». No era mi intención dictar una clase o anunciar un programa sino suscitar una inquietud. Es urgente precisar  cuál debe ser ese «nuevo modelo de desarrollo», que frecuentemente se menciona pero no se concreta. Considero inaplazable trazar un rumbo claro, elaborar las bases de un plan a largo término, formar conciencia en el país y sobre todo en los grupos más responsables, sobre cuál es el desarrollo que queremos, cuáles los recursos de que disponemos y en dónde debemos poner mayor énfasis para llegar al siglo XXI sin la marca infamante del subdesarrollo. Algo parecido, pienso, podría plantearse en otros países de la América Latina.

Debo decir, de paso, que el punto de partida de ese análisis debe ser el reconocimiento de que el desarrollo no es un proceso meramente económico, aun cuando lo económico sea condición indispensable. Como dijo Pablo VI en la Encíclica «Populorum Progressio» («Sobre el desarrollo de los pueblos»), el 26 de marzo de 1967, el desarrollo «para ser auténtico debe ser integral, es decir, promover a todos los hombres y a todo el hombre», según la feliz expresión de Lebret. «Verse libres de la miseria –dijo el Papa– hallar con más seguridad la propia subsistencia, la salud, una ocupación estable; participar todavía más en las responsabilidades, fuera de toda opresión y al abrigo de situaciones que ofenden su dignidad de hombres; ser más instruidos; una palabra, hacer, conocer y tener más para ser más: tal es la aspiración de los hombres de hoy, mientras que un gran número de ellos se ven condenados a vivir en condiciones que hacen ilusorio este legítimo deseo. Por otra parte, los pueblos llegados recientemente a la independencia nacional sienten la necesidad de añadir a esa libertad política un crecimiento autónomo y digno, social no menos que económico, a fin de asegurar a sus ciudadanos su pleno desarrollo humano y ocupar el puesto que les corresponde en el concierto de las naciones».

La materia se presta para innumerables consideraciones y debe provocar muchos y profundos estudios. Hoy quisiera comentar algo que me sentí obligado a plantear a los alumnos, en el curso de mi exposición. Comenté que el propio IESA, bajo la dirección de Moisés Naim y Ramón Piñango, publicó hace algo más de un año un libro intitulado: «El caso Venezuela: una ilusión de armonía», cuya conclusión es la de que hemos vivido ilusionados tratando de satisfacer los deseos de todos con la riqueza petrolera. «Por largos años se ha vivido una situación en la que el clima predominante ha sido hay pa’todo porque hay pa’todos». Pero ahora, al disminuir sensiblemente el ingreso petrolero y tener que satisfacer el servicio de la deuda externa, hay que definir prioridades, sin poder complacer a la totalidad.

Pues bien, mi planteamiento fue que podría escribirse otro libro con el título: «Venezuela: una ilusión de riqueza». Porque la idea de que hemos sido ricos, demasiado ricos, no resiste al análisis. Es cierto que el alza de los precios petroleros a partir de los años 70 puso en manos del Estado –y a través de él, en las de muchos venezolanos– una afluencia inesperada de dinero.

Eso nos hizo pensar –y algo peor, proclamar– que éramos muy ricos. El nuevo-riquismo fue pose oficial desde las más altas esferas gubernamentales y consecuencialmente también, actitud de los sectores privados. Ofrecíamos por todas partes «el oro y el moro» para ganar simpatías; navegábamos en un país imaginario, mientras gran parte de nuestra población carecía de lo necesario para un nivel de vida humano y digno.

Es indispensable disipar ese equívoco. Yo he sostenido que no podemos jactarnos de nuestra riqueza mientras millones de venezolanos no tienen una vivienda confortable, una ocupación estable y bien remunerada, una atención satisfactoria para su salud y unos servicios eficientes.

Cuando hablé en una sesión conjunta del Congreso de la República Dominicana, que me hizo el honor de recibirme en sesión especial, a raíz de los devastadores huracanes que azotaron aquel país hermano en 1979, me sentí obligado a expresar con la mayor franqueza: «Ayer tuve la oportunidad dolorosa, pero para mí sumamente instructiva, de visitar zonas de las más duramente castigadas por el ciclón «David» y por el huracán «Federico». Estuve en San Cristóbal, estuve en Haina, estuve en Yaguate y encontré en estas áreas la obra de la destrucción, de la devastación; encontré también el espíritu de su gente, animosa para emprender las tareas de la reconstrucción. Pero, si me permiten ustedes que les haga una confesión muy íntima, debo decir que compartiendo aquella angustia y aquel dolor, no pude dejar de pensar que también en mi país, considerado en general como rico y multimillonario, conocido en el mundo como un país derrochador de recursos que no merece, he encontrado escenas semejantes, no como resultado de una catástrofe de la naturaleza sino como consecuencia de un orden social todavía injusto que no hemos podido superar».

La pretendida riqueza de Venezuela, pregonada irresponsablemente por el mundo, se disipa al examinar los números. Véase solamente éstos. En 1984 (antes de que empezaran a descender vertiginosamente los precios del petróleo) el PTB venezolano fue de 348.454 millones de bolívares. Para una población de 16.966.290 habitantes, el ingreso anual per cápita fue, pues, a precios corrientes, de Bs. 20.538. Al cambio preferencial de Bs. 7,50 por dólar, equivalía a US $ 2.738; a un cambio promedio en Bs. 8,63, serían $ 2.379. Ahora bien, según cifras oficiales del Bureau del Censo, en Estados Unidos, ese mismo año, el límite de subsistencia anual por persona era de US $ 3.688. ¡Quiere decir que el ingreso per cápita en un país tenido como rico, era, en los mejores tiempos, más bajo que el nivel de pobreza crítica en los Estados Unidos! Allá, al que tenga un ingreso inferior lo declaran beneficiario de la asistencia social.

No es que debamos quejarnos de que la providencia haya puesto abundancia de petróleo y otros recursos naturales en nuestro suelo. Ni negar que los ingresos derivados del alza del mercado petrolero no fueron bien administrados. Sería ingenuo, por otra parte, ignorar que se nos ha tildado de ricos porque otros países de América son más pobres que nosotros. Pero lo cierto es que la falsa imagen de opulentos ricachones nos hizo mayor mal que bien. Es tiempo ahora de enfrentar la realidad y darnos exacta cuenta de qué es lo que podemos y lo que no podemos, para encontrar con seriedad el camino que nos permita salir del subdesarrollo. A ello es a lo que aspiramos cuando pedimos que se estudie a fondo y con visión de largo plazo el nuevo modelo de desarrollo. Que no puede ser copia del que adoptaron los países industrializados, sino algo propio integral y armónico que nos ofrezca, como lo pedía el Libertador en el Discurso de Angostura, «la mayor suma de felicidad posible, la mayor suma de seguridad social y la mayor suma de estabilidad política».