Con las universidades norteamericanas
Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 28 de mayo de 1986.
La Universidad de Connecticut, en la solemne ceremonia del «commencement» (palabra que, aunque quiere decir «comienzo» es el nombre tradicional en Norteamérica del acto de fin de curso) nos otorgó el grado de Doctor Honoris Causa al Rector de la Universidad de Cracovia y a mí. Polonia y Venezuela. El inmenso auditorio contenía cerca de un millar de estudiantes que recibían sus grados, con toda la formalidad habitual, y sus felices familiares. El presidente de la Universidad tuvo que realizar actos separados para graduar a estudiantes de otras facultades y escuelas, porque el número impedía reunirlos a todos y a sus padres en un solo lugar.
Bellísimo el campus de la Universidad, confortables las instalaciones, intenso el trabajo de docentes y estudiantes, sólida la disciplina académica. Excelentes laboratorios, y una biblioteca de esas que por su dotación, su funcionalidad y su uso, causan admiración y envidia.
Yo estoy convencido de que las posibilidades de una nueva y verdadera amistad entre Estados Unidos y América Latina residen en sus universidades. He tenido oportunidad y puesto interés en cultivar relaciones con muchos institutos de educación superior en ese país, cruzando desde los cuatro puntos geográficos su extenso territorio, y he encontrado en común, un espíritu abierto, un deseo de conocernos y entendernos, una actitud amplia y cordial. Es en las universidades, más que en la política y en los negocios, donde podemos encontrar mayor solidaridad.
No ignoro que en Estados Unidos hay políticos deseosos de incrementar y mejorar las relaciones Norte-Sur; pero con frecuencia sus mejores propósitos se estrellan contra la resistencia de los votantes a asumir nuevas cargas para cooperar con otros pueblos. La condición de «tax-payer», o sea, contribuyente, prevalece dentro de cada elector, y un político no puede liberarse de sus ataduras con éste. Sólo verdaderos estadistas han logrado ocasionalmente superar esta barrera. Y en cuanto a los hombres de empresa, no puede negarse que los hay de mentalidad abierta, convencidos de que una mayor cooperación es indispensable: pero ante ellos se interpone un obstáculo insuperable, el «profit»: lo que no produzca beneficios contradice las normas fundamentales de su actividad y le impide moverse con verdadera agilidad.
En las universidades no ocurre esto. Hay, en creciente número, departamentos de estudios latinoamericanos, en los cuales se encuentran profesores que han pasado años en alguno o algunos de nuestros países, han estudiado a fondo nuestra realidad y nuestra historia y publicado con absoluta libertad de criterio libros de reconocido valor científico. Y algo muy importante: la mayoría de los estudiantes que participan en los cursos de estudios latinoamericanos son nativos o residentes de Estados Unidos. Digo esto y lo señalo, porque he participado en otros cursos sobre América Latina en Europa y me ha sorprendido que la mayoría, y a veces la totalidad de los estudiantes, son latinoamericanos. No le veo la gracia a que muchachos del Ecuador, del Uruguay, México o Venezuela, vayan a Europa a estudiar sus propios problemas o analizar su propia idiosincrasia: lo que más debe interesarnos es que los europeos y norteamericanos se preocupen por obtener esos conocimientos, base necesaria para la comprensión, ya que desde allá son muchos los que nos miran con una óptica desfavorable.
La Universidad de Connecticut organizó en noviembre de 1984 una mesa redonda sobre Venezuela: intervenimos cuatro venezolanos, además de un profesor de la Universidad. De la numerosa audiencia estudiantil, la gran mayoría eran norteamericanos. Este año se celebró otra, con nuevos participantes y con el mismo éxito. Cuando tomamos la determinación de aportar el mayor número posible de libros venezolanos para su estupenda biblioteca fue con la convicción de que esos libros se van a utilizar de verdad. Allá se escriben tesis doctorales serias sobre aspectos que nos atañen: en contraste con la antigua especie de libros reporteriles escritos por viajeros que en dos o cuatro semanas habían pasado por encima de nuestras ciudades y se creían con ello autorizados para describirnos a su antojo y a juzgarnos a su talante.
Cuando ese nuevo espíritu que florece en sus universidades, cuando ese afán por conocernos mejor se extienda más y se trasmita al sentir de la población en general, será cuando el pueblo de Estados unidos se coloque en posición conveniente para construir una nueva amistad. Son las universidades las que podrán hacerle comprender que ser diferentes no significa ser mejores ni peores, que nuestra situación de subdesarrollo es consecuencia de muchos factores y no culpa única de nuestra pereza o nuestra incapacidad, que nuestra vida cultural y nuestra experiencia universitaria empezaron doscientos años antes de que se fundaran en el Norte las primeras universidades; entenderán, sobre todo, que el hecho de tener más riquezas y más poder no les confiere mayores derechos sino mayores obligaciones y que la grandeza de su Nación echa sobre sus hombros una pesada responsabilidad, la cual debe orientarse a remover los obstáculos que impiden a otros pueblos realizar por sí mismos sus programas de desarrollo.
En las universidades norteamericanas encuentra uno gente amable, inteligente, deseosa de servir a la justicia y a la fraternidad universal. Gente dispuesta a luchar por esos objetivos, exponiéndose a veces a inconvenientes y dificultades. Mi experiencia me autoriza a afirmarlo. No son casos aislados. El mismo interesante fenómeno se encuentra en Nueva Inglaterra, en Nebraska o en California, en Florida o en Indiana, en la Capital Nacional o en Pennsylvania, en la región de los Grandes Lagos o en las montañas.
La Universidad de Connecticut es un hermoso ejemplo. Para mí el más reciente. Traigo la pupila impregnada del esplendor primaveral de su campus, lleno de flores desplegadas entre el verde intenso de sus árboles y de su césped. Para muchos, el contacto con esos institutos será una gran sorpresa, si se imaginan a Estados Unidos como lo ven a través de atropellos y desplantes. Pero no. Vale la pena tomar contacto con los universitarios que fortalecen nuestra esperanza en un mundo mejor.