Las nuevas democracias latinoamericanas
Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 19 de noviembre de 1986.
Con justificada complacencia ha venido observándose en la última década el retorno de varias repúblicas latinoamericanas, que habían sucumbido al combate del autoritarismo, al sistema democrático. Por supuesto, se discute con razón qué se entiende y debe entenderse por democracia, y cuál es la medida precisa en que se pueden considerar democráticos algunos países que –aun celebrando elecciones con participación pluralista de fuerzas políticas y permitiendo la libertad de prensa y otras libertades constitucionales– atraviesan situaciones muy críticas, en las cuales se denuncian frecuentemente violaciones de derechos humanos.
En todo caso, el progreso es visible. Pero sería un error craso pensar que, por la sola vuelta a las formalidades democráticas, ya está firme el piso y claro el horizonte. Ese error sería grave en los propios ciudadanos de cada Estado, que no deben perder la preocupación permanente y prioritaria de fortalecer y mantener las conquistas obtenidas en materia de régimen institucional y derechos humanos, pero también en las potencias occidentales, cuya comprensión y asistencia es hoy más necesaria que antes, para que puedan ganar definitivamente los pueblos la batalla de la libertad contra la tiranía.
En los días 16-18 de noviembre, por iniciativa del ex presidente de los Estados Unidos, Jimmy Carter, con la colaboración del ex presidente Gerald Ford, se ha celebrado una «consulta» (consultation) acerca del tema «Reforzando la Democracia en las Américas». La información acerca de este encuentro y la participación de profesores, estadistas y políticos de diversos países, ha sido amplia. No voy por ello a reproducirla. Sólo quiero mencionar el hecho, porque el tema de las dificultades que encuentran las nuevas democracias fue objeto de profundos análisis y aleccionadoras reflexiones. El profesor Laurence Whitehead, de Nuffield College, Universidad de Oxford, por ejemplo, afirmó: «Todas las nuevas democracias en América Latina son frágiles» y agregó: «Por lo menos una generación debe transcurrir antes de que podamos decir que una democracia recientemente establecida se ha consolidado plenamente».
El profesor Guillermo O’Donnell, del Hellen Kellog Institute, Universidad de Notre Dame, y Centro Brasileiro de Analise e Planejamento, confirmó el diagnóstico, pero dejando un pronóstico más optimista: «La consolidación aparece como una tarea larga y difícil, pero no imposible».
Estos dos profesores fueron los relatores del Capítulo «Transición hacia la Democracia y Consolidación», en el cual se me invitó a hablar sobre «El papel del Partido de Gobierno y la Oposición», sugiriéndome implícitamente, al haberme propuesto este específico aspecto, el que hablara –como era lógico– de la experiencia de Venezuela. Pero el temario todo tuvo como efecto principal el señalado arriba: estas nuevas democracias y los regímenes que se hallan en transición hacia la democracia (transición por «colapso» y transición por «transacción», dijo el profesor O’Connell) enfrentan un conjunto de graves situaciones problemáticas que es necesario evaluar y comprender para que podamos obtener el objetivo central de «reforzar la democracia».
Las nuevas democracias latinoamericanas confrontan, por de pronto, el problema de la actitud ante las Fuerzas Armadas. Para la opinión pública, muchos de sus jerarcas –y aún la institución misma– aparecen comprometidos en las formas más duras de represión. En la Argentina y en Uruguay, por ejemplo, caudalosas corrientes de opinión reclaman severas sanciones y no se ve fácil el deslinde de hasta quiénes y hasta qué nivel de éstas se deben llevar: en la Argentina, donde la transición se efectuó por «colapso», la situación no es la misma que en Uruguay, donde se realizó por «transacción»: además de que la llamada «guerra sucia» no tuvo las mismas características ni alcanzó igual grado en ambos países. Este problema, delicado y difícil, existe en mayor o menor medida en todas las nuevas democracias y no está ausente en alguna de las nuevas.
Felizmente, Venezuela logró superarlo y hay que velar permanentemente por asegurar que el enfoque institucional no se perturbe. La presencia en varios países de movimientos guerrilleros, algunos de ellos con sorprendente poder de distorsión, complica extraordinariamente la materia. Venezuela es dichosa de haber logrado la pacificación: se hace cada día más clara la necesidad de no comprometerla ni deteriorarla. Pero, aparte de los problemas políticos, que se acentúan cuando algunas corrientes ubicadas hacia la extrema izquierda o la extrema derecha no muestran suficiente comprensión por el objetivo prioritario de resguardar las libertades y fortalecer las instituciones, está por delante el angustioso y creciente malestar social y económico. La marginalidad es un problema agravado por la coyuntura, pero tiene causas estructurales que es indispensable afrontar. Y a ello se suma, como lo dice O’Donnell, «la esperanza en cierto modo mítica de que al implantarse la democracia, prácticamente todos los problemas nacionales se resolverían de una vez». En las tres décadas de la democracia venezolana hemos tenido que hacer frente a esta justificable impaciencia. Dijimos alguna vez que la democracia había sido para nuestro pueblo una especie de novia lejana, envuelta en velos que la sublimaban, y cuya posesión haría desaparecer todos los males; ahora es la compañera de todos los días, que suda y grita, se queja y reclama, pero cuya presencia se ha hecho indispensable para su vida de hoy de mañana.
El problema de la deuda externa agrava el estado crítico de las economías latinoamericanas. La América Latina no pide que los países industrializados le satisfagan paternalmente sus necesidades y le construyan su desarrollo. No piden que le regalen nada, sino que le den la posibilidad de vivir y crecer, de producir y exportar, dentro de términos equitativos de intercambio, para superar la situación. Voces insospechables se han alzado en los países ricos para hacer ver las características de esta situación, que no es puramente financiera, ni se puede solucionar con las recetas «ortodoxas» del Fondo Monetario Internacional.
Si hay verdadero interés de fortalecer la democracia en nuestro continente, se debe entender que éste es el momento preciso para darle oxígeno y aliento. La tarea de consolidación apenas comienza. Naciones hermanas que están conmovidas por la violencia necesitan, más aún que armamento, colaboración económica y acceso a los mercados para sobrevivir. El reto está lanzado. Ojalá se abran los oídos y los ojos sean capaces de ver con claridad. Sólo así las esperanzas despiertas por la vuelta a la democracia pueden tomar la consistencia de una realidad estable y no de una ilusión pasajera.