Paz en Asís

Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 5 de noviembre de 1986.

Quien haya estado una vez en Asís no podrá liberarse del dulce recuerdo de su paisaje. Es uno de esos sitios, como Lourdes, donde la geografía se apodera del que llega y provoca una sensación de tranquilizadora eternidad. Rómulo Gallegos, después de haber atravesado su crisis religiosa, recogió en su diario íntimo un testimonio impresionante de su visita a Lourdes. Así mismo, los innumerables viajeros que llegan a la Umbría a buscar las huellas del Poverello de Asís, han dejado evidencias de la emoción profunda que produce aquel lugar encantador.

En Asís se comprende, sin necesidad de explicación alguna, el espíritu franciscano. Y pareciera que por todas partes se oye resonar, interminablemente, aquella oración-oblación que sintetiza en poética forma el mandamiento del amor cristiano: «Señor, haz de mí un instrumento de tu paz».

Esta fue, en lenguas diferentes, partiendo de concepciones distintas expresadas en términos que reflejan diversas interpretaciones de la vida y del más allá, la oración que el inolvidable lunes 27 de octubre pronunciaron los más calificados representantes de las más importantes religiones del mundo. Los acompañaban millares de seres humanos que coincidían en afirmar las necesidades y el anhelo de todos los pueblos del mundo por ese objetivo precioso de la paz.

¿Cuántos millones de personas seguían por la televisión, en todos los continentes, a quienes se encontraron como hermanos, se saludaron como hermanos y hablaron como hermanos para implorar a Dios la paz? Fue algo tan limpio de artificios, tan ingenuo y auténtico, que la belleza del espectáculo sólo fue superada por la dignidad humana del encuentro.

«Que haya paz en los cielos, paz en la tierra, paz en las aguas, paz en las hierbas y plantas, paz en todos los dioses, paz en todos los seres humanos, paz, paz, paz para todos», dijo con rica simbología el representante del hinduismo, de una inmensa nación cuyos centenares de millones de habitantes son frecuentemente sacudidos por estallidos de violencia incontrolable y han visto caer victimados por ceguera asesina a grandes líderes. El llamado Mahatma (Alma Grande) fue precisamente el más grande porque fue el más fervoroso apóstol de la paz y fue inmolado por la furia de la incomprensión cuando iba al sitio de oración para dirigir una plegaria colectiva por el entendimiento y la armonía entre los variados segmentos de su pueblo. El «Alma Grande» de Gandhi parecía estar presente en la plegaria de su compatriota.

Todos vimos cómo se abrazaban los pastores de colectividades que furiosamente se combaten, los líderes de pueblos creyentes que hacen del credo religioso un móvil de intolerancia y agresión. Por ello, el Papa Woytila, ese polaco del pontificado milagroso, sintió la necesidad de afirmar que el encuentro representa el compromiso de que «la religión jamás puede volver a ser un signo de guerra, sino de paz y diálogo».

No era una reunión de plenipotenciarios en torno a una mesa de negociaciones para celebrar un tratado formal. Fue una «Jornada de Oración Mundial por la Paz», en la cual nadie le pidió a nadie renunciar a nada, sino más bien impetrar con sus propias convicciones y su identidad característica, la misericordia infinita del Supremo Hacedor de todas las cosas, para poner fin a las tendencias destructoras y congregar las voluntades para reconocer y proclamar la unidad del género humano.

Mientras los pastores oraban en Asís, muchos jefes de Estado se sumaban simbólicamente desde sus respectivas capitales a la Jornada por la Paz. Variados y distantes, se sintieron unidos por el hilo invisible de la invitación hacia algo que a todos hace falta. Grupos que ferozmente se combaten a diario, lograron aceptar una tregua de un día: breve, sin duda, pero simbólica también de que no es imposible el armisticio y, tras el armisticio, la paz. Y el mundo entero pareció en un momento levantarse por sobre lo escabroso del camino, para congregarse idealmente en torno a la Porciúncula, la humilde capillita de quien hace más de siete siglos logró convertir la pobreza en belleza y la mansedumbre en fortaleza.

Hace algún tiempo, los profesores de Ciencias Políticas explicaban que como ya la religión no era la fuerza determinante en el acontecer social, había ido siendo sustituida por otros factores de unida o por diversas formas de poder. En los últimos años, y sobre todo a partir de la Revolución Islámica de Irán, se ha reactivado la fuerza soterrada del sentimiento religioso; pero, si bien es cierto que se lo ha canalizado hacia la afirmación nacionalista de pueblos que lo reclaman como elemento fundamental de su defensa, ha derivado también hacia el antagonismo que abre surcos cada vez más hondos entre grupos humanos.

El Medio Oriente es teatro desgarrado de una diaria tragedia, y el credo religioso actúa como factor de división. El Líbano, admirado no sólo siempre por la belleza de su suelo, sino antes también por la disposición de sus habitantes para vivir en armonía, se ha convertido en escenario de un proceso de autodestrucción que no parece terminar. La religión se invoca como nota determinante de los diversos sectores contendientes; como ocurre también en el Norte de Irlanda, donde el mensaje de fraternidad de las diversas denominaciones cristianas no ha sido capaz de imponerse por sobre una áspera y violenta hostilidad.

El encuentro de Asís, en el que se tuvo el acierto de no proponer ningún tratado ni de comprometer ningún programa, sino solamente un acto de oración, tiene que producir en todas partes el efecto de un mensaje capaz de despertar en el fondo de cada conciencia la idea de que por encima de todas las diferencias constituimos todos los seres humanos una unidad. Sin ese reconocimiento, serían fallidos todos los esfuerzos en pos del objetivo de la paz.