La Generación del año 2000

Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 15 de abril de 1987.

La idea de lo que llaman una generación deriva de connotaciones específicas, que le imprimen a un conjunto de personas, de aproximadamente la misma edad, determinadas características en el transcurrir de los acontecimientos. Rigurosamente hablando, una generación marcaría la distancia cronológica entre padres e hijos: entre ellos se irían sucediendo las generaciones, y en sentido jurídico se determinarían los grados del parentesco directo. Pero el elemento que puede servir para señalar una determinada generación, dentro de la sucesión diaria e interminable de los nacimientos, es alguna circunstancia marcada en la vida de un pueblo y una manera común de actuar de una cohorte humana, producida por la influencia de factores de variada índole, principalmente culturales.

En las letras españolas, por ejemplo, se atribuyen lineamientos específicos a «la generación del 27», ambas integradas por literatos, filósofos y artistas. Los norteamericanos hablan de una «generación perdida» («lost generation») de escritores que se fueron a Europa y se quedaron en el Viejo Mundo, a partir de los años de la Primera Guerra Mundial.

Generalmente se ha considerado como término medio para la aparición de una nueva generación, un lapso de treinta años, tomándolo de la biología, pero en Venezuela, donde el tema generacional se ha relacionado preferentemente con el acontecer político, se han acortado los términos, puesto que ellos no dependen propiamente de la maduración de un nuevo grupo humano, sino de la ocurrencia de un acontecimiento que pone a la vista un conjunto de nombres llamados a la acción por el suceso de que se trata.

Verdaderamente, cuando empieza a utilizarse una denominación generacional, es cuando se le reconoce una personería especial al movimiento estudiantil de rebeldía contra el régimen dictatorial del general Gómez en 1928. Él abre una etapa en la vida política del país bajo el cognomento de «la generación del 28». El doctor Juan Bautista Fuenmayor, en su «Historia de la Venezuela Política Contemporánea», anota: «Los acontecimientos de 1928 fueron la fragua donde se forjaron los hombres que habrían de influir más poderosamente, sin duda alguna, en el curso de la política venezolana de los años subsiguientes, hasta 1969». Y después afirma: «Las luchas de 1928 fueron la cantera y el vivero de donde salieron los futuros cuadros dirigentes del movimiento democrático venezolano. Sus jefes reaparecen en el primer plano de los acontecimientos de 1936 y, en el devenir del desarrollo político venezolano, llegan a ser los organizadores de los partidos políticos actuales, de los sindicatos obreros, de las organizaciones campesinas, y algunos de ellos llegan a ser gobernantes».

En el año de 1936 empieza otra etapa nueva y distinta en la vida del país y el escenario –como lo dice la cita anterior- es dominado francamente por los integrantes más destacados de la generación del 28; pero entonces salimos a la arena, estremecida por cierto en forma convulsa por el acontecer universal y nacional, unos cuantos luchadores a los que a veces, para diferenciarnos, se nos ha distinguido como «la generación del 36». Ocho años de diferencia apenas, pero que representaban  una distancia importante dentro del tiempo histórico.

Diez años más tarde empieza el país a vivir los efectos del golpe cívico-militar del 18 de octubre de 1945, que rompió el «hilo constitucional» celosamente mantenido durante nueve años como conductor de la transformación institucional. La presencia activa de partidos de masas que duramente se combatían, los debates en la Asamblea Constituyente y demás cuerpos deliberantes, la participación de la juventud militar que había sido responsable de la sublevación del 18 de octubre y que iba a asumir el mando autocrático a partir del 24 de noviembre de 1948, todo ello dio lugar a que se viera en los treintañeros que se incorporaron entonces como una nueva generación. «la generación del 46». Doce años después, el advenimiento del régimen democrático a través de un complejo y difícil proceso que recibió la aportación de muchos sufrimientos compartidos y engendró la aparición de firmes propósitos compartidos, abrió espacio a otro conjunto de venezolanos al que se está denominando «la generación del 58». Y podríamos pensar que quienes hoy frisan en la treintena, formados dentro del sistema democrático, partícipes del dislocamiento consumista iniciado en 1974 y del amargo despertar del llamado «viernes negro» (18 de febrero de 1983), son susceptibles de definirse como «la generación del 83»; pero ya está en la fragua, con la experiencia del tránsito súbito de la «Venezuela Saudita» a una realidad que reclama forzada austeridad, la de los que recibirán el advenimiento del tercer milenio de la cristiandad en edad adulta y decisoria, es decir, «la generación del año 2000».

Este sucederse de las generaciones, es un fenómeno que en Venezuela cabe dentro de la «aceleración de la historia», ha venido cumpliéndose sin traumas dentro de una nación que tiene conciencia del dinamismo de los tiempos y del empuje que necesita para pasar del subdesarrollo al desarrollo. La experiencia de los mayores y la impaciencia de los que los siguen, han venido acoplándose convenientemente, como lo requiere el mantenimiento de este sistema de libertad y derechos humanos que durante más de un siglo no fue capaz de lograrse y de sobrevivir, lo que dio lugar a la tesis sociológica del «gendarme necesario».

«Las generaciones humanas se deslizan como las aguas de un rápido río», dijo Fenelón. De Gásperi las comparaba con las olas de un mismo mar. En Italia, los que asumieron con aquel ilustre líder la conducción de su patria a partir de la II Guerra Mundial, mantienen después de cuarenta años una presencia activa, reconocida y respetada, y la comparten con los dirigentes que han ido surgiendo e integrándose en un difícil y controvertido proceso democrático. En Venezuela, hombres que han cruzado la respetable edad de ochenta años, aparecen en diaria y constante actividad, mezclados sin rubor con los protagonistas de los acontecimientos que dieron nombre a las generaciones a las que nos hemos referido y con los nuevos que asoman en escena.

Pero, sin duda, la que debe ser objeto central de nuestras preocupaciones, de hoy y de los años inmediatos, es la generación del año 2000. Los jóvenes que tienen hoy dieciocho años, tendrán treinta y uno cuando concluya el 1999. ¿Qué haremos para concientizarlos, para prepararlos, para motivarlos, para estimularlos, para abrirles horizontes amplios y remover los obstáculos que les oponen pesimismo, el escepticismo, la molicie, la corrupción, el narcotráfico? Es dura la tarea de quitar de su camino la permanente invitación a vivir al día, a no preocuparse por el mañana, a no creer en nada ni en nadie, a considerar el patriotismo, la honestidad y el trabajo como antiguallas que ya no valen nada.

Dar ejemplo de autenticidad, de sinceridad, de espíritu de servicio, es el mejor bien que les podemos ofrecer. Reactivar en ellos la fe en la patria y la disposición al sacrificio, es indispensable para que puedan superar los desafíos que van a encontrar. Ahora, cuando tanto se habla de cuestiones generacionales, debemos tener presente que esa generación es la que va a pedirnos las más severas cuentas. La clave del juicio que en definitiva merezcamos, del destino de las instituciones democráticas y del cambio social que nos hemos obligado a realizar, está, en definitiva, en las manos de la generación del año 2000.