Brasil y la Deuda

Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 25 de febrero de 1987.

La decisión adoptada por el presidente del Brasil, de suspender el pago de la deuda externa (incluyendo los intereses) ha sacudido el ambiente, ya un poco rutinizado, de los organismos internacionales. Para el prestamista lo esencial es el pago de los intereses. El capital que le devuelven tiene que volverlo a prestar. Es su negocio. Ello explica una cierta indiferencia, una táctica de no ahorrar tiempo en las discusiones de refinanciamiento. Si no fuera porque las leyes de los países donde residen los institutos acreedores establecen ciertos requisitos y atribuyen al incumplimiento de esos requisitos efectos punitivos, no se preocuparían. Al fin y al cabo, con intereses altos se recupera el capital cada cierto número de años, relativamente pequeño, y si la inflación del país en que operan se baja, con una modesta adición queda cubierto el valor real del capital prestado, a precios constantes del momento del préstamo.

Pero, la situación en que se encuentra un país de no poder pagar los intereses, es otra cosa. Y si ese país es nada menos que el Brasil, el cual no sólo tiene el privilegio de ser el mayor deudor del Tercer Mundo, sino también el mayor país de América Latina, la preocupación desborda los círculos financieros privados y obliga a adoptar posiciones políticas a las naciones capitalistas de Occidente.

En una ocasión, cuando ocupábamos la Presidencia de Venezuela, rechazamos la afirmación del presidente Nixon, desde los Estados Unidos, de que por donde fuera el Brasil por ahí iría Latinoamérica. Los latinoamericanos no estamos dispuestos a aceptar ninguna hegemonía, así sea la de un hermano por el que tenemos tanto afecto y tanta admiración. Pero es indudable que la posición del Brasil tiene bastante peso; y si cuando el presidente del Perú, Alán García, dijo que su país no pagaría sino el 10% del ingreso de divisas por comercio exterior, la respuesta fue destemplada y agresiva, pensando que se trataría de un caso aislado, ahora es de pensar que las grandes potencias tendrán que considerar que el caso reviste mayor gravedad y que el fenómeno es, por la misma naturaleza de las circunstancias, eminentemente contagioso. Tienen que tomar precauciones y buscar el antibiótico apropiado para impedir que la epidemia se convierta en una especie de «sida» económico.

Hemos venido diciendo que el problema de la deuda internacional no es una simple relación de Derecho común entre acreedores y deudores. Se trata de un asunto de naturaleza política, en el más alto sentido del vocablo. Se trata, por otra parte, de un caso que concierne a la Justicia Social Internacional: no es posible obligar a ningún gobierno a pagar compromisos contraídos (en muchos casos, indebidamente, por culpa tanto del prestatario como del prestamista) en forma tal que constriña la ya difícil situación de su pueblo y lo someta a carencias aún más graves, en el orden de las necesidades primarias.

Ya comentamos el importante documento emitido por la Comisión Pontificia «Iustitia et Pax» en torno a la cuestión de la deuda internacional. No pueden desconocerse las razones éticas que plantea. Sin un átomo de demagogia, con la máxima objetividad, indicando caminos a corto, mediano y largo plazo, señalando rectificaciones necesarias a todas las partes involucradas, aquél reconoce y proclama claramente la imposibilidad ética de someter a los deudores a condiciones incompatibles con la existencia humana de su gente. Y con la mayor delicadeza termina sugiriendo el recuerdo del Plan Marshall y recomendando, a quienes compete, poner en práctica medios adecuados para ayudar a quienes se encuentran en delicada situación.

Es cierto que los Estados Unidos están entrando en los prolegómenos de la campaña electoral, los cuales no son propicios para las grandes operaciones que en beneficio de la humanidad, y naturalmente de los propios Estados Unidos, supongan un sacrificio de los votantes –que en esta etapa son mirados principalmente como contribuyentes–. También el Reino Unido camina hacia unas elecciones generales que pueden aproximarse en cualquier momento, de acuerdo con su sistema político, porque puede llamarse a consulta popular si las circunstancias son favorables para el Gobierno, o si hay el temor de que puedan descomponerse más. Pero aun así, la deuda internacional va tomando tales características que es imposible desconocer su urgencia. El paso dado por el presidente Sarney amerita una respuesta a fondo, y no puede ser la amenaza de aplicar represalias, que a nada conducirían, sino la adopción de un camino que haga vislumbrar como real y posible una solución.

Una y otra vez me convenzo más de que difícilmente esa solución podría hallarse por otro medio que por un organismo internacional como el Banco Mundial. Por supuesto, tendría que contar con un importante subsidio de parte de las naciones de Norteamérica y Europa Occidental.

Cuando expuse esta idea en King’s College London, el presidente del Consejo del Instituto me manifestó que algo parecido había sugerido en una carta al Times un amigo suyo que fue directivo del Banco Rothschild. Él indicaba al Fondo Monetario Internacional, pero creo que las resistencias y críticas que ha suscitado la posición monetarista del Fondo lo hacen poco indicado para ese papel. Por otra parte, el opinante se refería sólo a los países más gravemente subdesarrollados, y los hechos van demostrando que la situación es igualmente delicada con países de relativo menor subdesarrollo, como el Brasil: admiramos sus avances tecnológicos y el crecimiento de su PTB pero, al mismo tiempo, nos sobrecoge su elevado índice de marginalidad.

Se ha dicho –y no sin fundamento– que el mundo actual adolece de la falta de un liderazgo de gran visión y audacia. Es posible que haya en la apreciación un efecto de perspectiva: las grandes figuras se proyectan mejor a la distancia y sólo se aprecian suficientemente cuando  el tiempo transcurre. Pero es indudable que el tema que tratamos requiere ser enfrentado por los líderes actuales con claridad de percepción y decidida energía. Mientras más tiempo transcurra sin encontrarse la solución, mayor peligro habrá de que se empantanen las relaciones internacionales.