Un Instituto Internacional para la Deuda
Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 10 de junio de 1987.
Ya parece –¡por fin!– que se está abriendo paso la idea de que el problema de la deuda exterior de los países del Tercer Mundo no es una simple cuestión entre unos bancos acreedores –unas veces más duros, otras más dispuestos a transigir– y países deudores –supuestamente maulas–, porque no muestran disposición para sacrificarlo todo al deber de pagar.
Ya comienza a aceptarse la tesis de que se trata de un problema político de muy alto rango: uno de los más graves que confronta hoy la humanidad, puesto que él envuelve cuestiones éticas, como la del monto de las tasas de interés y la del derecho a la vida (por parte de los deudores) y cuestiones tan trascendentes como la de la paz entre las naciones, la paz interna y aún la subsistencia de regímenes que respeten la libertad y garanticen los derechos humanos en los pueblos que carecen de lo indispensable para subsistir y cuyos sectores marginales crecen constantemente sin que se les pueda abrir camino para incorporarse al proceso económico, político, cultural y social.
En la trascendental Declaración de la Pontificia Comisión «Iustitia et Pax», de fecha 27 de diciembre de 1986, «Al servicio de la comunidad humana: Una consideración ética de la deuda internacional», se hace una alusión muy concreta al Plan Marshall, que salvó a Europa en la post-guerra. Vale la pena transcribir el párrafo final de la Declaración: «Sin establecer un paralelo con lo que se hizo después de la Segunda Guerra Mundial para acelerar la reconstrucción y nuevo arranque de las economías de los países destruidos, ¿no debería comenzar a instalar, en interés de todos, pero sobre todo porque se trata de reanimar la esperanza de pueblos que sufren, un nuevo sistema de ayuda de los países industrializados en favor de los países menos ricos? Semejante contribución, que debería constituir un compromiso por muchos años aparece como indispensable para permitir a los países en vía de desarrollo lanzar y llevar a término, en cooperación con los países industrializados y los organismos internacionales, los programas a largo plazo que es necesario emprender cuanto antes. ¡Sea nuestro llamado atendido antes de que sea demasiado tarde!».
Más claro, imposible. Los países deudores, no es que «no queramos» pagar. Es que no podemos pagar, por lo menos en el momento actual, si no se establecen mecanismos apropiados para que podamos hacerlo en el futuro. Sólo el peso del servicio de la deuda es de tal magnitud que dedicarle todo lo que demanda significaría cerrar fuentes de vida para nuestros pueblos, con el resultado de que siempre continuaríamos cargados con lo principal de la deuda y quién sabe con cuántos compromisos accesorios.
En días pasados conversaba con un amigo que hizo reminiscencia de un personaje muy estimado por ambos y que era uno de los más distinguidos habitantes de una ciudad del interior de Venezuela. El recuerdo lo motivó un epitafio que decía le pusieran en su tumba al terminar sus días: «vivió pagando y murió debiendo». ¿Es eso lo que los agentes financieros internacionales quieren poner a cada uno de los países deudores? Esperamos que no. Pero, a veces, pareciera que fuera a propósito…
Gente seria que se ha dado a la tarea de investigar el monto de lo que los deudores latinoamericanos hemos pagado a los acreedores por concepto de intereses ha llegado a la conclusión de que les hemos entregado mucho más de lo que nos prestaron. Las ratas de interés subieron arbitrariamente, para satisfacer objetivos de grandes potencias que necesitaban dinero para equilibrar su déficit fiscal y estaban dispuestos a atraerlo al precio que fuera. Precio, por supuesto, que recayó sobre nosotros. Esto nos da derecho, por una parte, a pedir que se nos ofrezcan soluciones viables y equitativas; y por la otra, a demandar que los Estados donde se encuentran los prestamistas y cuya política ha sido determinante en el monto de los intereses, en el valor de las divisas y en las restricciones operadas en el comercio internacional, se responsabilicen de la búsqueda y respaldo de esas soluciones. Ello, aun cuando todavía no les entre la idea de Justicia Social Internacional, que tendrá que prevalecer un día, como ha prevalecido la idea de justicia social a secas en el derecho interno de los países modernos.
Hace ya unos cuantos meses propuse una fórmula que parece sencilla y compatible con las realidades existentes y con las normas financieras establecidas. Se trataría de que una institución multilateral sin fines de lucro –por ejemplo, el Banco Mundial– adquiriese de los bancos privados los créditos (están dispuestos evidentemente a traspasarlos sacrificando parte de su valor) y negociaran con los países deudores en términos equitativos, reflejados en intereses módicos, plazos convenientes y cláusulas que hagan depender el monto de los abonos de las condiciones del mercado internacional. Venezuela, por ejemplo, podrá pagar más a la medida en que se recupere el mercado petrolero. Esta fórmula supone, desde luego, un subsidio de los países ricos al Banco Mundial: aquí es donde viene al caso la invocación de esa extraordinaria operación que se denominó Plan Marshall.
Cuando expuse esta idea en King’s College London, de la Universidad de Londres, el presidente del Consejo Sir James Spooner me dijo que un amigo suyo, Mr. C.G.R. Leech, antiguo directivo del Banco Rothschild y ahora en otras actividades financieras, había propuesto algo parecido y, en efecto, me envió un recorte del Times, en el cual el gran diario inglés insertaba una carta cuyo contenido era el indicado. La diferencia con mi planteamiento era que sólo se hacía la sugerencia para los países «menos desarrollados» y que se sugería como institución mediadora al Fondo Monetario Internacional, cuya imagen en el Tercer Mundo está muy cuestionada.
Pero después han seguido apareciendo noticias en una dirección parecida. En marzo, por ejemplo, despacho de UPI desde Washington informaba que el representante Bruce Morrison, de Connecticut, presentó un proyecto de ley «para crear una nueva institución financiera internacional (…) a la cual los bancos podrían vender los préstamos problemáticos a un descuento y pasarle el beneficio del descuento al país deudor, reduciendo la cantidad adeudada; a cambio de eso, el país deudor acordaría hacer cambios de política económica que aumentaría la mercabilidad del préstamo original a través de los mercados mundiales».
La revista U.S. News & World Report del 1 de junio, en un artículo sobre la Deuda del Tercer Mundo, informa: «Cabe esperar que el Congreso empuje hacia soluciones frescas. Por ejemplo, el representante La Falce es campeón de una agencia internacional que compra con descuento los créditos de los bancos que están experimentando dificultades». Y una información de fines de mayo dice que la creación de un instituto del Tercer Mundo, promovida por el Congreso de EEUU recibió el aval del señor John H. Makin, uno de los investigadores principales del America Exterprise Institute, «tanque de pensadores (Think Tank) de la empresa privada norteamericana».
Cuando las ideas se abren paso, lo que falta es ponerlas en marcha. En Francia y la República Federal Alemana se afirma haber una buena disposición. En el Japón también. Lo que falta es que los Estados Unidos, que en los momentos más difíciles han demostrado capacidad para los mayores esfuerzos, no esperen que la situación se agrave más para darle su apoyo a una iniciativa como ésta, que podría sacarnos del terreno actual, lleno de dudas y contradicciones, a un terreno claro, capaz de generar una solución estable y alentadora para el porvenir.